—Bien, quítate de ahí — le dijo impaciente.
—Estoy conduciendo yo — afirmó Tavernor, sintiéndose aliviado de la forma en que las palabras surgían de su garganta sin ninguna traza de nervios.
Bethia se encogió de hombros.
—Está bien, si es que quieres correr el riesgo de destrozar el coche. Voy a sentarme atrás, sin embargo. Es más seguro.
Tavernor casi soltó la carcajada. Farrell también habíase burlado respecto a estropear el vehículo, pero el pensamiento imagen de Hal sobre sí mismo no sugería que fuese un mal conductor. Existían unos cuantos recuerdos de colisiones desafortunadas, la mayor parte de las cuales eran causadas por gentes faltas de cuidado. El coche era del tipo de impulsión por turbina, con volante, que Tavernor prefería a los de efecto sobre el terreno, a causa de su mejor control. Se lanzó con destreza en el tráfico, colocando las sucesivas marchas sin esfuerzo y se dirigió hacia el sur, por el bulevar principal, a lo largo de la bahía, acelerando en cuanto lo permitió el tránsito y controlando aquella poderosa máquina con la precisa certeza posible que sólo puede conseguirse cuando el conductor comprende bien el rendimiento y las funciones límite de cada componente.
La exhibición iba encaminada a modificar la opinión que Bethia tenía de él, y para darse a sí mismo el tiempo de acostumbrarse a la turbadora metamorfosis de Bethia como mujer. Además, existía el problema de lo que tenía que decirle. ¿ Cómo podría conseguir que alguien creyese la historia que tenía que contar? Mirando a su alrededor mientras conducía, Tavernor supo con media parte de su mente que el espacio entre la superficie de Mnemosyne y el cinturón lunar del planeta hervía de egones, la insustancial materia de la conciencia racial; pero la otra media parte tropezaba con que el concepto resultaba demasiado disparatado para ser aceptado. El había estado allí, a menos que no se tratase de un espejismo. Apartó su mente del problema y de aquella forma de pensar, ya que sólo podía conducirle a la locura.
—Muy bien, Hal — dijo Bethia tras él —. Estoy impresionada. ¿ Es que has estado tomando lecciones de un conductor de carreras?
—No.
—Pues así lo parece; pero como no vayas algo más despacio llegaremos a la Universidad antes de que hayamos podido, hablar algo.
—Por supuesto, Bethia.
Tavernor disminuyó ostensiblemente la marcha.
Habían ya dejado El Centro detrás y entonces se encontraron en la carretera de enlace del sur que se dirigía tierra adentro desde la línea de los acantilados. Tavernor vio un camino secundario delante de él y a la izquierda, se internó un corto trecho y aparcó el coche sobre el césped amarillento, con el morro apuntando hacia el océano.
—Esto no es parte de lo tratado — dijo Bethia con cierta alarma en su voz —. Tengo mucho trabajo que hacer esta tarde.
Bethia vestía una simple túnica verdosa, que le recordaba algo a Tavernor, a sus tres años de edad, excepto que estaba sobre un cuerpo maduro que combinaba la femineidad con un aspecto de soberbia belleza física. Sus cabellos eran como el roble pulido con destellos de castaño y oro, y sus ojos le observaban con un amigable menosprecio que Tavernor encontró desalentador. Se hallaba seguro en su consternación y en sus temores de no ser capaz de convencerla o que tal vez hubiese una traza de orgullo herido en su condición masculina.
—Te ruego que escuches lo que tengo que decirte… pronto estarás en la Universidad, no nos levará mucho rato.
—Bien, veamos de qué se trata.
—Bethia — dijo volviéndose hacia ella, intentando inculcarle la máxima concentración —. ¿Recuerdas a un hombre que se llamaba Mack Tavernor?
Ella apartó la vista inmediatamente.
—¿Por qué me has traído aquí?
—¿Le recuerdas?
—Sí.
—Bien, de eso es de lo que quería hablarte.
