—Linda herencia. ¡Que triste! ¿Y el antídoto, doctor? ¿Nos liberaría de esa herencia?
—El antídoto que tienen ahora —dice Sadrac— evita que el virus afecte al cuerpo. Lo neutraliza, lo estabiliza, lo mantiene en estado latente. ¿Entiende?
—Sí, sí, entiendo. ¡Lo congela!
—Algo así. Los que reciben el antídoto deben renovar la dosis cada seis meses, para controlar el virus, para evitar que estalle la descomposición orgánica.
—¿Un poco más de té, doctor?
—Por favor.
—¿Y usted? ¿Recibió el antídoto?
La pregunta lo incomoda a Sadrac. Sin embargo, después de un momento responde:
—Sí.
—Ah. Porque es médico, y a los médicos debemos mantenerlos vivos. Entiendo. Ya me parecía que usted había recibido el antídoto. Hay algo especial en usted, como si no fuera uno de nosotros. Usted no se levanta cada día preguntándose si ése es el día en que su cuerpo comenzará a descomponerse. ¡Ah! Algún día también nosotros recibiremos el antídoto.
—Sí. Algún día. El gobierno hace todo lo posible para aumentar las reservas —la mentira le amarga la boca—. Ojalá pudieran hoy mismo recibir la primera dosis.
—Por mí no importa dice Das sereno—. Soy viejo y siempre gocé de buena salud, y fui muy feliz toda mi vida, aun en los momentos más difíciles. Estoy preparado para enfermarme mañana mismo, pero no quema que sufran mis hijos y los hijos de mis hijos. ¿Qué significado tienen para ellos las guerras del pasado? ¿Por que habrían de padecer muertes horribles por naciones que ya habían caído en el olvido antes que ellos nacieran? Quiero que vivan. Mi familia ha estado en Kenya durante ciento cincuenta años, desde que nos fuimos de Bombay, y nuestra vida aquí fue muy feliz. ¿Por qué habríamos de morirnos ahora? Triste, doctor, triste. Una maldición para la humanidad. ¿Podremos alguna vez erradicar la putrefacción que nosotros mismos creamos?
Sadrac se encoge de hombros. No hay manera de eliminar el nuevo gen asesino del sistema genético, pero, en teoría, un antídoto permanente es posible, un DNA híbrido que puede integrarse a los genes contaminados para absorber y detoxificar el material genético letal. Sadrac ha oído decir que algunos miembros del gobierno están trabajando sobre ese antídoto. Claro que los rumores pueden ser falsos, y que el grupo de investigación sea sólo un mito y que, incluso el mismo antídoto permanente sea sólo un mito.
—Creo que estos últimos veinte años. fueron una depuración que la humanidad tenía que sufrir necesariamente —dice Sadrac— Tal vez haya sido un castigo por las estupideces y tonterías acumuladas. Toda la historia del siglo XX es como una flecha que apunta derecho a la Guerra del Virus y sus consecuencias. Pero creo que sobreviviremos a la prueba.
—¿Y todo volverá a ser como antes?
Sadrac sonríe.
—Espero que no. Si volvemos a donde estábamos antes, todo se repetirá y finalmente terminaremos en el lugar donde estamos ahora, y no creo que sobrevivamos a la próxima versión de la Guerra del Virus. No, pienso que, de las ruinas, construiremos un mundo mejor, más tranquilo, menos ambicioso. Llevará tiempo y no sé bien cómo lo lograremos. Primero sucederán cosas desagradables. Millones de hombres y mujeres padecerán muertes horribles e innecesarias. Pero finalmente, finalmente, el sufrimiento terminará, y no habrá más muertes, y los que queden volverán a mar en un mundo feliz.
—¡qué reconfortante es oír palabras tan optimistas!
—¿Yo soy optimista? Nunca me vi como un optimista. Realista, quizá, pero no optimista. ¡Qué extraño descubrir de pronto que uno es un apóstol de la fe y la buena esperanza!
Los ojos le brillaban. Parecía que estaba viviendo en ese mundo mejor mientras hablaba.
—¿Quiere retractarse de su profecía? No lo haga, por favor. Usted cree que ese mundo mejor llegará.
—Espero que llegue —dice Sadrac con voz grave.
—Usted sabe que sí.
