Ahora Halum duerme para siempre bajo una lápida en Manneran, y Noim se ha convertido en un extraño para mí, tal vez hasta en un enemigo mío, y la arena roja de las Tierras Bajas Abrasadas me vuela a la cara mientras escribo estas líneas.
Después que mi hermano Stirron llegó a septarca de Salla yo me fui, como ya sabes, a la provincia de Glin. No diré que huí a Glin, ya que nadie me obligó abiertamente a salir de mi país natal; pero digamos que mi partida fue cuestión de tacto. Salí para evitarle a Stirron el eventual problema de eliminarme, cosa que habría sido un gran peso para su alma. Una sola provincia no puede contener sin peligro a los dos hijos de un septarca difunto.
Elegí a Glin porque era costumbre que los exiliados de Salla fueran a Glin, y también porque la familia de mi madre tenía allí riqueza y poder. Pensé — erróneamente, como lo descubriría después — que podría obtener algún beneficio de ese parentesco.
Me faltaban unas tres lunas para la edad de trece cuando me despedí de Salla. Entre nosotros ése es el umbral de la adultez; había llegado casi a mi estatura actual, aunque era mucho más delgado y mucho menos fuerte de lo que pronto llegaría a ser, y hacía poco que la barba me había empezado a crecer en abundancia. Sabía algo de historia y de gobierno, algo de las artes bélicas, algo del oficio de cazador, y había recibido alguna preparación en la práctica del derecho. Ya me había acostado por lo menos con una docena de muchachas, y tres veces había conocido brevemente las tempestades del amor desdichado. Durante toda mi vida había acatado el Pacto; tenía el alma limpia y estaba en paz con nuestros dioses y con nuestros antepasados. En esa época debo haber parecido, ante mis propios ojos, animoso, arrojado, capaz, honorable y resistente, con todo el mundo por delante como un camino luminoso, y el futuro en mis manos para moldearlo. La perspectiva de treinta años me dice que el joven que partió entonces de Salla era también ingenuo, crédulo, romántico, demasiado serio, y de criterio convencional y torpe: de hecho, un jovencito muy común, que podía haber estado despellejando cachorros marinos en alguna aldea pesquera de no haber tenido la gran suerte de haber nacido príncipe.
Partí a principios de otoño, después de una primavera en que toda Salla había llorado a mi padre y de un verano en que toda Salla había aclamado a mi hermano. La cosecha había sido pobre — algo nada extraño en Salla, donde los campos dan guijarros y piedras con más generosidad que cereal — y Ciudad de Salla estaba atestada de agricultores arruinados que esperaban recibir alguna dádiva del nuevo septarca. Una neblina opaca y calurosa cubría la capital día tras día, y sobre ella se extendían las primeras nubes densas de otoño, que llegaban flotando puntualmente desde el mar oriental. Las calles estaban polvorientas; los árboles, incluso los majestuosos espinos de fuego junto al palacio del septarca, habían empezado temprano a soltar las hojas; los excrementos de los animales de los granjeros obstruían las alcantarillas. Éstos eran malos augurios para Salla, al iniciarse el reinado de un septarca; por eso me pareció sensato partir en esa estación. Ya entonces el buen talante de Stirron comenzaba a desgastarse, y algunos desdichados consejeros de estado habían ido a parar a las mazmorras. Yo todavía era querido en la corte, mimado y halagado, obsequiado con capas de piel y promesas de baronías en las montañas, pero ¿por cuánto, por cuánto tiempo? En ese momento Stirron se sentía culpable porque había heredado el trono y yo no tenía nada, por eso me trataba con suavidad; pero que tras el seco verano viniese un duro invierno de hambre, y quizá los platillos de la balanza se movieran; era muy posible que, envidiándome por estar libre de responsabilidades, se volviese contra mí. Yo había estudiado bien las crónicas de las casas reales; no era la primera vez que esas cosas ocurrían.
