Bob Shaw - Los astronautas harapientos

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Los astronautas harapientos: краткое содержание, описание и аннотация

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Los mundos gemelos, Land y Overland, sólo estan separados por unos miles de kilómetros; y sus órbitas son tales que Overland siempre aparece situado en el mismo lugar en el cielo, llenando gran parte de él y visible en todos sus detalles, cuando se asoma sobre Land. Los humanos que habitan Land, al carecer de metales, sólo han podido desarrollar una tecnología de bajo nivel. Durante siglos, han vivido de forma bastante estable; pero en el momento en que comienza esta historia, su existencia está amenazada. Los pterthas, una especie de burbujas llenas de humo que flotan en el aire y que siempre han sido peligrosas, parecen haber declarado la guerra a la humanidad. Ni los filósofos, que tienen a su cargo la investigación científica además de ser los elaboradores de las teorías y sustentadores de las ideas, ni los militares dirigidos por el príncipe Leddravohr, ni el Industrial supremo, príncipe Chakkell, ni aun el mismo rey Prad, comprenden la magnitud del peligro y la acuciante necesidad de encontrar una solución. Sólo Glo, el gran Filósofo, viejo, decadente, borracho y menospreciado por todos, incluidos los de su clase, propone una solución audaz y aparentemente inaceptable.

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Como si aquello no fuera suficiente para llenar los ojos y la mente, había también, frente a las profundas infinidades azules sembradas de remolinos y galones y puntos de brillo helado, la visión de las tres naves compañeras que estaban llevando a cabo sus propias maniobras de inversión. Las estructuras, tan frágiles que podrían haber sido destruidas por un viento fuerte, continuaban mágicamente inmunes en su maniobra de inversión como si el universo se volteara con ellas, proclamando que estaban realmente en la región de lo insólito. Sus pilotos, visibles como enigmáticos bultos atados, deberían de ser extraños superhombres dotados de conocimientos y habilidades inaccesibles para los hombres corrientes.

No todas las escenas presenciadas por Toller tenían la misma grandeza, pero estaban impresas en su memoria por distintas razones. El rostro de Gesalla, con sus variados talantes y gestos: dubitativamente triunfante cuando consiguió dominar la rebeldía del fuego de la cocina, lánguidamente introspectiva tras las horas de caída» a través de la región del cero o de baja gravedad. La destrucción de todos los pterthas acompañantes en cuestión de minutos, después del primer día de ascenso… las miradas atónitas y encantadas de los niños cuando su aliento se hizo visible en el ambiente frío… los juegos con que se divirtieron en el breve período en que pudieron suspender pequeñas cosas en el aire para formar esbozos simplificados de caras o construir dibujos tridimensionales…

Y hubo otras escenas, ajenas a la nave, que hablaban de tragedias distantes y de muertes que en otros tiempos habrían pertenecido a los reinos de las pesadillas.

La formación real había despegado en una etapa bastante temprana de la evacuación de la base, y Toller sabía que cuando ya hacía más de un día que habían atravesado el punto medio, tendrían encima una fila de naves en una altura de unos mil quinientos kilómetros. Si no hubiesen estado ocultas a la vista por la sedante magnitud de su propio globo, la mayoría de ellas serían invisibles a causa de la distancia. Sin embargo, había recibido una prueba inquietante de su existencia. Tenía la forma de una lluvia diseminada, espasmódica y terrorífica. Una lluvia cuyas gotas eran sólidas y su tamaño variado, desde naves enteras a cuerpos humanos.

En tres ocasiones diferentes, vio precipitarse naves destrozadas, con las barquillas envueltas en los restos de sus globos que aleteaban lentamente, obligadas a la caída de un día de duración hasta Overland. Esto le hacía suponer que todo vestigio de orden había desaparecido de Ro-Atabri durante las últimas horas; y que en el caos algunas naves habían sido tomadas por pilotos inexpertos o dirigidas por rebeldes sin ningún conocimiento de aviación. Parecía como si muchas de ellas hubiesen pasado el punto medio sin haber dado el vuelco, aumentando su velocidad por la atracción creciente de Overland hasta que las tensiones en las frágiles envolturas las habían desgarrado.

Una vez vio una barquilla cayendo a plomo sin su globo, manteniendo la posición adecuada gracias a las cuerdas de arrastre y a los montantes de aceleración, y una docena de soldados en su barandilla, observando en silencio la procesión de naves que aún se mantenían en el aire, que sería su último y tenue contacto con la humanidad y con la vida.

