Robert Silverberg - Sadrac en el horno

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Sadrac en el horno: краткое содержание, описание и аннотация

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Siglo XXI. Un mundo en ruinas gobernado por un viejo y astuto tirano, Genghis II Mao IV Khan. La vida del Khan se mantiene gracias a la habilidad de Sadrac Mordecai, un brillante cirujano negro cuya misión es reemplazar los órganos deteriorados del presidente.
Los más modernos aparatos se utilizan para tres proyectos de gran envergadura, uno de ellos, el proyecto Avatar, tiene por objeto lograr la inmortalidad del viejo líder transfiriendo la mente y la personalidad del Khan a un cuerpo más joven.
Sadrac descubre que ha sido elegido para ese macabro proyecto, pero logra idear con increíble serenidad un peligroso plan para cambiar la faz de la Tierra.
Nombrado para el premio Nebula a la mejor novela en 1976.
Nombrado para el premio Hugo a la mejor novela en 1977.

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—¿Pero no es que toda esta ciudad es tierra santa? —pregunta Sadrac mientras toma el solideo.

—Sí, la ciudad entera es santa. Los árabes tienen su barrio, los coptos, los griegos ortodoxos, los armenios, los sirios cristianos, todos, pero éste es nuestro barrio. ¿No conoce el Muro? —es imposible dejar de advertir las mayúsculas en su voz.

—El muro —dice Sadrac, dirigiendo la mirada a los inmensos bloques de piedra y luego a su mapa—. Ah, desde luego. ¿Usted se refiere al Muro de las Lamentaciones? No me había dado cuenta…

—El muro Occidental lo llamábamos después de la reconquista de 1967, cuando ya no hubo más lamentaciones. Ahora se ha vuelto a llamar el Muro de las Lamentaciones, aunque yo no creo mucho en las lamentaciones, aun en tiempos como éstos —el hombrecito sonríe—. Cualquiera sea su nombre, para nosotros, los judíos, es lo santo de los santos. Lo último que queda del Templo —otra vez la mayúscula.

—¿El Templo de Salomón?

—No, ése no. Los babilonios destruyeron el Primer Templo hace dos mil setecientos años. Ésta es la muralla del Segundo Templo, el Templo de Herodes, derribado por las tropas romanas de Tito. El Muro es lo único que los romanos dejaron en pie. Lo veneramos porque para nosotros es un símbolo no sólo de persecución, sino también de resignación y supervivencia. ¿Es la primera vez que viene a Jerusalén?

—Sí.

—¿Norteamericano?

—Sí —responde Sadrac.

—Yo también, podría decirse. Mi padre me trajo aquí cuando tenía siete años, a un kibbutz en Galilea. Después de la proclamación del Estado de Israel en 1948. Luché en el Sinaí en 1967, en la Guerra de los Seis Días, y después de la victoria estuve aquí para rezar en el Muro. Desde entonces, viví siempre en Jerusalén. Y para mí el Muro sigue siendo el centro del mundo. Vengo aquí todos los días. Aunque ya no exista el Estado de Israel, aunque ya no existan más Estados, aunque mis sueños… —se detiene—. Perdóneme, hablo demasiado. ¿Le gustaría rezar en el Muro?

—Pero yo no soy judío —dice Sadrac.

—¿Qué importa? Venga conmigo. ¿Es cristiano?

—No precisamente.

—¿No profesa ninguna religión?

—Ninguna religión oficial. Pero me gustaría ir al Muro.

—Vamos, entonces —a pasos agigantadas, atraviesan la plaza el pequeño anciano y el apuesto joven. De pronto, el acompañante de Sadrac dice:

—Yo soy Mesach Yakov.

—¿Mesach?

—Sí, es un nombre de la Biblia, del Libro de Daniel. Mesach fue uno de los tres judíos que desafió a Nabucodonosor cuando el rey les ordenó…

—¡Lo sé! —interrumpe Sadrac riendo— ¡Lo sé! —Sadrac desborda de alegría. Es un momento delicioso—. No necesita contarme la historia. ¡Yo soy Sadrac!

—¿Perdón?

—Sadrac. Sadrac Mordecai. Ése es mi nombre.

—Su nombre —dice Mesach Yakov, también entre risas—. Sadrac. Sadrac Mordecai. Es un hermoso nombre. Podría ser un bello nombre israelí. ¿Con ese nombre no es judío?

—No, no tengo, sangre judía, pero supongo que si me convirtiera, no necesitaría cambiarme el nombre.

—No, no. Un hermoso nombre judío. ¡Shalom, Sadrac!

—¡Shalom, Mesach!

