Ninguno de los dos se desviste: Sadrac se baja el cierre del pantalón y Nikki se sube la pollera. Esto no es un acto de amor tierno, de ninguna manera, ni siquiera un despliegue de atletismo sexual, es un acoplamiento salvaje, una unión de carne, desesperada y poco sofisticada. Sadrac desliza los dedos por los muslos de Nikki hasta encontrar y palpar esa ranura secreta, ya humean y caliente, oculta entre sus piernas. Nikki jadea y empuja la pelvis hacia Sadrac, quien la penetra en una embestida ciega y violenta. Apenas tienen lugar para moverse: Nikki se inclina hacia arriba, los pies apuntando el cielo raso, y Sadrac la toma por las nalgas para sostenerla. Los cuerpos se oprimen con frenético vigor. Nikki alcanza el orgasmo casi inmediatamente, entre convulsiones y risitas poco características en ella; después de unos minutos, Sadrac la sigue, entre espasmos nerviosos y descontrolados que le arrancan un grito grotesco y esforzado. Luego en grosera culminación, se hunde, agotado, en los pechos de Nikki, que lo aprieta entre sus manos con paciencia tierna y maternal, como si estuviera dispuesta a tenerlo entre sus brazos durante horas o semanas. AL cabo de dos o tres minutos, sin embargo, él se aparta, aturdido, confundido, sin poder creer lo que acaba de suceder.
Se miran. Sadrac hace un guiño y Nikki le devuelve el gesto. La perturbación se refleja en sus sonrisas débiles y tenues.
Sadrac se pone de pie y Nikki permanece tendida en el piso con las piernas extendidas sobre la alfombra, la pollera plegada le rodea las caderas, la cara le brilla con gotas de sudor, la mirada, enrojecida y divagarte. Sadrac, curiosamente fastidiado, aparta la mirada del cuerpo de Nikki: no es que ese pubis descubierto le parezca repulsivo, pero, por alguna razón que no logra entender, no tiene deseos de merarlo. Tal vez lo asuste el poder que esa caverna oscura y húmeda ejerce sobre él, ese primitivo abismo femenino, irresistible, arrollador. Finalmente, se arregla la ropa, tose como para darse seguridad y se inclina para ayudar a Nikki a levantarse, pero ella lo aparta suavemente y se pone de pie, prescindiendo de la mano de Sadrac. Se miran de rente, él no tiene nada que decir; y Nikki, salvando este momento de tensión, lo toma de la mano, y, con una sonrisa dulce y cariñosa, le sella los labios en un beso suave e inocente, un beso de bocas que se acarician, un beso que, al tiempo que agradece la intensidad de lo que acaba de ocurrir lo cancela en el pasado. Sadrac, entonces, se prepara para irse.
—Sálvate —murmura Nikki—. Nadie puede hacerlo por ti.
—Todavía tengo mucho que analizar.
—Vete, entonces, y piensa. Te amo, Sadrac.
Sadrac sabe que debe responder, pero, a falta de palabras, oprime la mano de Nikki con todas sus fuerzas y se retira.
Todo este último tiempo, Sadrac aseguró que no escaparía. Se lo dijo a Ficifolia, a Horthy, a Nikki, a Katya, a todos los amigos bien intencionados que quieren que trate de salvarse. Sin embargo, decide alearse de Ulan Bator, después de todo.
No se trata exactamente de un intento de huida, ya que Sadrac sigue creyendo que no hay manera alguna de eludir los ojos espías de Genghis Mao. Su intención no es mantener reserva con respecto a su decisión: piensa decírselo incluso al Khan. Lo que hará será algo así como un viaje de placer, unas vacaciones. Lo hará por lo qué le dijo Horthy, que "algunos piensan mejor cuando escapan", y, además, porque Nikki le ha dado algunas ideas, al volver a hablar de la noción de que él y Genghis Mao conforman un solo sistema. No está muy seguro de la utilidad que pueden llegar a tener esas ideas y, por lo tanto, quiere analizarlas en detalle. Tal vez, pueda pensar realmente mejor cuando esté de viaje, y aunque así no fuera, se irá de todas maneras. No ve el momento de que llegue el día de su partida: será un entretenimiento divertido y es probable que también resulte instructivo. La idea lo alegra y le levanta el ánimo. Sadrac el Glorioso, saltando de continente a continente, en lo que tal vez sea la última gran aventura de su vida.
