Stanislaw Lem - Retorno de las estrellas

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Retorno de las estrellas: краткое содержание, описание и аннотация

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La nave interplanetaria Prometeo llega a la Tierra tras un viaje científico de diez años, aunque por la relatividad, en el planeta han pasado ciento veintisiete. Los supervivientes llegan a un mundo en que se ha implantado la betrización, operación que hace imposible concebir la agresividad. Es una sociedad segura, cómoda, pero en la que han desaparecido las ansias de aventura. El protagonista, Hal Bregg, se siente como un cavernícola en un mundo que no entiende, tras dedicar su vida a algo que al resto de la gente le parece una locura. Compra una casa apartada y se dedica a estudiar y a boxear con su compañero Olaf, hasta que se enamora de su vecina, con la que acaban juntos tras un inicio en que él intenta suicidarse y ella le teme. Cuando descubre que el resto de astronautas se prepara para otra misión, él decide quedarse.

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Sobre mi cabeza pasaron las vigas blancuzcas de unas construcciones; en alguna parte de la lejanía, sobre los perfiles negros de los edificios, ondeaban rítmicamente las letras luminosas de un periódico. De pronto la acera entró conmigo en una habitación iluminada y desapareció.

Unos anchos peldaños llevaban hacia abajo, plateados como una cascada silenciosa. La soledad me ponía nervioso; desde que dejara a Nais no había visto una sola persona. La cinta rodante era muy larga. Abajo refulgía una calle muy ancha, a ambos lados se abrían pasajes entre las casas; bajo un árbol de follaje azul — quizá no era un árbol verdadero — vi una pareja, me acerqué y la pasé de largo. Se estaban besando. Me deslicé hacia unos apagados sonidos musicales: algún restaurante nocturno o un bar, al que nada separaba de la calle. Había en él unas cuantas personas. Decidí entrar y preguntar por el hotel. De improviso choqué con todo el cuerpo contra un obstáculo invisible. Era un cristal totalmente transparente. La entrada estaba al lado. Dentro alguien se echó a reír, señalándome a su acompañante. Entré. Un hombre que vestía un jersey negro — parecido a mi chaqueta de punto, pero provisto de un cuello voluminoso — estaba sentado ante una mesa.

Tenía un vaso en las manos y me miraba. Me detuve ante él. La risa se desvaneció de sus labios aún entreabiertos. Me quedé allí, en medio del silencio. Sólo la música seguía sonando, como detrás de una pared. Una mujer emitió un débil y extraño sonido; miré a mi alrededor, a los rostros impasibles, y me marché. Hasta que estuve en la calle no me acordé de que quería preguntar por un hotel.

Entré en un pasaje. Estaba lleno de escaparates: agencias de viaje, tiendas de deportes, maniquíes en diversas posiciones. En realidad no eran escaparates; todo se encontraba en la calle, a ambos lados de la acera elevada, que se deslizaba por el centro. Un par de veces tomé por personas las sombras que se movían en el fondo. Una de ellas — una muñeca casi tan alta como yo, de mejillas abultadas como en una caricatura — tocaba la flauta. La contemplé largo rato. Tocaba con tanta naturalidad que sentí deseos de dirigirle la palabra. Más allá había unas salas de juego donde giraban grandes círculos multicolores, y unos tubos plateados que pendían sueltos bajo el techo, chocaban entre sí con el sonido de unas campanillas de trineo; espejos semejantes a prismas lanzaban destellos. Pero todo estaba vacío. Al final del pasaje brillaba la inscripción AQUÍ HAHAHA. Se desvaneció. Al acercarme, las palabras AQUÍ HAHAHA llamearon de nuevo y volvieron a desaparecer, como disipadas por el viento.

Cuando se encendieron otra vez, vi la entrada. La crucé bajo una cortina de aire caliente.

Dentro había dos de los coches sin ruedas, lucían algunas lámparas, y entre ellas gesticulaban muy animadamente tres hombres, como si se pelearan. Me acerqué a ellos.

— Hola.

Ni siquiera me miraron. Continuaron hablando, tan de prisa que no entendí casi nada.

«Pues bien, resuella, pues bien, resuella», piaba el más bajo, que era barrigudo. En la cabeza llevaba una gorra alta.

— Señores, estoy buscando un hotel. ¿Hay por aquí…?

No me hicieron el menor caso, como si no existiera. Me encolericé. Sin añadir nada más, me planté entre ellos. El siguiente — vi un brillo mortecino en el blanco de sus ojos y sus labios en movimiento — ceceó: «¿Qué? ¿Que resuelle? ¡Resuella tú!» Exactamente como si me hablase a mí.