Pero la mayoría de los objetos que caían eran menores: utensilios de cocina, cajas ornamentadas, sacos de provisiones, cuerpos humanos y animales. Evidencias de accidentes catastróficos a kilómetros de distancia en el bamboleante rimero de naves.

No muy lejos del punto medio, cuando la atracción de Overland era todavía débil y la velocidad de descenso lenta, cayó un joven junto a la nave, tan cerca que Toller pudo distinguir claramente sus facciones. Quizá en un alarde de valentía o en un intento desesperado de establecer una última comunicación con otro ser humano, el joven llamó a Toller, casi con alegría, y lo saludó con la mano. Toller no respondió, sintiendo que hacerlo habría sido contribuir a una parodia atroz, y se quedó petrificado en la baranda, consternado e incapaz de desviar su mirada del hombre condenado durante los minutos que tardó en desaparecer de su vista.

Horas más tarde, cuando la oscuridad le rodeaba por todas partes e intentaba dormir, siguió pensando en el hombre que caía, que ya habría adelantado unos mil quinientos kilómetros a la flota de migración, y se preguntó cómo estaría preparándose para el impacto final…

Confortado por la adormilada presencia de Setwan sobre sus rodillas, Toller manejaba el quemador como un autómata, midiendo inconscientemente las ráfagas con los latidos de su corazón, cuando de pronto la luz del día volvió. Parpadeó varias veces y enseguida se dio cuenta de que algo iba mal, que sólo dos de las tres naves de la formación real se mantenían a su altura.

Faltaba la nave en que volaba el rey.

No era algo demasiado extraordinario. Kedalse era un piloto extremadamente cauteloso al que le gustaba retrasar el descenso durante la noche, para mantener a las otras naves un poco por debajo, donde pudiese controlar con facilidad sus posiciones, pero esta vez tampoco se veía en el despejado cielo que había sobre ellos.

Toller tomó en brazos a Setwan y lo llevó al compartimento de los pasajeros con su familia, cuando de repente oyó los gritos frenéticos de Zavotle y Amber. Miró hacia donde estaban y los vio señalando algo sobre su nave, y en ese momento llegó una bocanada de gas caliente arrojada desde el orificio del globo, provocando que uno de los niños empezara a gimotear por el susto. Toller levantó la vista hacia la cúpula resplandeciente del globo y su corazón tembló al ver la silueta cuadrada de una barquilla estampada en ella, distorsionando la geometría de tela de araña de las cintas de carga.

La nave del rey estaba justo encima de él y había caído sobre su propio globo.

Toller pudo ver la huella circular de la boquilla de la tobera del chorro dirigida hacia la corona de la envoltura, poniendo en peligro la banda de desgarre. Se produjo una serie de crujidos en los cordajes y los montantes de aceleración y una deformación oscilante en la tela del globo, que expelía peligrosas ráfagas de gas caliente hacia el lugar en que ellos se encontraban.

— Kedalse — gritó, sin saber si su voz llegaría hasta la barquilla de arriba —. ¡Eleva tu nave! ¡Eleva tu nave!

Las débiles voces de Zavotle y Amber se unieron a la suya, y un luminógrafo empezó a emitir destellos desde una de las barquillas, pero arriba no se produjo ninguna respuesta. La nave del rey continuaba oprimiendo el globo, amenazando con hacerlo estallar o hundirse.

Toller miró impotente a Gesalla y Chakkell, que se habían levantado y observaban aterrorizados y boquiabiertos. La mejor explicación que se le ocurría para el accidente era que el piloto del rey había enfermado y estaba inconsciente o muerto junto a los mandos. Si fuese así, alguien en la barquilla de arriba podría encender el quemador y separar las dos aeronaves, pero era preciso que se hiciera enseguida. Y también había la posibilidad, y la boca de Toller se secó al pensarlo, de que el quemador se hubiese estropeado y no pudiera ser encendido.

Trataba de obligar a pensar a su cerebro mientras la plataforma se inclinaba bajo sus pies y la tela del globo emitía sonidos semejantes a golpes de látigo. Ambas naves habían empezado a perder altura con excesiva rapidez, como se evidenciaba por el hecho de que las otras dos daban la impresión de ascenso.

Leddravohr se asomó a la baranda de su barquilla, por primera vez desde el despegue, y tras él Zavotle seguía emitiendo fútiles destellos de brillo con su luminógrafo.

Para Toller era imposible librarse de la nave del rey incrementando su propia velocidad de descenso. Su aeronave ya había perdido gas y estaba acercándose peligrosamente a la situación en la que la presión del aire a una velocidad de caída excesiva podía colapsar el globo, iniciando un descenso precipitado de mil quinientos kilómetros hasta la superficie de Overland.

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