Y así, Sadrac Mordecai pasea por esta ciudad africana amada del sol y las flores, en un taxi viejo y lento que lo lleva a su hotel, el Hilton, un lugar cavernoso y añejo donde probablemente sea el único huésped. El personal del hotel lo trata con extraordinaria deferencia, como si fuera un príncipe que ha venido de visita a Nairobi. De alguna manera, lo es para esta gente, que sabe que Sadrac vive en la capital y que maja con un pasaporte del CRP, por lo cual deben pensar, seguramente, que está sentado a la diestra de Genghis Mao, lo que de hecho es verdad, aunque no está en absoluto vinculado con el gobierno en sí. No obstante, aun la gente que no ha visto su pasaporte se dirige a él como si fuera alguien superior. El trato que recibe le recuerda algo que muchas veces olvida: que es un hombre de mucha presencia y dignidad, un hombre capaz, seguro de sí mismo y de aspecto atractivo, que irradia una aureola que impulsa a los demás a tratarlo con amabilidad. Viviendo a la sombra de Genghis Mao, es difícil recordar que uno es una persona, una persona considerable y no una simple extensión del presidente. Nairobi, vuelve a confirmárselo.
Media hora después de registrarse en el hotel, Sadrac sale a caminar por la ciudad y hace otro descubrimiento de algo que es obviamente natural: todos los habitantes de Nairobi son negros. Casi todos, bueno. Hay unos pocos comerciantes chinos, un par de indios, algunos blancos de edad ya avanzada, pero son las excepciones, y resaltan con la misma notoriedad que él en Ulan Bator. ¿Por qué habría de sorprenderse por las, caras negras que ve en este lugar? Esto es África, y en África la gente es negra, como lo era en Filadelfia donde vivió su infancia: los blancos muy pocas veces se atrevían a ir a su vecindario, y siempre pensaba, o al menos lo pensaba cuando era muy pequeño, que el ghetto era el mundo, que los negros eran la norma y que esas criaturas de caras rosadas, ojos azules y cabellos lacios y sueltos, que se veían de tanto en tanto, eran seres raros y extravagantes como las jirafas que aparecían en su libro de lectura. Pero esto no es el ghetto. Esto es una nación, un universo, en donde los policías y los maestros y los delegados de Comité dos bomberos son negros, los ingenieros de la planta de fusión son negros, los neurocirujanos y los optometristas son negros, negros de pies a cabeza. Hermanos y hermanas por todas partes, y, sin embargo, Sadrac está alejado de ellos, no siente el parentesco, sino que se sorprende ante la universalidad de la raza negra. Lo que ocurre, es, posiblemente, que habiendo vivido tanto tiempo en Mongolia como parte de esa amalgama políglota y multirracial que rodea a Genghis Mao, ha perdido en cierta medida su identidad racial. Por otra parte, el hecho de vivir entre millones de mogoles ha creado en él la sensación de ser un observador, un extraño, lo cual lo aliena aun entre los de su propia especie, si es que se puede decir que esta gente que habla el swahili, que vive entre avestruces y leopardos, gente de sangre puramente negra, son hombres y mujeres de su misma especie.
Hay algo más que Sadrac descubre, algo que es también obvio: Nairobi no es solamente espléndidos bulevares, aire claro y vibrante, glorietas de buganvilla e hibiscos. Este lugar, por encantador que sea, es también parte de la Sala de Traumas, y Sadrac no necesita alejarse mucho de las inmediaciones del hotel para encontrar a las víctimas del flagelo mundial, que vagan por las calles de la ciudad. Todas ellas ofrecen un panorama de las distintas fases de la enfermedad; en algunos individuos sólo se reflejan los primeros síntomas de deterioro físico, caras pálidas y paso lento; otros se estremecen de dolor, inclinándose aturdidos, y algunos, ya al borde de la muerte, con sus rostros con manchas de sudor brillante, se tambalean vomitando torrentes de sangre, y caminan en órbitas solitarias, sólo Dios sabe por qué, luchando con incomprensible determinación para llegara algún destino inalcanzable antes del desenlace final. A veces se detienen y clavan los ojos en Sadrac, como si supieran que es inmune y esperaran de él una dádiva de fortaleza, una especie de infusión carismática que les proporcione esa inmunidad, que cure sus lesiones y reintegre sus cuerpos. Sin embargo, no hay nada de reproche ni de envidia en esos ojos perdidos: es una mirada serena, inalterable y persistente, como la del ganado en las praderas, una mirada insondable, pero que no amenaza, que no nos carga de culpa por su muerte.
