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Robert Silverberg: Sadrac en el horno

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Robert Silverberg Sadrac en el horno

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Siglo XXI. Un mundo en ruinas gobernado por un viejo y astuto tirano, Genghis II Mao IV Khan. La vida del Khan se mantiene gracias a la habilidad de Sadrac Mordecai, un brillante cirujano negro cuya misión es reemplazar los órganos deteriorados del presidente. Los más modernos aparatos se utilizan para tres proyectos de gran envergadura, uno de ellos, el proyecto Avatar, tiene por objeto lograr la inmortalidad del viejo líder transfiriendo la mente y la personalidad del Khan a un cuerpo más joven. Sadrac descubre que ha sido elegido para ese macabro proyecto, pero logra idear con increíble serenidad un peligroso plan para cambiar la faz de la Tierra. Nombrado para el premio Nebula a la mejor novela en 1976. Nombrado para el premio Hugo a la mejor novela en 1977.

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Robert Silverberg

Sadrac en el horno

CAPÍTULO 1

Faltan nueve minutos para que amanezca en la gran ciudad de Ulan Bator, capital del mundo reconstituido. Ya hace un rato que el doctor Sadrac Mordecai se despertó. Está acostado en su hamaca, tenso y desvelado. Su mirada sombría no se aparta de la pared, en donde resplandece un círculo verde, la luminosa superficie de la pantalla informativa, que con grandes letras rojas anuncia el nuevo día:

Lunes
14 de mayo
2012

Como de costumbre, el doctor Mordecai no logró dormir más que unas pocas horas. El insomnio no lo ha dejado en paz en todo el año, lo cual ha de ser, seguramente, algún tipo de mensaje que le envía la corteza cerebral, mensaje que aún no ha logrado descifrar. Hoy, por lo menos, tiene una excusa para levantarse temprano, ya que le esperan grandes desafíos y tensiones. Es el médico personal de Genghis II Mao IV Khan, príncipe de los príncipes y presidente de los presidentes, es decir, el soberano de la Tierra. Hoy el anciano Genghis Mao será sometido a un transplante de hígado, el tercero en siete años.

El líder del mundo duerme a menos de veinte metros de distancia de Mordecai, en la habitación contigua. Dictador y médico ocupan aposentos residenciales en el piso setenta y cinco de la Gran Torre del Khan, un soberbio edificio de paredes de ónix, cuya estructura, que se asemeja, a la de un delgado obelisco, se eleva imponente sobre la polvorienta altiplanicie marrón de Mongolia. En este preciso momento, Genghis Mao duerme profundamente; sus ojos permanecen inmorales detrás de los párpados gruesos; la columna, totalmente relajada; la respiración, lenta y regular; el pulso, uniforme; el nivel hormonal asciende normalmente. Mordecai sabe todo esto porque en los brazos, muslos y glúteos lleva varias docenas de diminutos nódulos de percepción, insertados quirúrgicamente, que le proporcionan minuto a minuto información telemetrada sobre los signos vitales de Genghis Mao. Sólo después de un año de preparación intensiva, Mordecai logró aprender a leer la información que proporcionan estos nódulos, las contracciones y vibraciones y ondulaciones e irritaciones, que son los equivalentes analógicos codificados de los procesos físicos vitales del presidente. Ahora, sin embargo, Mordecai no tiene ninguna dificultad en percibir e interpretar la información. Un cosquilleo aquí significa trastornos digestivos, un latido allá significa oliguria, un pinchazo en algún otro lado indica desequilibrio salmo. Para Sadrac es algo así como vivir en dos cuerpos a la vez, fiero ya se ha acostumbrado. De esta manera, la preciosa vida del presidente está protegida por su médico, siempre alerta. Se dice oficialmente que Genghis Mao tiene ochenta y siete años e incluso es posible que sea mayor, pero su cuerpo, un conjunto de transplantes y órganos artificiales, tiene la fuerza y sensibilidad del de un hombre de cincuenta. El deseo del presidente es posponer su muerte hasta tanto no finalice su labor en la Tierra, lo que significa, en otras palabras, no morir nunca.

¡Con qué placidez descansa ahora! Mordecai recorre las lecturas una y otra vez: todos los sistemas autonómicos, el respiratorio, el digestivo, el endocrino, el circulatorio, funcionan a las mil maravillas. Es evidente que Genghis Mao no siente aprensión alguna por la operación a la que será sometido, ya que está acostado, como de costumbre, sobre el lado izquierdo (presión aórtica normal), no está soñando (ojos inmóviles) y emite un suave ronquido (reverberaciones en la caja torácica). Mordecai envidia la calma del presidente, para quien los transplantes son, por supuesto, una historia ya conocida.

