Robert Silverberg - Sadrac en el horno

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Sadrac en el horno: краткое содержание, описание и аннотация

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Siglo XXI. Un mundo en ruinas gobernado por un viejo y astuto tirano, Genghis II Mao IV Khan. La vida del Khan se mantiene gracias a la habilidad de Sadrac Mordecai, un brillante cirujano negro cuya misión es reemplazar los órganos deteriorados del presidente.
Los más modernos aparatos se utilizan para tres proyectos de gran envergadura, uno de ellos, el proyecto Avatar, tiene por objeto lograr la inmortalidad del viejo líder transfiriendo la mente y la personalidad del Khan a un cuerpo más joven.
Sadrac descubre que ha sido elegido para ese macabro proyecto, pero logra idear con increíble serenidad un peligroso plan para cambiar la faz de la Tierra.
Nombrado para el premio Nebula a la mejor novela en 1976.
Nombrado para el premio Hugo a la mejor novela en 1977.

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¿Pero estamos locos? ¿Estoy loco? Pasé toda la mañana investigando acerca de los síntomas de esquizofrenia, consultando los libros de medicina de Sadrac, aprovechando su ausencia. Aquí tengo un texto que dice que los dos síntomas más comunes de la esquizofrenia son los delirios y alucinaciones. "Un delirio", dice, es una convicción persistente, contraria a la realidad según la percibe la mayoría de la gente, que no se logra disipar con argumentos lógicos. Por lo general se trata de delirios de grandeza o persecución: un individuo puede sostener la convicción de que es Jesucristo o que es perseguido por una organización mundial supersecreta." Yo nunca sostuve la convicción de ser Jesucristo. Estoy convencido, sí, de que soy Genghis II Mao IV Khan. ¿Es eso una convicción delirante? Creo que esta convicción es congruente con la realidad según la percibe la mayoría de la gente. Creo que mi convicción de esta convicción está fundamentada en la realidad. Creo que realmente soy Genghis II Mao IV Khan, y que, por consiguiente, esta convicción no es esquizofrénica, no es delirante. Por otra parte, creo que corro el riesgo de que me asesinen, que hay una conspiración mundial que atenta contra mi vida. ¿Es eso un típico delirio esquizofrénico? Pero Mangú está realmente muerto, alguien lo empujó por una ventana del piso setenta y cinco de un edificio. ¿Acaso imagino la muerte de Mangú? Mangú está realmente muerto. ¿Acaso le doy una interpretación equivocada a la muerte de Mangú? Sé que hay quienes creen que se suicidó. Eso es un delirio. Mangú fue asesinado. Pueden atacarme a mí en cualquier momento, a pesar de mis precauciones. Si mis pensamientos son delirantes, pues acepto mis delirios, delirios que se adecuan a mi posición en la historia. ¡Y si el peligro es real, muy astuto de mi parte haberme protegido con las Interfaces!

Veamos ahora qué dice de las alucinaciones. "Una alucinación es una percepción visual, auditiva, olfativa o táctil que no es real. Las alucinaciones esquizofrénicas toman, por lo general, la forma de voces." ¡Aja! "Las voces pueden atormentar a un paciente ordenándole que salte por una ventana o acusándolo de haber perpetrado crímenes atroces" ¿Qué es esto de ventanas? ¿Es posible que Mangú haya sido esquizoide? No. No. Lo dudo, Mangú no era lo suficientemente inteligente como para ser esquizoide. Yo soy el que escucha voces, y mis voces no dicen locuras. "A veces, la alucinación consiste simplemente en ruidos o palabras aisladas, y otras veces, al paciente le parece oír sus pensamientos. Otras alucinaciones incluyen visiones aterradoras, olores raros o sensaciones físicas extrañas. "

Creo que puede aplicarse a mi caso, y si es así, lo acepto abiertamente. Aquí sigue: "los delirios y alucinaciones no son síntomas exclusivos de la esquizofrenia" dice, "ya que también pueden manifestarse cuando se producen trastornos orgánicos (ejemplo: infecciones de la sustancia cerebral o disminución de la corriente sanguínea que va al cerebro causada por la arterioesclerosis)—. ¿Es ésa la explicación? ¿Quiere decir, entonces que los murmullos del Padre Genghis no son más que un microbio en mi cerebelo? Debería hablar sobre esto con Sadrac, cuando regrese. Él siempre se preocupa por mis arterias, y tal vez quiera hacer otro transplante. Hay que tener en cuenta que todavía conservo algunos de mis vasos sanguíneos originales, y ya están envejeciendo. Tengo… ¿cuánto, ochenta y siete años? ¿Ochenta y nueve, noventa y tres? Sí, quizás noventa y tres. Me cuesta tanto recordar mi edad exacta, pero sé que soy viejo, muy viejo.

¡Soy viejo, Gran Padre Genghis!

