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Bob Shaw: El palacio de la eternidad

Здесь есть возможность читать онлайн «Bob Shaw: El palacio de la eternidad» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1971, ISBN: 978-84-7255-005-6, издательство: Veron, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Bob Shaw El palacio de la eternidad

El palacio de la eternidad: краткое содержание, описание и аннотация

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El libro relata las aventuras y desventuras de Mack Tavernor, un terrestre que vive en un planeta alejado de las rutas comerciales de la Federación Terrestre. Mack resulta ser un veterano de la guerra que los terrestres mantienen con los psitcanos, una raza alienígena que persigue nuestro exterminio. También aparecen en escena los “egones” que vienen a ser como las almas de los humanos, que viven en el espacio sideral. Aquí es donde el libro está mejor logrado, pues esto de los egones es una idea creo bastante original. Es bonito ver como estos seres tienen un papel crucial en la guerra contra los psitcanos, aunque su desenlace no esté bien resulto desde el punto de vista argumental.

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Farrell sacudió la cabeza como si no pudiera creerlo, mirando al suelo fijamente.

—¿Qué… crees… que eres…?

Se puso en pie con esfuerzo, se dio un masaje en la garganta y volvió de nuevo al ataque. Esta vez lo hizo con la clara determinación de sacar ventaja de su superior fuerza. Rodeó a Tavernor una vez, con ojos acusadores y después se lanzó en tromba. Tavernor recibió el peso de la carga; pero se escabulló en el momento preciso, guiando así el cuerpo de Farrell que se estrelló en el suelo, de forma tal que todo el aire pareció escapar de sus pulmones. El mismo movimiento puso a Tavernor en pie, y se echó sobre Farrell. Sus dedos pulgares encontraron rápidamente las grandes venas de la garganta de Farrell y su mente latía ante las imágenes tan odiadas… las figuras sin cabeza que rodeaban la cama de un niño asustado, la esbelta silueta de Kris Shelby y las de los otros que habían muerto en los bosques, una pistola automática, que le había perforado el pecho a balazos, Lissa aplastada como una polilla…

—¿Qué es esto? — murmuró Farrell casi somnoliento, cara a cara en la proximidad del combate —. ¿Hal? ¡¡Hal!!

—Yo no soy Hal — exclamó Tavernor salvajemente —. Mi nombre es Mack Tavernor.

Los ojos de Farrell se dilataron con la tremenda e increíble sorpresa.

—¡Detente, Hal! — gritó angustiada la voz de Bethia —. ¡Lo estás matando!

Tavernor se había olvidado de ella. Mirando hacia arriba vio el pánico en el rostro de la joven y aflojó la argolla que asfixiaba la garganta de Farrell. Se puso en pie y estaba levantando a su vez a Farrell cuando un ensordecedor lamento como el de un alma en pena llenó el aire circundante.

El suelo tembló y el cielo se oscureció mientras una nave pitsicana se materializaba sobre la carretera enfrente de la casa, bajo el efecto de la máxima deceleración, y los retrocohetes levantaban nubes de tierra y piedras que les envolvieron por completo en el lugar en que se hallaban.

Tavernor agarró el rifle mientras corrían a guarecerse en la casa. Recogió el rifle de Farrell y con él golpeó la puerta. El atronador silbido de los reactores quedó cortado bruscamente, con un chasquido burbujeante, y la casa se llenó de silencio, sólo interrumpido por el ruido de las ventanas cuyos cristales se habían roto por las piedras. Moviéndose como un hombre en sueños, como si, quisiera correr a través de un pastoso y claro jarabe, Tavernor se dirigió a la puerta de la sala de estar y miró de soslayo por las contraventanas. La nube de polvo estaba asentándose en el exterior y entonces pudo observar las figuras extraterrestres que descendían de 4as escotillas abiertas del aparato pitsicano.

Se volvió hacia el vestíbulo. Farrell estaba mirándole como atontado y Bethia parecía no darse cuenta de nada. Estaba de pie, absolutamente inmóvil, con los labios entreabiertos y la vista perdida y ausente. «Está inmersa en un shock», pensó Tavernor, alegrándose por el momento, ya que así no sería un impedimento en los próximos pasos a dar. Tiró de Farrell hasta la sala de estar y le puso el rifle en las manos.

Algo se movió junto al exterior de la ventana.

