Robert Silverberg - Sadrac en el horno

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Sadrac en el horno: краткое содержание, описание и аннотация

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Siglo XXI. Un mundo en ruinas gobernado por un viejo y astuto tirano, Genghis II Mao IV Khan. La vida del Khan se mantiene gracias a la habilidad de Sadrac Mordecai, un brillante cirujano negro cuya misión es reemplazar los órganos deteriorados del presidente.
Los más modernos aparatos se utilizan para tres proyectos de gran envergadura, uno de ellos, el proyecto Avatar, tiene por objeto lograr la inmortalidad del viejo líder transfiriendo la mente y la personalidad del Khan a un cuerpo más joven.
Sadrac descubre que ha sido elegido para ese macabro proyecto, pero logra idear con increíble serenidad un peligroso plan para cambiar la faz de la Tierra.
Nombrado para el premio Nebula a la mejor novela en 1976.
Nombrado para el premio Hugo a la mejor novela en 1977.

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Todavía lo usan —le informa Das—. Lo usan mucho ahora, para ahuyentar el espíritu de la descomposición orgánica —se despide de Sadrac con una reverencia, diciéndole una y otra vez lo honrado que se siente por su visita, lo agradable que fue haber escuchado aquellas palabras de esperanza del doctor…

En las siete cuadras que camina para volver al hotel, Sadrac cuenta cuatro cuerpos muertos, y uno a punto de morir.

CAPÍTULO 21

A la mañana siguiente, Sadrac viaja a Jerusalén, el próximo punto de su itinerario. El avión sobrevuela la curva del planeta, la redondez del mundo, y Sadrac lo percibe y se asombra, como ya lo ha hecho otras veces, de su complejidad, su riqueza; un globo que aloja a Atenas y Samarcanda, Lhassa y Rangún, Timbuktu, Benarés, Chartres, Gante, y todas las fascinantes obras de la humanidad que se está extinguiendo, y todas las maravillas naturales, el Gran Cañón, el Amazonas, los Himalaya, el Sahara… tanto, tanto, para una diminuta esfera cósmica, tanta variedad, tanta magnificencia multitudinaria. Y todo a su disposición, hasta que llegue el llamado de Genghis Mao, y deba, entonces, renunciar al mundo y decirle adiós.

Él no es como Bhishma Das, que está preparado para marcharse cuando llegue la orden de partida. Ahora que está libre en medio de toda esta belleza que es el mundo, Sadrac descubre todo lo que le queda por ver, las montañas que no escaló, ríos que no cruzo, vinos que no probó. Él, que se ha salvado del flagelo de la descomposición orgánica, no quiere entregarse a los deseos de inmortalidad de otro hombre. La pasividad que lo caracterizaba a Sadrac lo ha abandonado: ya no acepta el destino que le espera. Bhishma Das le dijo que es optimista, que es un hombre bueno e inteligente cuyo rostro brilla cuando habla del futuro, de un mundo mejor; aunque ése nunca fue el concepto que Sadrac tuvo de sí mismo, la opinión de Das lo hace feliz, como lo hacen feliz las palabras de esperanza que brotaron de sus labios. Lo reconforta el hecho de que lo vean como un hombre de espíritu luminoso, como una fuente de fe y confianza. Se prueba esa imagen y le gusta como le queda. Es algo así como sonreír cuando no se está con ánimo de sonreír, y sentir que la sonrisa se proyecta hacia adentro, desde los músculos faciales hacia el alma: ¿por qué no sonreír, por qué no vivir en la esperanza de una resurrección gloriosa? No cuesta nada y hace más felices a los demás. Y si comprobamos que estamos equivocados, como sin duda lo estaremos, al menos tenemos la recompensa de haber vivido durante un tiempo en una esfera, cálida y pequeña, de luz interior y no en la desesperación húmeda y oscura.

Sin embargo, resulta difícil creer en nuestro optimismo con ciega convicción cuando la amenaza de la muerte cercana ensombrece nuestra vida. Debo hacer algo con el problema del Proyecto Avatar, resuelve Sadrac.

8 de diciembre de 2001.

Así que no tendré que sufrir la descomposición orgánica, después de todo. Hoy recibí la primera dosis de la droga Roncevic. Dicen que si el material genético no muestra rastros del virus en su estado activo antes de la primera inyección, no hay peligro de enfermarse, pero el antídoto no puede hacer nada una vez que el proceso ha entrado en la fase letal. Mi material genético estaba libre de descomposición: estoy fuera de peligro. Siempre supe que me salvaría. Yo no debía morir en a Guerra del Virus, sino resistir, sobrevivir al holocausto general y entraren mi época verdadera y única. Y ésta es mi época. "Vivirá cien años" me dijo Roncevic esta mañana. ¿Qué quiere decir? ¿Cien años más? ¿O cien años en total? Si es así, entonces me quedan veinticinco años solamente. No es suficiente, no es; suficiente.

