—No me digas que la máquina fax ha sido arreglada…
—¡Ah! Sí.
—¡Cristo! Esto lo muestra — dijo con voz sombría sacudiendo la cabeza —. ¡Lo han hecho ahora!
—¿Qué pasa con ese ahora? — preguntó aprensivamente Tavernor.
—Date prisa con el café.
—¿Es que hay algo nuevo en el desarrollo de la guerra?
Farrell le miró sorprendido, ante la pregunta, y en una extraña forma, casi agradecido.
—¿Vas a tomar parte en ella, eh? Espero que seas capaz de derrotar a los pitsicanos con el Antiguo Testamento…
—¿Están, pues, en esta región?
Farrell vaciló y después se encogió de hombros.
—La situación general es, al parecer; que estamos rodeados por ellos.
—Lo parece, ¿no?
Y Tavernor sintió que su cuerpo comenzaba a temblar de nuevo, lamentando haber dicho algo.
—Se supone que es un secreto; pero el pánico está a punto de desatarse de todas formas… Las últimas semanas intentaron destruirnos con uno de esos enormes proyectiles que tienen. Volaba a 30.000C y hubo que emplear casi todo nuestro potencial translunar para detenerlo.
Farrell se echó hacia atrás en su asiento y sonrió con disgusto.
—¿Cuál es tu análisis de la situación, general?
Tavernor estaba demasiado sorprendido con la noticia para darse cuenta del sarcasmo.
—O saben que el cuartel general del COMSAC está aquí, o que nosotros acabamos de advertirlo.
—Muy bien — aprobó Farrell en un tono que se aproximaba a la amistad; pero la perplejidad de su mirada había aumentado de forma ostensible —. ¿Y cuál será el próximo paso?
—La evacuación en masa. Retirarse a las estrellas próximas a la Tierra.
—Eso llevaría mucho tiempo; pero hay además un factor de complicación. Los pitsicanos han avanzado mucho en la supresión de las emisiones taquiónicas, aunque hemos detectado ecos alrededor de todo el planeta. Las partículas han esparcido la mayor parte de su energía y sus velocidades se aproximan al infinito, por lo que no estamos seguros; pero tiene que haber un cerco de naves pitsicanas que nos rodea por todas partes. Las flotas están ahora en camino, pero les llevará seis días el que lleguen a nuestra frontera, y así, si los pitsicanos están dispuestos … — y Farrell acabó su discurso, como si hubiera perdido súbitamente todo interés en aquella conversación entre padre e hijo.
—Entonces tendremos que salir y buscarlos por nuestra cuenta — dijo Tavernor llenando una taza de café que puso sobre la mesa.
—No podemos salirles al encuentro. A distancias estelares, la única forma útil de verlo es sin taquiones, y si los pitsicanos han aprendido a suprimirlos o absorber las partículas emitidas por nuestras lámparas taquiónicas de radar…
Tavernor se sintió desconcertado, tanto por lo que Farrell estaba diciendo como por lo que implicaba aquello.
—A mí me parece — dijo lentamente — que el COMSAC se está cansando… — y está aterrado.
—¿Es eso lo que piensas, tigre? — repuso Farrell tomando el café a sorbos y apartando la taza con disgusto.
Tavernor comenzó a replicar; pero entonces sus mejillas comenzaron a sonrojarse otro legado de Hal — por alguna extraña ligazón biológica, situándose en desventaja respecto a Farrell. Cuanto más se esforzaba en suprimir el rubor, más enrojecía su rostro. Se dirigió a toda prisa a la cocina, seguido por la risa de Farrell, y después corrió hacia el teléfono de su dormitorio. El número de la Universidad de Cerulea estaba impreso en la memoria de Hal, por lo que lo marcó rápidamente mientras sus mejillas se fueron enfriando. Tras diversas conexiones, una mujer del Departamento de Sicóhistoria le informó que la doctora Bethia Grenoble no estaría en la Universidad hasta la tarde y que seguramente se hallaría leyendo en la biblioteca Eisenhower de El Centro. Tavernor buscó el número y finalmente conectó con Bethia.
