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Bob Shaw: El palacio de la eternidad

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Bob Shaw El palacio de la eternidad

El palacio de la eternidad: краткое содержание, описание и аннотация

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El libro relata las aventuras y desventuras de Mack Tavernor, un terrestre que vive en un planeta alejado de las rutas comerciales de la Federación Terrestre. Mack resulta ser un veterano de la guerra que los terrestres mantienen con los psitcanos, una raza alienígena que persigue nuestro exterminio. También aparecen en escena los “egones” que vienen a ser como las almas de los humanos, que viven en el espacio sideral. Aquí es donde el libro está mejor logrado, pues esto de los egones es una idea creo bastante original. Es bonito ver como estos seres tienen un papel crucial en la guerra contra los psitcanos, aunque su desenlace no esté bien resulto desde el punto de vista argumental.

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Ya estaba en órbita de un planeta pitsicano, y el pensamiento dio a Tavernor una cierta, aunque sombría, satisfacción. No importaba qué fuese lo que pensaban hacer con él, aquello significaba al menos el fin de una situación horrible y el terminar con la espantosa soledad del cubo de cristal. Al principio había rechazado la idea de utilizar la microbiblioteca, sintiendo que ello representaba una sutil aceptación de los planes que los pitsicanos hubieran hecho respecto a él; pero pronto descubrió que no podría soportar el permanecer con la mente vacía. Comenzó a leer al azar, sin tomar interés en su contenido, usando las palabras como medio de evitar el pensamiento propio. El limite de visión existente más allá de las paredes de cristal de su celda aparecía turbado aquí y allá por las formas negras deambulando de un sitio a otro de los pitsicanos, dando la impresión de que pudiera haber sido el fondo de un mar cálido y enlodado.

Ejercitando su cuerpo lentamente desarrollado, durante varias horas al día, entretenía parte de su vida; pero al fin tuvo que echar mano de aquella biblioteca condensada.

La larga espera ya había llegado a su fin. Se movía adelante y hacia atrás por su celda encristalada, haciendo gestos a Bethia cada vez que suponía que ella miraba en su dirección. Pero ella permanecía sentada en la mesa anclada y no daba la menor señal de respuesta. En Tavernor creció la necesidad de ocuparse de ella. La distancia y el efecto de distorsión de los cristales mojados hacía difícil estar seguro de nada, pero ella parecía haber perdido peso en el viaje. Se movía raramente y en las infrecuentes ocasiones en que cruzaba su celda se observaba una extraña indiferencia en su paso.

Tras unos minutos en caída libre, los pitsicanos volvieron, trasladándose con fácil destreza en la condición de ingravidez, sujetando un flexible cable en un sitio por debajo de la base del cubo de Tavernor. Instalaron una serie de cables conductores de energía, desde lo que parecía ser un generador portátil, y desconectaron los antiguos alambres de los anteriores dispositivos de control que rodeaban al cubo, reemplazándolos con los nuevos. Mientras lo hacían, las puertas dieron un chasquido, se estremecieron inciertas un instante, para volver a encajar rígidamente en el lugar que les correspondía.

El cable flexible se estiró súbitamente y la celda comenzó a moverse hacia una luz blanca que se mostraba a distancia, todavía atada a su sección de la cubierta. La celda de Bethia se movió en la misma dirección, rodeada por unas figuras que se movían con lentitud. La luz que tenía al frente fue creciendo de intensidad y Tavernor comprobó que se trataba de un tragaluz. Su cubo se movió por delante del de Bethia, pasó junto a un arco de poca altura de metal, y se detuvo en un espacio reducido, decidiendo que se trataba de un aparato volador secundario, procedente de la gigantesca nave-nodriza. Se inclinó tan cerca del portillo como le fue posible, ignorando la protesta de su inexperto estómago y miró hacia fuera.

El mundo pitsicano era un orbe sin características especiales, pero de una cegadora blancura, completamente envuelto por una capa de nubes. Se dio cuenta en el acto que desde la superficie del planeta sería imposible poder observar las estrellas. El día consistiría en un general esclarecimiento de los vapores envolventes y la noche, un retorno a la oscuridad, no aliviada por la presencia de los puntos de brillo celestial que proporcionan las estrellas, causantes de que los primeros hombres mirasen hacia arriba llenos de asombro y maravilla. Tavernor sintió una sombría desesperación ante la desaparición del último vestigio de la superioridad del Hombre respecto a los pitsicanos. Después del primer salto al espacio desde la Tierra, el viajar por el cosmos había sido fácil. El planeta podría haber sido diseñado para aquel ex profeso propósito, con una transparente atmósfera que pusiera al descubierto y mostrase los tesoros que allí yacían esperando, y una luna tan grande que virtualmente era otro mundo colgado, dentro de un tiro de honda, astronómicamente considerado, y otros planetas al alcance fácil de un buen telescopio para confirmar las promesas del cielo nocturno.

