Finalmente, llegó al pie de la escalera y llamó a su madre. No hubo respuesta. Frunció el ceñó mientras consultaba su reloj. Era ya media mañana. Subió corriendo las escaleras con sus largas piernas que pasaban los escalones de cuatro en cuatro. Abriendo la puerta de la habitación a oscuras, se detuvo en el umbral y olfateó el aire con sospecha, mientras una increíble idea parecía tomar forma en su mente. Cuando sus ojos se hubieron adaptado al ambiente sombrío de la alcoba, descubrió los brazos de su madre, pálidos y desmadejados contra, el color más subido de las ropas de la cama. Hal se aproximó a ella y vio el tubo de plástico de sedantes tirado por el suelo. Lo recogió y por el peso se dio cuenta de que estaba vacío.
—¿Madre? — preguntó arrodillándose y encendiendo la luz —. ¿Lissa?
—Hal. . — Su voz parecía provenir de la lejanía —. Déjame dormir, Hal.
—No puedo dejar que mueras.
Los ojos de Lissa se volvieron hacia él; pero estaban inertes, cerrados por el efecto de las drogas.
—¿Morir? Esto es algo… que tú puedes hacer por… La primera vez en tu… — Lissa pareció rendirse ante aquel esfuerzo y sus ojos se cerraron.
Hal se puso en pie.
—Voy a telefonear a papá, en la Base.
—Tu padre está… — El fantasma de una emoción se filtró a través de aquel rostro que había sido una vez tan bello, ahogado entonces en la gordura —. Tu padre no esta…
—Dime, Lissa.
Hal esperó, apretándose los nudillos contra sus piernas temblorosas; pero ella se habla escapado ya de él. La tocó en la frente. Estaba muy fría. Tomó el teléfono, lo puso aparte descolgado y abandonó la habitación. En su dormitorio había otra extensión del teléfono y marcó el número de la oficina de su padre, pero colgó antes de obtener respuesta. ¿Dejar morir a Lissa? ¿Era por su propia voluntad? Ya no habría más luchas sin fin entre ella y su padre, ni más mutua destrucción, como dos reptiles monstruosos enroscados juntos y mirándose fijamente el uno al otro con ojos de curiosidad y de incomprensión; ni más atardeceres de glotonería constante tras las ventanas en sombras, de amargas noches con su padre murmurando que a ella le hubiera complacido el que nunca se hubiera vuelto a otras mujeres…
Se sentó en su buró y comenzó a arreglar una serie de pequeñas tarjetas escritas con su fina caligrafía. Eran notas tomadas para el libro que había comenzado a escribir a principios de aquel año, tras haber abandonado el colegio. El Milagro de la Inspiración, como había titulado ostentosamente el libro, jugaba un doble papel en su vida. Escribiéndolo, parecía ser la mejor aproximación y con todo la más dolorosa evasión a la misión a que se había entregado, y el venderlo podría ser el primer paso hacia su independencia financiera sin la cual no habría existido forma de escapar de su padre.
En el total silencio de la casa, unas diminutas corrientes de aire parecían silbarle en los oídos como las olas de una tormenta sobre la playa y las palabras escritas en las tarjetas eran como extraños símbolos, desprovistos de significado. Respirando profundamente, se forzó a sí mismo a concentrarse, cerrando el paso de la imagen de su madre. Las tarjetas se deslizaron entre sus dedos.
William Blake (1757–1827), poeta inglés y artista. Una de las últimas expresiones finales de Blake, mientras agonizaba, fue la de que la poesía era un don procedente del infinito. Incluso en sus últimos momentos deseaba buscar papel y lápiz y, cuando su esposa le pidió que descansara, gritó: «Pero no es mía… no es mía.»
John Keats (1795–1821), poeta lírico inglés. Dijo, describiendo a Apolo en su tercer libro de Hiperión, que aquello le había llegado por casualidad o por arte de magia (como si alguien me lo hubiera regalado). Admitió que la belleza de la expresión no la había reconocido sino después de que estuviese escrita. Causó profundo asombro, porque parecía que aquel trabajo fuese debido a otra persona.