Pase lo que pase, viviré más años que el pobre Roncevic. A él ya lo atacó la descomposición, que brilla y arde en su vientre. ¡Cómo trabajó para desarrollar su droga, qué deseos de salvarse que tenía! Pero llegó tarde. El virus del su cuerpo entró en actividad demasiado rápido, y ahora Roncevic se va. El se va, yo me quedo: él interpreta el papel de la obra que le corresponde y luego deja el escenario, e tanto que o sigo viviendo, tal vez por cien años más. vitalidad física siempre ha sido extraordinaria. No cabe duda alguna de que mi energía física es superior, porque aquí estoy, tengo más de setenta años, y el vigor de hombre joven. Resistiendo enfermedades, superando fatiga. Dicen que el presidente Mao, cuando ya había pasado los setenta, nadaba en el Yangtzé ocho millas en una hora y cinco minutos. A mí no me interesa nadar, pero sé que si fuera necesario, nadaría diez millas en esos sesenta y cinco minutos. Nadaría veinte.

Se acerca el fin de la primavera en Jerusalén. Es una ciudad fría, más fría de lo que Sadrac esperaba, casi tanto como Ulan Bator, y más pequeña también, demasiado compacta por ser un lugar tan cargado de historia. Sadrac se aloja en el hotel International, un edificio viejo y desvencijado de mediados del siglo XX, extrañamente ubicado en la, cima del monte de los Olivos. Desde su balcón, Sadrac tiene una magnífica vista de la vieja ciudad rodeada de muros. El panorama lo estremece y despierta en él una sensación de temor reverente. Aquellas dos cúpulas grandes y brillantes —según el mapa la dorada es la Cúpula de la Roca, en el asiento del templo de Salomón, y la plateada es la mezquita de el-Aksar— y la formidable muralla almenada, y las antiguas torres de piedra, y la maraña de calles sinuosas, todo le habla de la resignación humana, de la marejada lenta y constante de la historia, del engrandecimiento y la caída de monarcas e imperios. La ciudad de Abraham e Isaac, de David y Salomón, la ciudad qué destruyó Nabucodonosor y reconstruyó Nehemías, la ciudad de los macabeos, de Herodes, la ciudad en que Jesús sufrió y murió y resucitó de entre los muertos, la andad donde Mahoma, en una visión, subió a los cielos, la ciudad de los Cruzados, la ciudad de leyenda, de fantasía, de peregrinos, de conquistas, de ola tras ola de acontecimientos, olas más altas y revueltas que aquellas de Troya, esa pequeña ciudad de bajos edificios de piedra aleonada que se elevan en el profundo valle frente a su balcón, le aseguran que después de la hora apocalíptica llega la resurrección y el resurgimiento, que ningún desastre es eterno. La disposición de animo que logró en compañía de Bhishma Das se prolongó durante todo el viaje, y aún persiste aquí en Jerusalén, una ciudad de luz, una ciudad de alegría verdadera. Sadrac recuerda a sus tías abuelas, Ellie y Hattie, que solían cantar himnos religiosos. al son de las palmas, canciones como…

Hay una estrella en mi camino,
la luz divina de la fe.
Ella señala mi destino:
llegar a ti, Jerusalén.

…y de pronto; vuelve atener seis o siete años, a ser un niño de pantalones azules ceñidos al cuerpo y camisa blanca almidonada. Está de pie entre aquellas dos tías, negras y colosales, vestidas de domingo, y los tres cantan, baten palmas, y Sadrac tararea o inventa las palabras cuando se olvida la letra, ah, sí, sí. ¡Jerusalén, Jerusalén, llévame a Jerusalén, Señor! La tierra prometida, allá lejos, hace tiempo, aquella ciudad de profetas y reyes, Jerusalén ciudad dorada, bendita de miel y de leche. Y aquí está Sadrac, a sus puertas, temblando a la expectativa.

Sadrac toma un taxi. Cuando entra a la ciudad propiamente dicha, atravesando la puerta de San Esteban en dirección a la Vía Dolorosa, el romance y la fantasía de hace un momento comienzan a evaporarse inesperadamente, y Sadrac se pregunta cómo pudo haberse mostrado tan jovial, hablándole a Das de un futuro próspero. Jerusalén es sin duda una ciudad pintoresca, sí —pero decir de una ciudad que es pintoresca es lo mismo que maldecirla—, con sus calles estrechas y empinadas y su antiquísima edificación maciza, sus bazares atestados de gente, colmados de cacharros y vasijas, pescados y frutas, pasteles y corderitos desollados, con sus fragancias de exóticas especies, sus ancianos de mirada penetrante adornados con distintivos beduinos. Pero un viento frío silba a través de las sucias callejuelas, y toda la gente de la ciudad, niños y mendigos, comerciantes y vendedores, mandaderos y albañiles, todos muestran una triste expresión de desesperanza, una mirada quebrantada y hueca, una mirada que no refleja resignación, sino que anticipa el desastre y la derrota: Ya se acercan los asirios, ya se acercan los romanos, ya se acercan los persas, ya se acercan los sarracenos, ya se acercan los turcos, ya se acerca la descomposición orgánica, y con ella la destrucción, y la ruina eterna.

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