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Bob Shaw: El palacio de la eternidad

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Bob Shaw El palacio de la eternidad

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El libro relata las aventuras y desventuras de Mack Tavernor, un terrestre que vive en un planeta alejado de las rutas comerciales de la Federación Terrestre. Mack resulta ser un veterano de la guerra que los terrestres mantienen con los psitcanos, una raza alienígena que persigue nuestro exterminio. También aparecen en escena los “egones” que vienen a ser como las almas de los humanos, que viven en el espacio sideral. Aquí es donde el libro está mejor logrado, pues esto de los egones es una idea creo bastante original. Es bonito ver como estos seres tienen un papel crucial en la guerra contra los psitcanos, aunque su desenlace no esté bien resulto desde el punto de vista argumental.

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Cuando se abrió la puerta interior, Tavernor se llevó la bandeja a la mesa, tirando de la tapa de aquellas latas de conserva que se autocalentaban. Todas las etiquetas habían sido quitadas de los recipientes; pero eran obviamente de manufactura humana, y sabia que contenían una comida bien equilibrada. Los pitsicanos daban la impresión de conocer muy bien la naturaleza de las exigencias alimenticias de los humanos y, de forma irónica, el cuerpo que había tomado de Hal se encontraba entonces en mejor estado de salud que nunca. La constante respiración abdominal le había desarrollado la caja torácica; y una, adecuada. alimentación de proteínas y un cuidadoso ejercicio le habían ido desarrollando progresivamente sus músculos, fortaleciéndolos, aunque todavía no mostraban su verdadera fuerza.

Mientras que las latas de comida estaban calentándose, se volvió para mirar a través del espacio intermedio, mojado por la lluvia, a la celda de Bethia. También llegó la comida para ella; pero el proceso seguido era diferente. Como de costumbre, tres pitsicanos habían entrado en el cubo de cristal y rodearon su cama. La primera vez que había sucedido, Tavernor se había ensangrentado los dedos intentando abrir la puerta para acudir en su ayuda. Pero entonces comenzó a descubrir la razón: los pitsicanos la forzaban a alimentarse. A semejante distancia era imposible saber si ella rehusaba positivamente el alimento o simplemente es que había perdido todo interés en tomarlo.

Tavernor observó impasible como la curiosa pantomima se desarrollaba de nuevo. Bethia no había vuelto a ser ella misma desde el momento en que los pitsicanos descendieron sobre Mnemosyne y quedó aparentemente sumida en un permanente shock síquico. Era, en fin de cuentas, la lógica y natural reacción propia de una mujer sensible; pero así y todo, le recordaba la Bethia de tres años, que conoció al principio, aquella niña extrañamente precoz que con tanta facilidad caía en una especie de trance con sus bellos ojos como perdidos en horizontes alejados del mundo en que vivía. Una cuidadosa busca en los recuerdos de la memoria de Hal, allí almacenados, indicaba que la Bethia adulta no tenía historia de tales trances, por lo que sin duda debieron haberse ido desvaneciendo a medida que transcurrieron los años. Tal teoría fue la mejor que Tavernor pudo obtener de su limitado conocimiento de la sicología; pero la encontró vagamente insatisfactoria. Bethia, por lo que de ella sabía, era dueña de un alto grado de elasticidad mental, fuera de lo común, habiendo además en ella algo más respecto a aquella mística comunión con el infinito, algo turbador y que se escapaba a toda percepción.

La tapadera de una lata se abrió; significando que su contenido estaba ya dispuesto para ser comido. Tavernor retiró la vista del cuadro que ofrecía el cubo de Bethia, borrado por el agua, y comenzó a tomar su comida. Mientras comía, estudió su propia celda por centésima vez. Era una complicada obra de ingeniería. Un cable conductor de energía estaba conectado a la parte baja de un hilo en los bordes y, desde allí, otro más fino conducía a una unidad especial en forma de caja puesta en el techo. Aquella unidad del tipo que fuese, parecía reducir la humedad e incrementar el contenido del oxígeno del aire pitsicano, alimentando la mezcla modificada dentro de su celda por medio de válvulas dispuestas en el techo. Tanto la puerta interior como la exterior eran accionadas por electricidad y controladas desde algún sitio invisible. Tavernor las había examinado durante sus primeras horas en la celda; pero le había sido imposible descubrir qué fuerza las mantenía ensambladas. Eran lo bastante fuertes y a prueba de evasión.