Pero los pitsicanos no habían conocido ninguna de aquellas ventajas. Para ellos, tuvo que haber sido sólo un ciego impulso a salir hacia el exterior o una calmosa determinación para justificar la Ley de la Medianía, por la que su mundo no podía hallarse solo en la Creación. Bajo las mismas circunstancias, Tavernor estaba seguro, el Hombre pudo haber quedado atrapado en el planeta de su nacimiento. Se volvió de la visión de la portañola y vio que el cubo de Bethia había sido apartado y colocado a pocos pies del suyo. Estaba todavía sentada en la mesa, braceando entre ella y la silla. Su cuerpo tenía un aspecto de delgadez. Se lanzó hacia un sitio más próximo de la celda y el movimiento hizo que Bethia levantase la cabeza. Entonces se encontró mirando al rostro demacrado y pálido de una mujer extraña. Ella le miraba de una forma impersonal. Así permaneció por breves momentos y después bajó la cabeza, mientras que sus hermosos cabellos le envolvían los hombros.

¡Bethia!. — grito —. ¡Todavía estamos vivos!

Las palabras rebotaron inútilmente con una serie de ecos dentro de la celda, como las imágenes de Lissa que simultáneamente brotaron de su mente. Intentó golpear con todas sus fuerzas la pared encristalada de su prisión, no consiguiendo otra cosa que flotar hacia atrás, mientras que la nave auxiliar se desprendía de la nave-nodriza. Comenzó a decelerar inmediatamente y Tavernor tocó el suelo, con la certeza de que Bethia no tenía la menor gana de verle. Se tumbó en la cama y observó la brillante luz reflejada procedente del portillo, mientras que el aparato seleccionaba su ruta de descenso al planeta. Se hicieron visibles algunas estrellas por encima de la alta atmósfera y acto seguido comenzó a sentir las vibraciones propias del tirón de la gravedad del mundo que yacía abajo. Fue descendiendo suavemente, hasta que de súbito todo quedó sumido en la oscuridad. La nave auxiliar fue bajando milla tras mil a entre aquella nube gradualmente más espesa.

Tavernor casi no se dio cuenta del golpe final, que le avisó de haber tocado el suelo. Acababa de comprobar que los trances espontáneos de Bethia tenían el poder de embargarle de una gran incomodidad.

Le recordaron la forma en que las negras formas de aquellos seres extraños que le habían capturado se quedaban rígidas y heladas, mientras que sus ojos borrosos se quedaban fijos en otros horizontes.

8

El campo de aterrizaje de los pitsicanos, era diferente de lo que Tavernor había esperado.

En el descenso a través de la oscura y húmeda atmósfera, la luz de la única claraboya había ido disminuyendo tan persistentemente, que llegó a convencerle de que, a nivel del suelo, la visibilidad estaría próxima al punto cero. Pero, cuando se abrió la escotilla, comprobó que la cubierta de nubes tenía varios cientos de pies de altura y, a despecho de las cortinas de lluvia, era posible ver a una distancia de dos o tres mil as. El cemento de la pista de aterrizaje se alargaba en la distancia, entrecruzado por el constante movimiento de vehículos de todo género, una visión sorprendentemente familiar que ya conocía de un centenar de planetas de la Federación. — Más allá de la llanura de cemento se observaba ligeramente la presencia del follaje verde en grandes laderas que se alzaban hasta las nubes. Aquello podían ser colinas de poca altura o el comienzo de una cadena montañosa.

Cerca del aparato auxiliar, esperaba un camión cubierto, rodeado por pitsicanos; algunos de ellos iban vestidos con su indumentaria guerrera, mientras que otros aparecían totalmente desnudos. El camión, también, podía haber sido el producto de un mundo de la Federación. En el cerebro de Tavernor se removía angustioso el pensamiento de Bethia; pero el ingeniero que había en él no pudo evitar dedicarse a estudiar los diferentes vehículos y su equipo, notando como sus diseñadores habían logrado las mismas soluciones a problemas universales que tenían su contrapartida en la Tierra. El camión que esperaba resultaba particularmente interesante. Su plataforma de carga tenía dos depresiones cuadradas alineadas con dispositivos de sujeción, lo que sugería que había sido construido para transportar los cubos de cristal de la nave auxiliar. Tavernor almacenó tales conocimientos en su fichero mental, junto a otras observaciones de las celdas en que habían permanecido prisioneros él y Bethia en tan largo viaje cósmico.

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