Giró rápidamente sobre sus pies y vio la alargada figura negra y reluciente de un pitsicano oteando el interior. Una suave neblina envolvente, producida por una especie de pulverizador, surgía por encima de su caja craneana y empañó el cristal a los pocos instantes; pero Tavernor, por la primera vez en muchos años, captó de una ojeada las dos bocas para respirar, agitándosele en los hombros y la boca para comer verticalmente dispuesta en el abdomen central. Disparó a la altura de su cintura y la ventana saltó hecha añicos, mientras la bala se alojó en el centro de la cabeza del pitsicano. El ser extraterrestre cayó hacia atrás; pero no antes de haber arrojado un objeto metálico por el hueco de la ventana.

Tavernor dio un paso hacia aquel objeto que silbaba furiosamente, con la intención de arrojarlo a la calle y que detonase en el exterior; sin embargo no pudo alcanzarlo.

La habitación pareció girar a su alrededor una vez que hubo caído en el suelo. Tavernor cayó de bruces, incapaz de mover un solo músculo. Cerca de él, oyó cómo Bethia y Farrell se desplomaban igualmente. Intentó volver la cabeza y comprobó que le resultaba imposible realizar el más pequeño movimiento. El gas procedente de la granada le había producido una completa parálisis; como un preludio de la muerte. Conforme el amargo conocimiento del fracaso le inundaba su ser, Tavernor intentó cerrar los ojos; pero los párpados permanecieron abiertos. Y así esperó morir.

Unos segundos más tarde, unas sombras se movían por la sección del suelo que podía distinguir y oyó cómo las contraventanas eran arrancadas de cuajo y abiertas. Unos pies negros de cuatro dedos con trazas de nervaduras entre los huesos, aparecieron en su campo visual, sintiéndose a renglón seguido levantado del suelo y puesto de pie. Dos pitsicanos le mantenían erguido y otros hicieron igual con Bethia y Farrell. La neblina que expelían sus cuerpos llenó casi por completo la habitación, inundándolo todo con una, fétida humedad, condensando y lubricando sus pulmones expuestos al exterior, así como otros órganos de los extraterrestres. Mientras se movían, unos extraños maullidos y raros sonidos procedían de sus bocas en los hombros, mezclados con el entrechocar metálico de sus armas.

Tavernor observó el rostro de Bethia, mientras que él y Farrell quedaban alineados en la pared más próxima, tratando de imaginarse qué estaría sucediendo tras aquel bello rostro inmóvil. Al menos, el ya había visto a los pitsicanos de cerca, aunque nunca en condiciones que pusieran al descubierto su repugnante apariencia. Cada uno de aquellos monstruos medía unos siete pies de altura, pareciéndose groseramente a un tipo humano en la configuración general, excepto por un par de brazos que surgían de su cuerpo a media altura del pecho. Tales brazos secundarios parecían en gran manera atrofiados y estaban usualmente escondidos junto a la repugnante abertura vertical de la boca para comer. La musculatura era ligera y confinada en su mayor parte a los brazos y piernas compuestos articuladamente en tres secciones o segmentos. Los órganos vitales estaban situados en posición externa alrededor de la espina central, como unos sacos de goma negros y azul pálido que se estremecían y brillaban húmedos en la pulverizada neb1ina que arrojaban y que simulaba la atmósfera pitsicana. Y siempre emitiendo un fétido olor a ranciedad dulzona que Tavernor jamás pudo ser capaz de extinguir de su olfato…

Por las ventanas abiertas entraron tres pitsicanos más y, con una parte de su mente, Tavernor pudo advertir que no iban armados. Las voces lloronas de los extraños crecieron de intensidad, para desvanecerse poco a poco. De pie en el centro de la habitación, los tres recién llegados examinaron a los humanos con turbios ojos que giraban y se movían independientemente en la plana caja craneal desprovista de otra característica. En la parte central baja del vientre, funcionaba una ruidosa válvula, esparciendo un excrementó blanco y gris que iba siendo lavado por sus pulverizadores. Se produjo un silencio y con él el cese de todo movimiento. Durante todo un minuto, los pulmones y los hombros de los pitsicanos permanecieron rígidos, como transformados en monolitos negros lavados pacientemente por una ligera lluvia.

Finalmente, uno de ellos apuntó a Farrell con una mano y los guerreros que le sostenían de pie se movieron. Farrell fue echado al suelo boca abajo. Uno de los guerreros desenfundó un largo cuchillo de su atuendo militar y puso la punta en la base del cráneo del hombre postrado, barrenándolo y partiéndole la espina dorsal. Entonces ambos se marcharon, sin el menor gesto, dejando unos charcos en el lugar que habían ocupado.

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