—No estoy seguro. Tal vez parecía seguro hace un momento, pero… —Sadrac menea la cabeza. Trata de recuperar el optimismo de esas palabras tan alentadoras e inesperadas que dijo hace un momento—. Sí —dice—, no me cabe duda de que todo será mejor —ya no habla con tanta naturalidad, pero sin embargo continúa—. La decadencia no será eterna. Podemos vencer a la descomposición orgánica. La reducida población actual podrá vivir más cómodamente en un mundo incapaz de contener a los millones y millones de habitantes que vivían antes de la guerra. una depuración, una prueba de fuego, un castigo necesario por los abusos del pasado, todo en pos de un mundo mejor. El amanecer después de la larga oscuridad.
—¡Ah! ¡Es optimista!
—Tal vez sí. A veces.
—Me gustaría que un hombre como usted fuera el líder de ese mundo nuevo —dice Bhishma Das como embelesado.
Sadrac rechaza la idea:
—No, yo no. Déjeme vivir en ese mundo, sí. Pero no me pida que lo gobierne.
—Cambiara de idea cuando llegue el momento. Le ofrecerán el gobierno, doctor, porque usted es inteligente y bueno, y usted lo aceptará. Porque es inteligente y bueno —Das sirve más té. Esta fe ingenua es conmovedora. Sadrac toma un sorbo de té y, de pronto, se imagina el grito de sorpresa y felicidad de Das Bhishma cuando, dentro de uno o dos años, vea reflejada en la pantalla de su televisor la figura del nuevo presidente del Comité Revolucionario Permanente, y descubra que el rostro del presidente es el rostro negro y de bellos rasgos de aquel médico norteamericano, bueno e inteligente, que una vez visitó su negocio. Sadrac tose y se atora y casi vuelca el té de su tasa. Ese rostro será el rostro del doctor Mordecai, sí, pero la mente alojada detrás de esa mirada cálida y penetrante será la mente fría y oscura de Genghis. Desde que llegó a Nairobi, Sadrac casi ha logrado olvidarse del Proyecto Avatar. Casi.
—Debo irme —dice Sadrac—. Ya es tarde, y usted seguramente quiere cerrar el negocio.
—Quédese un rato más. No hay apuro. Lo invito a cenar a mi casa esta noche.
—Creo que no puedo…
—¿Otro compromiso? ¡Ay, qué lamentable! Prepararíamos un exquisito curry en su honor y abriríamos una botella devino bueno. Algunos amigos íntimos, lo mejor de la comunidad hindú, profesionales, profesores, filósofos. Temas de conversación muy interesantes… ¡ah, sí, sí, sería una noche espléndida, si nos honrara con su presencia!
Una tentación: si no acepta la invitación, cenará solo en el hotel, un extraño en esta extraña ciudad, solitario y en peligro. Pero no, imposible. Uno de esos profesionales de la comunidad hindú le preguntará seguramente dónde vive, qué clase de medicina practica, y tendrá que mentir, lo cual le repugna, o bien tendrá que decir la verdad, que es miembro de la privilegiada élite dictatorial, médico del aterrador Genghis Mao, y todo lo demás. Eso afectará su nueva reputación de benefactor humanitario: su verdadera identidad asqueará a los amigos de Bhishma Das y humillará al mismo Das. Sadrac se lamenta no poder aceptar la invitación con excusas que parecen sinceras. Mientras se dirige a la puerta, Bhishma lo sigue, diciendo:
—Por lo menos acepte un obsequio de mi parte, un recuerdo de esta hora tan agradable —el comerciante recorre los estantes con la mirada, buscando entre las lanzas, los collares de cuentas, las estatuitas de madera, todo aparentemente demasiado crudo, demasiado insignificante, demasiado barato, o demasiado grande, para ofrecérselo a tan distinguido huésped, y por un momento parece que Sadrac se irá sin recibir ningún regalo. Pero, finamente, Das arrebata de una de las repisas un pequeño cuerno de antílope en cuyo vértice hay un orificio taponado con cera. Es un cuerno para ventosas, explica Das, que usaba una tribu de la frontera del sur para echar los dolores y los espíritus malos del cuerpo de los enfermos: se apoya la ventosa sobre la piel, se succiona, se crea un vaco y luego se sella con el tapón de cera. Se lo entrega a Sadrac, diciéndole que es un regalo agro fiado para un médico. Al principio, Sadrac se niega a regirlo por puro convencionalismo, pero después lo acepte gustoso: en su colección no tiene utensilios médicos de África Oriental.
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