— ¿Por qué se hacen los sordos? — pregunté. De pronto sonó donde yo estaba, como si saliera de mí, de mi pecho, un grito estridente. «¡Me las pagarás! ¡Y en seguida!» Retrocedí de un salto, y el dueño de aquella voz, el gordo de la gorra, se adelantó. Quise agarrarle por el hombro, pero mis dedos le atravesaron y se cerraron en el aire. Me quedé como alelado, y ellos continuaron hablando. De pronto me pareció que alguien me contemplaba desde la oscuridad que reinaba más arriba de los coches; me acerqué al límite de la luz y vi manchas pálidas, rostros; por lo visto arriba había una especie de terraza.

Deslumbrado, no veía muy bien, pero lo suficiente para comprender el espantoso ridículo en que me había puesto.

Eché a correr como si me persiguieran. La calle siguiente ascendía hacia arriba y terminaba en la cinta rodante. Esperaba que tal vez hubiera allí un infor, y subí por la dorada escalera automática. Llegué a una plaza en cuyo centro había una columna alta y transparente, como de cristal, y algo bailaba en su interior: formas de color púrpura, marrón y lila, que no me recordaban nada; abstracciones vivientes y al mismo tiempo extraordinarias esculturas.

Los colores cambiaban alternativamente, se concentraban, se convertían en una forma cómica; estas transformaciones, aunque carentes de rostros, cabezas, brazos o piernas, tenían una expresión completamente humana. Al poco rato comprendí que el lila se parecía a un fanfarrón — presumido, orgulloso y cobarde a la vez-; cuando se desintegró en un millón de burbujas danzantes, el color pasó al azul. El azul era angelical, modesto, recogido, pero con hipocresía, como si alardeara de sí mismo. No $é el rato que pasé contemplando aquel espectáculo. Jamás había visto nada semejante. Yo era el único espectador; el tráfico de los vehículos negros se intensificó. Ni siquiera sabía si estaban ocupados o vacíos, porque no tenían ventanas. De la plaza redonda se bifurcaban seis calles, unas hacia arriba, otras hacia abajo, y sus perspectivas, con un mosaico de luces de colores, se extendían a lo largo de varios kilómetros. No se veía un infor por ninguna parte. Me sentía ya bastante cansado, y no sólo físicamente; me parecía que no me quedaban fuerzas para más impresiones. Perdí varias veces el sentido de la orientación, aunque no llegué a notar somnolencia; e ignoro cuándo o cómo fui a parar a la gran avenida. En la esquina espacié mis pasos, levanté la cabeza y vi en las nubes el reflejo de la ciudad. Titubeé, porque tenía la sensación de encontrarme bajo tierra. Después seguí andando en un mar de luces inquietas y escaparates carentes de cristales, entre maniquíes que gesticulaban, giraban como peonzas, realizaban enérgicos ejercicios gimnásticos, tendían la mano hacia relucientes objetos e hinchaban algo; no les dirigí una sola mirada. A lo lejos paseaban dos personas; no estaba seguro de que no fueran muñecos, por lo que no quise correr tras ellos. Las casas se separaban y vi una gran inscripción: PARK TERMINAL, y una flecha luminosa de color verde.

La escalera automática empezaba en un pasaje entre las casas y se introducía repentinamente en un túnel plateado. Una especie de pulso dorado palpitaba en las paredes del túnel, como si bajo su máscara de mercurio fluyese realmente un metal precioso; sentí un aliento cálido, todo se extinguió; me encontraba en un pabellón acristalado. Tenía forma de concha, el techo arrugado emitía un verde apenas perceptible, que era la luz de venas muy finas, como la luminiscencia de una única hoja trémula y ampliada. Detrás de ellas había oscuridad y letras diminutas que se deslizaban por el suelo: PARK TERMINAL…, PARK TERMINAL.

Salí. Era realmente un parque. Los árboles susurraban con un sonido prolongado, invisibles en la oscuridad. No sentí nada de viento, que debía soplar mucho más arriba; las voces solemnes y regulares de los árboles me rodeaban como una cúpula invisible. Por primera vez me sentí solo, pero no como entre la muchedumbre; me agradaba. Sin embargo, en el parque debía de haber mucha gente; escuché murmullos, en numerosas ocasiones brilló la mancha de una cara y una vez incluso rocé a alguien al pasar. Las copas de los árboles estaban entrelazadas, por lo que las estrellas sólo podían verse en sus huecos. Recordé que había subido para llegar a este parque; ya en la plaza de los colores danzantes había tenido un cielo sobre mi cabeza, aunque nublado. ¿Cómo era posible, entonces, que ahora, un piso más arriba, viera un cielo estrellado? No podía explicármelo.

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