Tavernor se sentía totalmente desesperado ante la convicción de que ella le soltaría la carcajada en pleno rostro.
—Veras, yo… — se interrumpió al comprobar que los ojos fascinados de Bethia miraban fijamente a algo que había tras él, algo que sobresalía del mar, allí donde no había más que el cielo vacío. Casi sin querer, Tavernor volvió la cabeza.
Llenando el horizonte hasta el cenit, como la radiante luz metálica de una luna vista a pleno día… y lejos, pero tan inconcebiblemente enorme que atravesaba las diversas capas de nubes… estaba la forma de una espantosa y terrorífica nave de guerra de los pitsicanos.
Hubo unos momentos en que Tavernor pensó que iba a morir.
Su corazón parecía haber dejado de latir por completo, conforme el choque producido estallaba a través del sistema nervioso heredado, y el horizonte pareció girar como si estuviera borracho; después, con un enorme esfuerzo total de todo su ser, recobró el dominio de sí mismo. Se quedó clavado en el asiento y comenzó a respirar lentamente, conforme aquella aparición se movía con lentitud y en absoluto silencio a través del cielo, borrando el sol y desapareciendo después por la altiplanicie del oeste.
—¡Santo Dios! — exclamó angustiada Bethia —. ¿Qué es eso?
—Una nave de guerra de los pitsicanos — farfulló penosamente Tavernor, aunque su mente estaba confusa con mil preguntas.
—¿Cómo podía ser? ¿Dónde estaban las defensas del planeta? Una nave enemiga procedente del espacio exterior y dentro de un año luz de distancia de Mnemosyne se hubiera volatilizado en cuestión de segundos. Mala como era la situación de la guerra, hubiera apostado la vida a: que ningún intruso pudiera haber penetrado el cinturón lunar, a menos que después de meses de intentarlo lo hubiera conseguido no sin dejarse ilotas enteras perdidas en el empeño. Y allí estaba la nave pitsicana atravesando la alta atmósfera con la calma y la tranquilidad con que lo haría en cualquiera de sus propios mundos.
—¿Y qué significa eso?
—Eso es lo que me gustaría saber.
Tavernor miró al norte, hacia El Centro y la Base Militar. Los apiñados rectángulos de los distantes edificios brillaban quietamente a la luz del atardecer, sin que existiera el menor signo de actividad fuera de lo normal. Ningún signo, en absoluto, de cualquier movimiento, incluso en las carreteras y pasajes de servicio. Dio entonces media vuelta a la llave de contacto. Oyó la rotación chirriante de la puesta en marcha del coche, pero sin respuesta del motor del vehículo. En el panel del coche todos los instrumentos aparecían inmóviles. Sintió la urgente necesidad de comprobar la batería del coche; pero una sombría intuición hizo el intento innecesario.
—¡Mira, Hal! — exclamó Bethia estupefacta, más que atemorizada —. ¡Por allí! ¡Hay más!
Mirando hacia arriba, vio la presencia de un número de plateados destellos ea el cielo, a una altura orbital. Después; sus ojos detectaron otro movimiento a niveles más bajos del aire. Estelas de vapor entrecruzadas borraban el azul del cielo visible entre las nubes. Las estelas parecían generadas por el rápido descenso de aquellos puntos plateados, lo que significaba que la gigantesca nave anterior había sembrado el cielo con aparatos de pronto aterrizaje en la superficie. Una invasión, pensó, pero… ¿por qué molestarse? Aquello no se parecía al furtivo ataque en que sus padres habían resultado muertos, y entonces… ¿por qué no bombardear sencillamente el planeta, reducirlo a polvo, irradiarlo o usar cualquier otro de los medios relativamente simples que hubiesen borrado todas las trazas de vida?
—Sal del coche — dijo Tavernor —. Tendremos que caminar.
—¿Caminar? Pero… ¿por qué?
—El coche ya no se moverá más.
Tavernor salió del vehículo y abrió la portezuela para que saliera Bethia.
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