Robert Silverberg - Sadrac en el horno

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Sadrac en el horno: краткое содержание, описание и аннотация

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Siglo XXI. Un mundo en ruinas gobernado por un viejo y astuto tirano, Genghis II Mao IV Khan. La vida del Khan se mantiene gracias a la habilidad de Sadrac Mordecai, un brillante cirujano negro cuya misión es reemplazar los órganos deteriorados del presidente.
Los más modernos aparatos se utilizan para tres proyectos de gran envergadura, uno de ellos, el proyecto Avatar, tiene por objeto lograr la inmortalidad del viejo líder transfiriendo la mente y la personalidad del Khan a un cuerpo más joven.
Sadrac descubre que ha sido elegido para ese macabro proyecto, pero logra idear con increíble serenidad un peligroso plan para cambiar la faz de la Tierra.
Nombrado para el premio Nebula a la mejor novela en 1976.
Nombrado para el premio Hugo a la mejor novela en 1977.

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—No me interesa saberlo.

—Entonces me odias.

—No. Simplemente no me importa tu remordimiento. —¿Y mi amor?

—¿Tal como es?

—Tal como es.

—No sé —dice Sadrac— No tengo ganas de pensar en cosas que me compliquen más de la que estoy.

—¿Qué harás, Sadrac?

—¿Qué quieres decir con "que harás"?

—No te quedarás en Ulan Bator, supongo.

—Todos me dicen que me escape.

—Sí.

—No tendría sentido.

—Podrías salvarte —le dice la doctora Crowfoot.

Sadrac menea la cabeza.

—Imposible todo el planeta está vigilado, Nikki. Observa el Vector de Vigilancia Uno durante quince minutos, y te darás cuenta de lo que digo. Ya lo sabes. Tú misma me dijiste que es imposible escapar. Hay un localizador para cada individuo. Además, si desaparezco tu proyecto volvería a arruinarse.

—¡Ay, Sadrac!

—En serio. Yo soy el hombre clave, ¿no es cierto? —No seas idiota.

—Tendrían que buscar otro donante y, entonces, tendrías que volver a recalibrar todo otra vez y tú…

—Basta. Por favor.

—Está bien —dice Sadrac—, pero, de todas maneras, es inútil tratar de escapar del Khan.

—Ni siquiera lo intentarás.

—Ni siquiera lo intentaré.

Nikki lo mira tranquila y en silencio durante unos cuantos minutos al cabo de los cuales dice:

—Pienso que lo que dices debería tranquilizarme.

—¿Por qué?

—Si tú no asumes la responsabilidad de salvarte, entonces yo no tengo que sentirme responsable por lo… por…

—¿Por lo que me sucederá si me quedo aquí?

—Sí.

Tienes razón. No tienes por qué sentirte culpable. Ya me han prevenido lo suficiente y yo decido, por propia voluntad, quedarme y aceptar mi destino. Estás absuelta, Nikki, y libre de culpa.

—¿Lo dices con ironía?

—No precisamente.

—Nunca me doy cuenta cuando hablas con ironía. —Esta vez no.

Una vez más, sus miradas se encuentran, extrañas y penetrantes. Sadrac siente aún esa misteriosa excitación sexual, ese deseo grotesco y fuera de lugar. Sabe que si se acerca a ella y la abraza hasta caer en el piso alfombrado de esta oficina, entre el escritorio y los ficheros, harán el amor, sí, aquí, ahora, en la oficina de la doctora Crowfoot, y será el ultimo acto de amor enloquecido y frenético. Luego piensa en Eis y los demás miembros del laboratorio, que corren de un lado a otro, detrás de esa puerta cerrada, ocupados con sus computadoras y sus chimpancés, haciendo transferencias simuladas de la persona de Genghis Mao a la corteza física de Sadrac Mordecai. Este pensamiento sofoca apenas la pasión que lo invade, pero sólo apenas.

Nikki echa a reír.

—¿Qué es lo que te causa gracia? —pregunta Sadrac. —¿Te acuerdas —dice Nikki— de la vez que hablamos sobre el concepto de que tú y Genghis Mao eran un sólo sistema de vida, una unidad de procedimiento de datos autocorrectiva? Fue antes de que sucediera todo esto. Mangú estaba vivo aún, creo. Yo decía que el mazo y el formón y la piedra eran aspectos del escultor, o para ser más precisa, que el escultor y sus herramientas y materiales forman en conjunto una única entidad de pensamiento y acción, una sola persona, y que tú y Genghis Mao…

—Sí. Me acuerdo.