El aire de Nairobi es claro, seco y fresco. No es un clima tropical a pesar de que está a sólo un grado aproximadamente del Ecuador, en la misma latitud que el ardiente Cotopaxi y la destruida ciudad de Quito. Por estar en un país de tierras altas y montañosas, la ciudad de Quito también era fresca, pero aquello fue sólo un sueño, una ilusión transtemporal, mientras que ahora Sadrac está realmente, según el concepto general de realidad, en Nairobi.

—Estamos a mucha altura sobre el nivel del mar —le explica el taxista—. Aquí nunca hace demasiado calor —el conductor del taxi, de enormes anteojos ahumados y viejísimo uniforme azul, es un hombre cordial, amable y conversador: pertenece a la tribu de los Kikuyu, dice. Tiene un aspecto saludable, a pesar de que Sadrac pensaba que fuera de Ulan Bator todos padecían de descomposición orgánica—. Hablo seis idiomas anuncia el taxista—: kikuyu, masai, swahili, alemán, francés e inglés. ¿Usted es ingles?

—Norteamericano —dice Sadrac. Le resulta extraño decirlo, pero, ¿qué otra cosa podría responder, que es mogol?

—¿Norteamericano? ¡Ah! ¿Nueva York? ¿Los Ángeles? En una época venían muchos norteamericanos aquí. Antes de la gran muerte, sabe. ¡Los aviones en que venían eran grandes, enormes, siempre venían repletos, ¡Cuantos norteamericanos! Venían a ver los animales, ¿sabe? Se internaban entre la vegetación, con cámaras. Después, nunca más. Hace tanto que no vienen los turistas norteamericanos. Ningún turista —se echa a reír—. Los tiempos cambiaron. Estamos mal, mal. Todos, menos los animales. Los animales la pasan bien. ¡Mire, mire, allí, al costado del camino! Una hiena. Ahí no más, al costado del camino. ¿Ve?

Sí, Sadrac ve: un animal siniestro y desagradable, como un oso pequeño y sin gracia, agazapado al borde de la carretera. El taxista le explica que ahora hay animales salvajes por todas partes, que las avestruces desfilan por las calles principales de Nairobi, que los leones y leopardos buscan sus presas en las granjas de los suburbios, que las gacelas se pasean en manadas enormes y revoltosas por los jardines de la universidad.

—Porque hay muy poca gente —dice el conductor del taxímetro—, y la mayoría está muy enferma. Se practica muy poca caza. La semana pasada un elefante inmenso arrancó un espino frente al hotel New Stanley. Un espino viejísimo, muy famoso. Un elefante inmenso, lógico, como el nivel de población mundial es tan bajo como a comienzos del siglo XIX, los animales han comenzado a reclamar su dominio. Ninguno de ellos ha sufrido las consecuencias de la Guerra, ni los simios más parecidos al hombre: sólo los pobres humanos fueron atacados por el virus de la descomposición.

En el trayecto del aeropuerto a la ciudad, Sadrac ve más animales, dos cebras bellísimas, algunos jabalíes, y un grupo de antílopes zanquilargos y jorobados.

—Esos son gnus —le informa el taxista. Sadrac se deleita ante este despliegue de naturaleza, pero al mismo tiempo una suerte de tristeza lo invade, ya que si los gnús pastan junto a las grandes carreteras y las hierbas crecen en las calles de la ciudad, es porque se aproxima el final de la era del hombre, y Sadrac no está preparado para enfrentarlo.

En realidad, no crecen tantas hierbas en las calles de Nairobi, por lo menos no las hay en el ancho y elegante bulevar por el que el taxi entra a la ciudad. Aquí y allá, arbustos florecidos restallan en belleza natural. En contraste con la monocromática Ulan Bator, Nairobi deleita la mirada con su colorida vegetación: cascadas de buganvilla roja y violeta y anaranjada adornan las paredes; también las plazoletas de la calle están cubiertas por una alfombra espesa y mullida de capullos de bungavilla color lavanda; áloes de espeso follaje pueblan las esquinas como centinelas pensativos. De todos estos árboles y arbustos que colman las calles con acuarelas multicolores, Sadrac sólo reconoce a los jaracandaes y a los hibiscos. El efecto. de todo el conjunto es alegre, chispeante y curiosamente conmovedor. ¿Quién puede sentir desesperación, piensa Sadrac, en un mundo que ofrece tanta belleza? Sin embargo, en el momento mismo de esta alegría trascendental creada por la ciudad florida, luminosa e impecable de Nairobi, surge la negación a esa alegría, puesto que Sadrac también se pregunta cómo es posible que, gozando de plena libertad en este bellísimo mundo, lo hayamos transformado en semejante calamidad. A pesar de todo, esta ciudad que le ofrece tantas maravillas desconocidas, lo colma de placer más que de melancolía.

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