Por la noche, visita a Genghis Mao, quien, cómo siempre, se recupera magníficamente de su última intervención quirúrgica. A pesar de su aspecto febril, de sus mejillas apenas sonrojadas, y del extraño brillo que ilumina sus ojos astutos y pequeños, se lo ve alerta, vigoroso y fuerte. Ha pasado casi todo el día revisando los planes para el espectacular funeral público de Mangú, suspendido a causa del transplante de aorta y luego programado para dentro de diez días. Mientras Sadrac realiza su rápido diagnóstico a través de los métodos acostumbrados, palpación, auscultación y todo lo demás, Genghis Mao revuelve pilas de documentos y, sin prestarle atención al aplicado trabajo de su médico, habla de la gran ocasión con efervescente entusiasmo infantil.
—¡Cinco mil tropas agrupadas en la plaza, Sadrac! Cohetes lanzados en todas las direcciones, escuadrillas aéreas, mil banderas, desfile de seis bandas. Luces, colorido, emoción. El Comité en pleno estará en un palco iluminado por un inmenso reflector de púrpura y oro. El catafalco será arrastrado por trece yeguas salvajes de Mongolia. Habrá pelotones de arqueros lanzando flechas de fuego. Una inmensa hoguera en el lugar exacto donde cayó Mangú. Equipos de atletas que… —el Khan se detiene—. Supongo que no está buscando nada nuevo para intervenirme, ¿verdad? No quiero más operaciones ahora. El funeral no puede ser suspendido por segunda vez.
—No veo por qué habrían de suspenderlo, señor.
—Bien. Bien. Será un acontecimiento que pasará a la historia. Cuando muera una figura importante, hablarán de ofrecerle un funeral "tan majestuoso como el de Mangú—. Usted estará en el palco sentado a mi derecha, Sadrac. Es una especie de honor que le hago, y todos lo sabrán.
Sadrac respira hondo. Puede llegar a tener problemas.
—Con su permiso, señor, creo que no voy a estar en Ulan Bator el día del funeral.
Las cejas imperiales se. elevan en un gesto de asombro, pero casi inmediatamente recuperan su posición natural.
—¿Cómo dice? —pregunta Genghis Mao finalmente.
—Quiero salir de viaje una temporada —le explica Sadrac—. Tuve mucho trabajo últimamente y estoy agotado.
—Es cierto. Se lo ve pálido —acota el Khan indiferente.
—Muy tenso. Muy cansado.
—Sí. Pobre Sadrac, tan dedicado que es.
—Usted ha recuperado las fuerzas después del transplante de hígado, señor. No necesitará atención intensiva y, además, yo podría volver de inmediato a Ulan Bator en caso de emergencia.
Los ojos húmedos del presidente lo estudian con calma. Lo extraño es que el anuncio de Sadrac parece no haber perturbado a Genghis Mao, actitud que, de alguna manera, resulta alarmante. Sadrac no quiere ser indispensable, dado todas las responsabilidades que eso supone, pero, por otra parte, desea que el Khan lo considere una persona indispensable, ya que eso es lo único que puede salvarlo.
—¿Adónde irá? —pregunta Genghis Mao.
—Aún no lo he decidido.
—Ni siquiera tiene una idea.
—Ni siquiera tengo una idea. Todo lo que sé es que me alejaré de Ulan Bator.
—Entiendo. ¿Y por cuánto tiempo?
—Unas pocas semanas. Un mes, a lo sumo.
—Me parecerá extraño no tenerlo a mi lado.
—¿quiere decir que tengo su permiso, señor?
—Lo tiene, desde luego —una sonrisa serena se dibuja en el rostro de Genghis Mao, como si se sintiera reconfortado por su propia bondad. Un cambio súbito e inesperado, sin embargo, le oscurece la expresión, le frunce el ceño y le ilumina la mirada con brillo tenso y preocupado. ¿Acaso ha recapacitado? Sí—. Pero, ¿qué pasa si me enfermo? ¿Un ataque? ¿El corazón? ¿El estómago?
Читать дальше