—Ahora se ajustará más aún a la realidad, ¿no es así? En su sentido más literal. Me parece una horrible ironía. Tu sistema nervioso y el de él entrelazados, unidos, indivisibles. Cuando hablamos aquella vez, tú me decías que no, que no era una analogía verdadera, que Genghis Mao podía enviarte información a ti pero no tu a él, de manera que hay una limitación en la corriente de información, un límite que separa a los dos individuos. Eso cambiará ahora. Resultará imposible decir dónde termina uno y dónde empieza el otro.

Pero aun aquella vez, yo intentaba explicarte que no habías captado la idea, que el mármol no puede diseñar la escultura pero, sin embargo, es parte de todo el sistema involucrado en la realización de la escultura, y que aunque tú no puedas transmitirle información metabólica a Genghis Mao eres parte de todo el sistema que constituye Genghis Mao. Hay interacción, hay una relación de realimentación que los une, hay… — Nikki detiene de pronto este veloz torrente de palabras. En un tono de voz completamente distinto dice—: ¿Ay, Sadrac, por qué no quieres esconderte?

—Ya te lo dije. Es inútil. Ya lo repetí hasta el cansancio, pero parece que no me quieren creer.

Sadrac piensa en su persona como parte de todo el sistema que constituye Genghis Mao. Analiza las analogías.

No cabe duda de que sus sensores y sus nódulos lo unen al Khan de una manera muy especial, pero él no es ni más ni menos importante para el sistema que constituye Genghis Mao que lo es el trozo de mármol de Miguel Ángel para todo el sistema involucrado en la realización de la estatua. Si Miguel Angel hubiera considerado que un trozo de mármol dejaba de ser necesario para el sistema, lo hubiera descartado y hubiera introducido otro.

Nikki tiembla.

—Si tú no tratas de salvarte —le dice—, entonces nadie podrá hacer nada por ti.

Una vez que el y Genghis Mao compartan el mismo cuerpo, serán verdaderamente una unidad integrada de procesamiento de datos. Desde luego, una unidad semejante necesitará una sola biocomputadora, un cerebro, una mente, un individuo, y ese individuo no será Sadrac Mordecai. —Ya lo sé —dice Sadrac— Eso ya lo hablamos. Yo soy el único responsable.

—¿No te importa?

—Tal vez no. Ya no. No sé.

—Sadrac…

Nikki hace un gesto de acercamiento, un gesto tentativo, tal vez erótico, o tal vez simplemente sea un gesto de ayuda a un hombre cuya vida está al borde del colapso. Sadrac se echa hacia atrás. Un muro invisible los separa, una barrera impermeable de palabras y temores y dudas y titubeos y culpas. Pero a Sadrac no le importa, se refugia detrás de ese muro. Sin embargo, la atracción sexual perdura, esa línea rígida e incandescente de tensión erótica, una línea que los une, que atraviesa la barrera, la perfora, la quema, la res quebraja hasta hacerla desaparecer. Sadrac ama a Nikki, odia, la desea, la detesta. Hace un ademán tentativo de acercamiento, pero se detiene. Parecen dos adolescentes inseguros de ellos mismos, una inseguridad absurda, llenos de prejuicios, jugándose tretas ridículas, acercándose con ímpetu y luego retrocediendo nerviosos. Los dos sonríen tensos. Los dos están perfectamente conscientes de los súbitos cambios de equilibrio que ocurren dentro de ellos y entre ellos. Es como si fueran viajeros a bordo de un vapor qué navega en un mar de aguas turbulentas y agitadas. Están atrapados en un diminuto camarote, donde un cofre de metal macizo se desliza de un lado a otro con el vaivén convulsiva de las olas, estrellándose contra la pared, amenazando con golpearlos si no logran esquivarlo mientras se balancea a sus pies. Hay una suerte de comicidad innegable en esta situación, pero el peligro existe y no es de ninguna manera divertido. ¿Cuánto tiempo más podrán resistir? El cofre es tan pesado, el mar está tan embravecido el camarote, es tan pequeño, ellos ya están agotados…

De pronto se abrazan, se fusionan uno con el otro, bocas, que se buscan, dedos que se entierran en la carne. Sadrac está aterrado por el poder de esa fuerza ciega e irracional que se ha descargado sobre él y que él ha descargado.

—No —murmura. Sin embargo se aferra a las ropas de Nikki, la abraza apasionado, busca la plenitud de sus pechos. por debajo del delantal tan poco erótico.

—No —dice Nikki en un quejido, aparentemente tan aterrorizada como Sadrac. Sin embargo, ninguno de los dos resiste. Se tambalean de una manera casi cómica, se balancean, hasta caer en el piso alfombrado, entre el escritorio y los ficheros.

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