Al principio, Sadrac no puede enfrentar esa mirada continua. Hace mucho tiempo le enseñaron que un médico no debe sentirse culpable ante un paciente por gozar de buena salud, pero este caso es distinto: estos individuos no son sus pacientes, y él goza de buena salud sólo porque sus conexiones políticas le dan acceso a una protección de la que ellos no pueden gozar. A Sadrac le interesa indagar todo lo que se relacione con la descomposición orgánica; y, cada vez que se le presenta la oportunidad, analiza las características de esta enfermedad, el gran fenómeno médico de esta era, como lo fue en su momento la Peste Negra, la plaga más terrible de la historia, pero ni su interés ni la frialdad que, por ser médico, lo caracteriza, le bastan para mirar a estos individuos de frente. De tanto en tanto los mira de reojo hasta que se da cuenta de que sus sentimientos de culpa carecen de significado para estas débiles ruinas humanas a quienes no les importa si Sadrac los mira o no. Ya no les importa nada. Se están muriendo, aquí mismo, en la vía pública, presas de un mal que les quema las entrañas y les nubla la mente: ¿Qué importancia tiene la mirada de un extraño? Sadrac enfrenta, entonces, esos ojos extraviados. Barreras invisibles lo separan de esas víctimas.
Luego, las barreras desaparecen. Sadrac se aparta momentáneamente de la procesión de enfermos, para investigar la vidriera de un negocio de curiosidades: grotescos tallados en maderas, tambores de piel de cebra, ceniceros de pata de elefante, escudos y lanzas de Masa¡, todo tipo de artículos regionales producidos en serie para los turistas que ya han dejado de venir. De pronto, un golpe fuerte y doloroso en el codo lo hace girar. Sadrac se pone en guardia. ¿Quién fue? Un anciano enjuto, pálido, harapiento, cadavérico, de cabellos canos, se tambalea a su lado emitiendo un ronquido grave y profundo.
Un caso en la etapa terminal: los ojos turbios y manchados, el vientre distendido. La enfermedad perfora de a poco el tejido epitelial, llagando indiscriminadamente todo cuanto encuentra a su paso. Los más afortunados son aquellos cuyos órganos vitales se ulceran rápido, pero son los menos. Han pasado dieciocho años desde que la Guerra del Virus lanzó a la humanidad en manos de la descomposición orgánica. Sadrac leyó que muchos de los que fueron atacados por la enfermedad en los primeros anos de su difusión; todavía están esperando el final. Este hombre parece ser uno de ellos, pero su aspecto indica que no tendrá que esperar mucho más. Todos los mecanismos internos de su organismo deben estar quemados y corroídos, una masa de agujeros unidos por debites jirones de carne. La próxima erosión, cualquiera sea el lugar que afecte, seguramente será fatal.
El anciano quiere llamar la atención de Sadrac, pero no logra mantenerse en equilibrio y ubicarse en el lugar exacto.
Como un robot oxidado, se encamina hacia Sadrac entre convulsiones y sacudidas, pero pasa de largo; luego se detiene, acciona los cambios internos, gira con un bamboleo de brazos flojos y débiles, vuelve atrás para un nuevo intento. Finalmente, en una embestida desesperada, alcanza el brazo de Sadrac, apoya la mano, y permanece en esa posición meciéndose suavemente.
Sadrac no lo aparta de su lado. ¿Cómo habría de negarle su apoyo a esta criatura desfigurada, si eso es lo único que puede hacer por ella?
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