Viktor Elkan (2142–2238) , matemático marciano y escritor. Dijo de sus módulos de transformación famosos por la taquiónica: «La matemática no es mía. Tampoco pertenece a ningún otro hombre; pero no puedo darle crédito. Las cifras aparecieron tras de mis ojos y las puse por escrito presa de verdadero frenesí. Cuando acabé me encontraba débil y sudoroso, no por el esfuerzo de la creación, sino por mi temor de que los símbolos se me retirasen de la mente antes de haberlos puesto por escrito.
Para futura investigación: Robert Louis Stevenson (y los enanos duendes) afirmó que todo su trabajo creativo lo había hecho para él… Mozart. «No tengo en mi imaginación las partes sucesivamente; pero las oigo como si allí estuvieran todas al mismo tiempo.» Kekule y la molécula del benceno. La concepción instantánea de la escultura de luz de Delgado.
Transcurrió una hora antes de que Hal dejase a un lado las tarjetas y pusiese una hoja de papel en su máquina de escribir. La gran verdad que había planeado extraer de sus investigaciones parecía estar cerca de él más que nunca. Pudo darse cuenta de su proximidad, de su inminencia. Era como una brillante luminaria que surgiera en su espíritu. Sus dedos se movieron rápidamente sobre las teclas de la máquina, mientras una enorme tensión preorgásmica le crecía dentro, jadeando más y más y aumentando de ritmo los latidos de su corazón. Observaba con fascinación como sus dedos se movían por las teclas de la máquina.
—¡Melissa!
Aquel grito de su padre procedente del rellano de la escalera fue para él como una granada que hubiera explotado.
Hal ni siquiera le había oído entrar en la casa. Saltó de la silla, aturdido y lamentando que aquella luz interior se hubiera desvanecido casi al instante. La silla cayó tras él y un segundo más tarde se abría la puerta del dormitorio. Gervaise Farrell entró con su rostro moreno casi negro en algunas partes por la sombra de la barba que el más cuidadoso afeitado no hubiera podido disimular. Sus ojos se detuvieron un momento en Hal y después se alejó.
—¿Dónde está tu madre?
—En cama — repuso Hal con voz pétrea.
Intentó añadir algo más, pero no pudo encontrar las palabras adecuadas y antes de que pudiera hablar, su padre había desaparecido, farfullando palabras obscenas entre dientes. Hal esperó sin moverse. La puerta se abrió de nuevo y esta vez su padre entró deteniéndose junto al buró. Hal se quedó sorprendido de que un torrente de 1agrimas le cayera por las mejillas.
—Está muerta. Tu madre está muerta.
—Papá, yo…
Hal luchó por encontrar palabras adecuadas, pero su garganta rehusaba darles forma. Como siempre, cada vez que tenía un encuentro con su padre bajo una tensión cualquiera, una confusión de vértigo pareció deshacer su poder de pensar, y sintió como sus mejillas se enrojecían. Intentó dominar la situación; pero se empeoró y su cara estaba totalmente enrojecida, de color de escarlata, latiéndole dolorosamente las sienes.
—¿Qué es lo que…? — Su padre se le aproximó más aun —. Tú lo sabes.
—Papá, yo… yo quería,…
—¿Por qué no hiciste algo? ¿Por qué no me llamaste? ¡Haber hecho cualquier cosa! ¡Algo! — Su padre se encaminó rápidamente hacia la puerta y se giró un instante —. Bastardo inútil — dijo con desprecio, como si le escupiera las palabras a la cara. Entonces se marchó cerrando la puerta.
—Ella quería morir… — le gritó Hal, sorprendido ante la discordante infantilidad de su propia voz; pero incapaz de controlarla, como si las palabras se le escaparan —. Ella quería marcharse y alejarse de ti…
Se produjo un largo silencio y Hal empezó a pensar que su padre se había marchado escaleras abajo. Entonces se dio cuenta que la puerta se abría de nuevo lentamente, pulgada a pulgada. Se echó hacia atrás instintivamente.
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