Stanislaw Lem - Retorno de las estrellas

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Retorno de las estrellas: краткое содержание, описание и аннотация

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La nave interplanetaria Prometeo llega a la Tierra tras un viaje científico de diez años, aunque por la relatividad, en el planeta han pasado ciento veintisiete. Los supervivientes llegan a un mundo en que se ha implantado la betrización, operación que hace imposible concebir la agresividad. Es una sociedad segura, cómoda, pero en la que han desaparecido las ansias de aventura. El protagonista, Hal Bregg, se siente como un cavernícola en un mundo que no entiende, tras dedicar su vida a algo que al resto de la gente le parece una locura. Compra una casa apartada y se dedica a estudiar y a boxear con su compañero Olaf, hasta que se enamora de su vecina, con la que acaban juntos tras un inicio en que él intenta suicidarse y ella le teme. Cuando descubre que el resto de astronautas se prepara para otra misión, él decide quedarse.

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Los árboles se iluminaron, y aun antes de verla, sentí el olor del agua, el olor del pantano, del cenagal y de hojas mojadas; me quedé inmóvil.

La arboleda rodeaba el lago como una corona oscura. Oí el susurro de los juncos y la crin vegetal; y muy lejos, en la otra orilla, se levantaba como un gigante un macizo de rocas traslúcidas, una montaña medio transparente sobre los planos de la noche. Una luz fantasmal llegaba de los peñascos cortados a pico, muy pálida, azulada; bastiones sobre bastiones de cristal semejante a estaño congelado, abismos…, y aquel coloso rutilante e inverosímil proyectaba su largo y pálido reflejo en las negras aguas del lago.

Permanecí inmóvil extasiado, mientras el viento traía fluidos y tenues sonidos musicales.

Pero al forzar la vista, vislumbré en el gigante pisos y terrazas, y en ese momento comprendí que por segunda vez volvía a tener delante la estación, la gigantesca terminal. Por ella me había extraviado el día anterior y tal vez ahora la miraba desde el fondo del oscuro espacio que tanto me había asombrado, en el mismo sitio donde conociera a Nais.

¿Era todavía arquitectura o ya una ingeniería de las montañas? Debían haber comprendido que al traspasar ciertos límites es preciso renunciar a la simetría, a la forma proporcionada y sólo se puede aprender de lo gigantesco; ¡dóciles alumnos de los planetas!

Seguí la orilla del lago. El coloso casi parecía guiarme con su vuelo inmóvil y centelleante. Sí, desde luego era osado planear semejante estructura y darle el horror de un abismo y la brutalidad y aspereza de las simas y las altas cumbres sin caer en una imitación mecánica, sin perder algo, sin falsear. Volví al muro de árboles. El azul pálido de la terminal se iba ennegreciendo y aún aparecía entre las ramas, pero en seguida quedó oculto tras la espesura. Aparté con ambas manos las zarzas cimbreantes, las espinas se clavaban en mi chaqueta de lana y me arañaban los pantalones, y un rocío sacudido desde arriba cayó como una lluvia sobre mi rostro.

Me metí un par de hojas en la boca y las mastiqué; eran jóvenes, amargas, y por primera vez desde mi regreso pensé que ya no quería, ni buscaba, ni necesitaba nada más, era suficiente caminar a ciegas por la oscuridad de esta susurrante espesura. ¿Fue así como lo había imaginado durante diez años?

Los arbustos se dividieron. Una avenida pequeña y tortuosa. Diminutos guijarros crujían bajo mis pies, despidiendo una luz débil; me gustaba más la oscuridad. Seguí andando, precisamente hacia donde se dibujaba, bajo una estructura pétrea y redonda, una silueta humana. No sabía la procedencia de la luz que la rodeaba. El lugar estaba desierto, con bancos todo alrededor, sillones pequeños, una mesa volcada y una arena más profunda y densa en la que se hundían mis piernas, y cuyo calor sentía pese al frescor de la noche.

Bajo la bóveda, que descansaba sobre columnas rotas y tambaleantes, había una mujer que parecía estar esperándome. Ya veía su rostro y unas trémulas chispas en los pequeños discos de brillantes que cubrían sus orejas, y su vestido blanco, que en la sombra refulgía como la plata. No era posible. ¿Un sueño? Me hallaba escasamente a unas docenas de pasos de ella cuando empezó a cantar. Bajo los árboles ciegos su voz sonaba débil, casi infantil, y yo no comprendía las palabras…, tal vez no había. Tenía la boca entreabierta, como si quisiera beber, y en su expresión no había ninguna señal de esfuerzo, nada que no fuera deleite, como si viese algo que nadie puede ver y le dedicase una canción. Tuve miedo de que me viera y acorté el paso. Ahora ya me encontraba en la franja de la luz que rodeaba la estructura de piedra.