—Bethia Grenoble al habla — repuso con voz fría y ligeramente molesta.
—Hola, Bethia — por un instante a Tavernor le pareció extraño que aquella voz de persona adulta correspondiese a la niñita con la que había compartido el dormitorio, pareciéndole que había ocurrido el día antes —. Hola, Bethia, soy Hal.
—¡Oh! ¡Hal! — contestó esta vez con mayor desagrado —. ¿Qué querías?
—Tengo que hablarte. Es muy importante.
Se produjo una larga pausa.
—¿Tiene que ser hoy?
—Sí.
—Bien, ¿de qué se trata?
—No puedo decirlo por teléfono — dijo Tavernor dominando su voz que crecía de excitación hasta convertirse en algo desagradable —. Me, gustaría que vinieses. Tengo que verte.
Bethia suspiró audiblemente.
—Muy bien, Hal. Volveré a la Universidad después del almuerzo. Supongamos que tú llamas a la biblioteca sobre las dos y volvemos en coche, en donde podremos hablar. ¿De acuerdo?
—Me parece estupendo.
Bethia colgó el teléfono antes de que Tavernor tuviese la oportunidad de decir alguna cosa más. Bajó la escalera y encontró, a Farrell sentado en una butaca con las piernas estiradas en la sala de estar, medio dormido y con, una botella de ginebra sobre la, mesa junto a él.
Tavernor tosió.
—¿Vas a utilizar el coche esta tarde?
—¿Por qué?
—Me gustaría que me lo dejaras prestado un rato.
—Bien — dijo Farrell indiferente —. Estréllalo si quieres.
Y en sus ojos apareció una nostálgica mirada, como si quisiera penetrar en el pasado, o en el futuro en que nadie tendría ya que existir.
Era una tarde brillante; peto ligeramente opresiva. Los objetos y los edificios parecían haber adquirido potencialidad, como si brillaran con una luz procedente de ellos mismos y el aire permanecía alborotado. Blancos jirones de nubes arrastrándose por el cielo denunciaban las rápidas corrientes de los vientos a grandes altitudes.
Tavernor conducía cuidadosamente, dejando a sus sentidos manifestarse a rienda suelta. Incluso con la reducida e inferior visión de sus nuevos ojos, estaba viendo a Mnemosyne como nunca la había visto antes. Las percepciones de su cuerpo eran básicamente las mismas que siempre había sentido; pero así y todo, era posible interpretar todas las señales en una forma ligeramente distinta. Particularmente notable era la forma en que ciertos colores, como el verde de una mancha de hierba o el azul helado reflejado del cielo en una ventana, ponían en relación parecidas respuestas emocionales y recuerdos de imágenes de sus recuerdos. La diferencia, según pudo comprobar, se hallaba entre un poeta y un mecánico.
Conforme el coche se aproximaba a El Centro, notó la forma en que la vieja ciudad apenas si se había alterado en veinte años, y como la Base Militar se había expandido en todas direcciones. Su doble valla era visible en varios sitios cerca de la carretera de la costa, bastante antes de llegar a la ciudad. Los anónimos edificios, más allá de las vallas, resplandecían con novedades electrostáticas y sin embargo parecían sobrios al propio tiempo. Tavernor supuso que se trataba de otra manifestación de sus nuevos sentidos.
Llegó a la biblioteca Eisenhower exactamente a las dos, en el preciso momento en que Bethia descendía por la escalinata de acceso, llevando el coche hasta el mismo bordillo de la acera. Ella le dedicó la sombra de una sonrisa, en la cual Tavernor vio como a una chiquilla, y la llamó. Ella le respondió con una voz melodiosa.
—¿Cómo es que llegas a tiempo, Hal, estás enfermo algo?
Tavernor sacudió la cabeza. Estaba descubriendo que el haber heredado los recuerdos de Hal no era lo mismo que saberlo todo respecto a Hal. No había seguridad en la falta de puntualidad, por ejemplo, pero la actitud de Bethia no dejaba duda en la forma en que ella le consideraba. Mientras que lo pensaba, Bethia dio la vuelta al coche hacia la portezuela, la abrió y le hizo un gesto para que dejara el volante.
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