En el preciso momento en que amanece, Mordecai sale de la hamaca. se despereza y se dirige, desnudo, hacia el balcón, caminando sobre el frío piso de piedra de su habitación.

Sale al balcón, desde donde puede observar, en el oeste, tonalidades de azul matutino que bañan el aire claro, encrespado y frío. El viento, impetuoso, atraviesa las llanuras: una brisa intensa que se precipita por toda Mongolia desde la Gran Muralla hasta el lago Baikal. Las banderas negras de Genghis Mao en la plaza Sukhe Bator, la principal de la capital, flamean desordenadas en el vaivén del aire, y los tamariscos de flores rosadas agitan sus ramas. Sadrac Mordecai respira profundamente mientras observa el lejano horizonte, como si buscara señales de humo más allá de la China. No aparece ninguna señal, salvo los latidos y hormigueos de los nódulos que entonan el canto de la buena salud, irreprimible por cierto, de su paciente.

Todo descansa allí abajo. La ciudad entera duerme, excepto los que tienen que ir a trabajar. Los mogoles no sufren de insomnio; Mordecai, sí. Pero Mordecai no es mogol. Es un negro, negro como los negros africanos, aunque tampoco es africano. Es delgado, de extremidades alargadas, alto (unos cuantos centímetros de altura), tiene la cabellera espesa y encrespada, ojos grandes, labios carnosos, nariz ancha aunque respingada. En esta tierra, donde habitan individuos vigorosos, de piel dorada, nariz afilada, cabello lacio y brilloso, el doctor Mordecai es una figura conspicua, más conspicua, quizás, de lo que le gustaría ser.

Hoy, como todas las mañanas, Sadrac hace gimnasia, desnudo, en el aire helado del balcón, rutina calisténica con la que empieza su día: flexiona abajo, arriba, abajo, arriba, acompañando con un movimiento rítmico de brazos. Tiene treinta y seis años, y a pesar de que su puesto en el gobierno le garantiza el libre acceso al Antídoto Roncevic, con lo que queda librado de la descomposición orgánica, enfermedad que obsesiona a los dos mil millones de habitantes del mundo, es hora de que comience, seriamente, a tomar medidas para proteger su cuerpo de todo lo que el tiempo puede desentrañar. Mens sana in corpore sano. Sí, Sadrac, sigue con tus flexiones y torsiones, deja que circule el líquido de tus tejidos, deja que el ying compense al yang. Mordecai goza de una salud perfecta y los órganos de su cuerpo son los mismos que tenía cuando emergió de las entrañas de su madre una helada mañana de 1976. Un, dos, un, dos, vamos, sin piedad. A veces, le resulta extraño que Genghis Mao no se despierte con esta gimnasia matutina, vigorosa y violenta. Pero, claro, la corriente de información telemetrada tiene una sola dirección y, mientras Mordecai lleva a cabo sus enérgicos ejercicios en el balcón, el presidente sigue durmiendo plácidamente, ajeno a todo lo que sucede.

Por fin, después de agitarse, transpirar, tiritar, sentirse vivo, abierto y receptivo, sin preocuparse por la prueba quirúrgica que lo aguarda, Mordecai decide que ya se ha entrenado bastante por hoy. Se lava, se viste, toma su desayuno liviano, como de costumbre, y se dispone a emprenderlas tareas rutinarias de la mañana.

Así pues, el doctor hace frente a la Interfaz Tres, a través de la cual entra todas las mañanas a la habitación en donde vive su amo, el Khan: Es una enorme puerta en forma de diamante, que mide dos metros y medio de altura, de cuya superficie de bronce, suave como una seda, sobresalen una docena y media de protuberancias cilíndricas de tres a nueve centímetros de alto. Algunas de ellas son radares y sensores, o audiocircuitos; otras son armas que provocan la muerte ineludiblemente, pero Sadrac no tiene idea de cuál es cuál. Esto es. perfectamente aceptable, ya que lo que hoy cumple la función de radar mañana puede llegara ser un cañón láser. Estos cambios imprevisibles son un ardid de Genghis Mao para confundir a los asesinos desconocidos a quienes tanto teme.

—Sadrac Mordecai para servir al Khan —dice Mordecai con voz firme y clara en lo que probablemente hoy sea el fonocaptor.

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