Su voz adquirió más fuerza, invocaba a la oscuridad, inmóvil, con los brazos caídos, como si se hubiera olvidado de sí misma, como si no tuviera nada más que la voz con la que paseaba y en la que se perdía; parecía que iba a expresarlo todo, renunciar a todo y despedirse con la conciencia de que con el último tono lánguido no sólo se extinguiría la canción. Yo no sabía si tal cosa era posible.

Enmudeció, y yo continué oyendo su voz. De improviso oí detrás de mí unos pasos ligeros: una muchacha corría hacia la mujer, seguida de otra persona; bajó los escalones con una risa breve y gutural, pasó a través de la mujer y se alejó corriendo. El hombre que la seguía pasó junto a mí como una silueta negra y ambos desaparecieron. Oí por segunda vez la atractiva risa de la muchacha y me quedé petrificado sobre la arena, sin saber si reír o llorar; la cantante inexistente tarareaba en voz baja. No quería oírla. Volví a la oscuridad con el rostro crispado, como un niño a quien acaban de demostrar la falsedad de un cuento.

Equivalía a una profanación. Me alejé, y su voz continuó persiguiéndome.

Doblé un recodo de la avenida y vi el débil fulgor de los setos vivos; húmedas guirnaldas de hojas colgaban sobre una verja de metal. La abrí. Daba la impresión de que allí había más luz. Los setos terminaban junto a una gran pradera de cuya hierba se levantaban bloques de piedra; uno de éstos se movió, se irguió, y vislumbré las pálidas llamas de dos ojos. Me quedé como petrificado. Era un león.

Se levantó pesadamente, primero sobre las patas delanteras; ahora veía todo su cuerpo, sólo a cinco pasos de mí; tenía una melena rala y sucia. Se enderezó con dos lánguidos movimientos de hombros y, sin el menor ruido, empezó a dirigirse hacia mí.

Yo ya me había repuesto. «Vamos, vamos, no pretendas inspirarme miedo», me dije. No podía ser auténtico; sería un fantasma, como mi cantante, como la gente que había visto junto a los coches negros. Abrió las fauces, en cuya oscuridad centellearon los colmillos, con el ruido de un cerrojo. A un solo paso de distancia, sentí su aliento fétido…

Resopló, salpicándome con gotas de saliva, y sin darme tiempo a horrorizarme, me rozó las caderas con su enorme cabeza, ronroneó, se frotó contra mí, y sentí un estúpido cosquilleo en el pecho…

Me rozaba con la piel gruesa y colgante de la papada. Sin darme apenas cuenta, empecé a empujarle y estirarle de los pelos. El incrementó su ronroneo. A sus espaldas aparecieron los ojos brillantes de otro león, no, de una leona, que le empujó con el hombro. De la garganta del león surgió un gruñido, no un rugido, y trató de alejar a la leona con la pata. Ella no se apartó, y resopló con furia.

«Esto acabará mal», pensé. Iba desarmado, y los leones eran tan auténticos y reales como los que había conocido. Sentía el penetrante olor de sus cuerpos. La leona seguía resoplando y el león desasió de pronto de mis manos su tosca melena, volvió hacia ella su enorme cabeza y rugió; la leona se tendió en el suelo.

«Ahora me largo» les dije sin voz, sólo con los labios. Empecé a retroceder lentamente hacia la verja; el momento no era nada agradable. Pero el león parecía haberse olvidado de mí. Se tendió pesadamente, de nuevo parecido a un bloque de piedra, y la leona se quedó junto a él, empujándole con el hocico.

Cuando hube cerrado la verja tras de mí, tuve que luchar contra el pánico con todas mis fuerzas. Tenía la garganta seca y las rodillas temblorosas. De pronto mi carraspeo se convirtió en una risa demente cuando recordé que le había dicho: «Vamos, vamos, no pretendas inspirarme miedo», firmemente convencido de que se trataba de una ilusión.

Las copas de los árboles se dibujaban en el cielo cada vez con más precisión; amanecía.

Me alegraba no saber cómo saldría del parque, que entretanto se había quedado totalmente vacío. Pasé junto a la estructura redonda donde antes se me apareciera la cantante; en la próxima avenida encontré un robot que recortaba el césped. No sabía nada de un hotel, pero me indicó el camino del siguiente ascensor. Subí un par de pisos y me asombré al salir a una calle del plano inferior, donde volvía a tener el cielo sobre mi cabeza.

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