Me preparé, entonces, para abandonar el sitio de prisa. Solamente Noim y Halum conocían mis planes. Junté las pocas propiedades que no quería dejar, tales como un anillo de ceremonia legado por mi padre, un jubón de caza favorito, de cuero amarillo, y un amuleto que era un camafeo doble con los retratos de mi hermana vincular y mi hermano vincular; me deshice de todos mis libros, ya que uno puede conseguir más libros dondequiera que vaya, y ni siquiera me llevé la lanza para cazar aves-punzón, mi trofeo del día en que murió mi padre, que colgaba en mi dormitorio del palacio. Tenía a mi nombre una suma de dinero bastante grande, que manipulé de un modo que creí sagaz. Estaba todo depositado en el Banco Real de Salla. Primero transferí el grueso de mis fondos a los seis bancos provinciales menores durante muchos días. Estas nuevas cuentas eran conjuntas con Halum y Noim. Halum procedió entonces a retirar dinero, solicitando que fuera pagado al Banco Comercial y Marítimo de Manneran, para la cuenta de su padre, Sevgord Helalam. Si esta transferencia nuestra era detectada, Halum declararía que su padre había sufrido reveses financieros y había solicitado un préstamo de corta duración. Una vez que mis bienes se hallaron a salvo depositados en Manneran, Halum pidió a su padre que volviera a transferir el dinero, esta vez en una cuenta a mi nombre en el Banco del Pacto, en Glin. De este modo sinuoso llevé mi dinero de Salla a Glin sin despertar las sospechas de nuestros funcionarios de Hacienda, a quienes podía extrañar que un príncipe del reino enviara su patrimonio a la provincia norteña, rival nuestra. El defecto fatal en todo esto, señaló Halum, era que si Hacienda se sorprendía por el flujo de capital a Manneran, interrogaba a Halum y luego hacía averiguaciones sobre su padre, saldría a luz la verdad: que Segvord era próspero y no tenía necesidad del «préstamo»; todo eso habría conducido a más preguntas y, probablemente, a que me descubrieran. Pero mis maniobras pasaron inadvertidas.
Por último me presenté a mi hermano, a pedirle autorización para salir de la capital, como lo exigía la etiqueta cortesana.
Ésta era una cuestión difícil, ya que el honor no me permitía mentirle a Stirron, y sin embargo no me atrevía a decirle la verdad. Primero pasé largas horas con Noim, ensayando mis engaños. Como embustero, yo era un discípulo lento; Noim escupía, maldecía, lloraba, batía las palmas, penetrando de vez en cuando mi guardia con alguna pregunta aguda.
—No naciste para mentiroso — me decía, desalentado.
—No — admitía yo —; uno no nació para mentiroso.
Stirron me recibió en la sala de ceremonias del norte, una habitación oscura y sombría, de ásperas paredes de piedra y angostas ventanas, utilizada principalmente para audiencias con caciques de aldea. No creo que haya querido ofenderme con eso; no era sino el lugar donde se encontraba por casualidad cuando envié a mi caballerizo con el mensaje de que deseaba una entrevista. Eran las últimas horas de la tarde; afuera caía una lluvia grasienta y tenue; en alguna torre lejana del palacio un carillonero instruía a sus aprendices, y a través de las agrietadas paredes llegara el pesado zumbido de las campanadas, escandalosamente erróneas. Stirron vestía formalmente: un voluminoso manto negro de pieles protectoras, apretadas polainas rojas de lana, botas altas de cuero verde. Llevaba colgada al costado la espada del Pacto, sobre el pecho el pesado y reluciente medallón que indicaba su cargo, tenía los dedos cubiertos de anillos de nobleza, y si la memoria no me engaña, alrededor del antebrazo derecho lucía otro emblema de poder. De los símbolos reales sólo faltaba la corona misma. En los últimos tiempos había visto a Stirron así ataviado con bastante frecuencia, en ceremonias y reuniones de Estado, pero encontrarlo tan envuelto en insignias en una tarde común me resultó casi cómico. ¿Tan inseguro estaba que necesitaba cargarse constantemente con esas cosas para asegurarse de que era de veras septarca? ¿Sentía que tenía que impresionar a su hermano menor? ¿O se complacía infantilmente en esos ornamentos por el placer mismo? Fuera como fuese, esto revelaba alguna falla en el carácter de Stirron, alguna necedad interior. Me asombró que me pudiera resultar más divertido que imponente. Quizá el génesis de mi definitiva rebelión resida en ese momento en que, al entrar, vi a Stirron en todo su esplendor, y tuve que esforzarme para contener la risa.
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