Cuando acabó su comida, llevó la bandeja y las cuatro latas vacías a la entrada y las colocó entre las dos puertas. Dispuso las latas de forma que quedasen a un lado de la bandeja, y colocó una de ellas de forma que quedase a punto de caer, después se volvió y tomó asiento en la única silla que disponía. Unos pocos minutos más tarde, la puerta exterior se abrió y el pitsicano emergió, entre la neblina ambiental. Se detuvo para levantar la bandeja y el precario equilibrio estuvo a punto de hacerle caer. El pitsicano puso de nuevo la bandeja en el suelo, recuperó el envase caído y se alejó sin mirar siquiera al interior de la celda.

Tavernor se, frotó la barbilla pensativamente y se echó en la cama. No tenía idea de como serían los demás pitsicanos; pero el que le había traído la comida era — por comparación humana — no demasiado bril ante. Había caído cinco veces seguidas en la pequeña trampa tendida con las latas. Los pitsicanos, indudablemente, no deberían medir la inteligencia en la misma forma que lo hacían los humanos, pero la capacidad para aprender rápidamente de la experiencia era, en estimación de Tavernor, algo tendente a ser uno de sus vitales ingredientes. Consideró la posibilidad de que sus apresadores estuvieran determinadamente evaluando su propio intelecto en el contexto del absurdo de los recipientes, y se imaginó qué harían de él. Era el viejo problema de los primeros contactos culturales.

Por otra parte, los pitsicanos, en su promedio podían ser casi unos retrasados mentales, por todo lo que ya sabía respecto a su raza. No existía una necesidad real para su inteligencia. De ser distribuidos como entre los humanos, algunas clases de sociedad funcionarían más eficientemente si estaban compuestas por siervos sin mente, guiados por unos cuantos brillantes demagogos. Los pitsicanos podían hallarse en tal caso: una hoja finamente afilada para la destrucción de todas las demás formas de la vida. Quizás aquello fuese la clave de su conducta. Podía ser que no solamente se dedicaran a la exterminación de la humanidad, sino también a suprimir el universo entero de cualquier ser sensible, y quedarse ellos como sus únicos ocupantes. ¿Una sicosis a escala cósmica?

Tavernor — se removía sin descanso en la cama. Si la hipótesis era correcta… ¿sería el Hombre muy diferente del pitsicano en sus últimas ambiciones? Los cosmobiólogos, o aquellos que eran optimistas respecto a la posibilidad de supervivencia de la civilización terráquea, habían estimado que una cultura humana pudiera extenderse por toda la Vía Láctea en un tiempo mucho más corto que la edad de la propia galaxia, situando colonias de colonias de otras colonias, como había sucedido en el caso del Mediterráneo en los tiempos de la antigüedad clásica. Por mucho que lo intentaba, Tavernor era incapaz de ser objetivo respecto al concepto: si una vida tuviese que expandirse por la galaxia, prefería que fuese la del hombre. Un pitsicano preferiría que fuese la pitsicana. Por tanto, ¿quién era un psicópata? Todo lo que cualquier ser inteligente podía hacer era procurar que su propia especie permaneciese hasta lo último y contra cualquier otra que llegase a enfrentarse con ella, creyendo implícitamente en su propio destino…

Odiando a los pitsicanos más que nunca, Tavernor se encontró incapaz de conciliar el sueño. Sin la comodidad de las ropas para cubrirse el cuerpo, el dormir no era fácil y la soledad volvía a su mente con más fuerza que nunca también. A veces sentía algo parecido a lo experimentado en el breve tiempo que permaneció en el plano egón. Sus padres, Lissa y Shelby estaban vivos allá; pero no había intentado encontrarlos; aquello no parecía importante para la fría e impersonal mente de un egón. Se quedó poco a poco adormecido, pensando tristemente que no valía la pena haber nacido…

La enorme nave comenzó su descenso, o su equivalente orbital, al vigésimo tercer día de vuelo. Dos días antes, Tavernor había experimentado un ligero mareo conforme la nave, al abandonar el módulo taquiónico, se había situado en deceleración simulada, lo que proveía de peso real a los cuerpos, cambiando a la verdadera deceleración. Había estado observando cuidadosamente cualquier cambio en la rutina que indicase que se había completado el viaje. El primer signo llegó cuando un grupo de pitsicanos rodearon el cubo de cristal y lo sujetaron, con herramientas adecuadas, en sus esquinas contra el suelo. Lo anclaron en la cubierta y poco más de una hora después, la nave entraba en la condición de caída libre.

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