Los dos ríen juntos. Parece una función de variedades, piensa Sadrac. Aquel policía tan misterioso, ¿no será Abdenego? Al llegar frente al Muro, dejan de reírse. Los enormes bloques dañados por el tiempo parecen antiquísimos, tan antiguos como las Pirámides, tan antiguos como el Arca. Mesach Yakov cierra los ojos, se inclina hacia adelante y, a manera de saludo, toca el Muro con la frente. Luego lo mira a Sadrac.

—¿Cómo rezo? —pregunta Sadrac.

—¿Cómo? ¿Cómo? ¡Rece como quiera! ¡Hable con el Señor! Dígale cosas. Pregúntele cosas. ¿Acaso tengo que enseñarle a un adulto cómo rezar? ¿Qué le puedo decir? Sólo esto: es mejor agradecer que pedir. Si puede. Si puede.

Sadrac afirma con la cabeza y se inclina frente al Muro. Tiene la mente vacía. Tiene el alma vacía. Lo mira a Mesach Yakov. El israelí se mece suavemente hacia adelante y hacia atrás con los ojos cerrados, murmurando en hebreo, según supone Sadrac. Los labios de Sadrac, en cambio, permanecen inmóviles: no puede pensar en plegarias, sino en los niños descarriados, en la descomposición orgánica, en esos rostros huecos y desesperanzados de la Vía Dolorosa, en los carteles de Mangú y de Genghis Mao. Este viaje ha sido un fracaso. No ha aprendido nada. No ha logrado nada. Podría volverse mañana mismo a Ulan Bator y enfrentar lo que tarde o temprano tendrá que enfrentar, pero apenas termina de elaborar estos pensamientos, los rechaza. ¿Qué ocurrió con aquel súbito torrente de o tomismo mientras bebía té en compañía de Bhishma Das? ¿qué ocurrió con aquel momento de alegría, de cálida identificación que experimentó al oír por primera vez el nombre de Mesach Yakov? ¿Acaso no ha asimilado nada de la fuerza de estos dos ancianos, del hindú y del judío, de estos dos hombres de alma tan vigorosa, que soportan el peso de la catástrofe mundial con tanta paciencia y constancia?

Permanece de pie frente al Muro un largo rato, escuchando el silencio que en su cuerpo crea la ausencia de las señales de Genghis Mao, y decide que aún no es momento de regresar a Ulan Bator. Seguirá su camino. Completará el itinerario que había planeado.

Respira hondo y, de manera tal que Mesach Yakov lo escuche, dice:

—Gracias, Señor, por haber hecho este mundo y por haberme dejado vivir en él hasta hoy. —Es mejor agradecer que pedir. Sin embargo no está prohibido pedir—. Y déjame vivir en él un poco más, Señor —pide Sadrac para sus adentros—. Y enséñame cómo puedo ayudar para que el mundo sea lo que tu querías que fuera —esta plegaria le parece tonta, cursi, ingenua. Sin embargo, no es una plegaria despreciable, no es despreciable. Si tuviera la oportunidad de volver a vivir este momento, no la cambiaría, pero tampoco estaría dispuesto a confesarle a nadie lo que ha rezado.

Una vez concluidas las plegarias, Mesach Yakov lo invita a Sadrac a cenar, y Sadrac, que finalmente lamentó haber rechazado la invitación de Bhishma Das, acepta. Yakov vive en la parte moderna de Jerusalén, al Oeste de la ciudad vieja, pasando el edificio del parlamento y la universidad, en la cima de una altísima colina descampada. La casa de departamentos, una de las veinte y tantas que conforman todo un complejo construido, como toda la parte nueva de Jerusalén, a fines del siglo XXI, conserva un aspecto lustroso y cristalino, aunque no deja de mostrar señales de deterioro: ventanas sucias e incluso rotas, puertas desvencijadas, balcones manchados de herrumbre, ascensores que crujen y rechinan. Ya casi no vive nadie aquí, le explica Yakov. A medida que la población disminuye los servicios empeoran, la gente se aleja de estos suburbios, que antes eran los lugares preferidos, para vivir más cerca del centro de la ciudad, pero él ha vivido aquí durante cuarenta años, dice con orgullo, y piensa vivir otros cuarenta, hasta el fin de sus días.

El departamento de Yakov es pequeño. Está muy bien mantenido y decorado con unos pocos muebles antiguos de muy buen gusto.

—Mi hermana Rebeca —dice—. Mis nietos, Joseph y Leah —Yakóv les presenta a Sadrac, y cuando oyen su nombre festejan la coincidencia con alegres carcajadas, la estrecha asociación bíblica. La hermana tiene unos setenta años, Joseph dieciocho aproximadamente, Leah doce o trece. En la pared hay retratos de marcos negros: la esposa de Yakov, supone Sadrac, y tres niños mayorcitos, todos víctimas de la descomposición orgánica probablemente. Yakov no dice nada, Sadrac no pregunta.

—¿Usted es judío? —pregunta Leah.

Sadrac sonríe y niega con la cabeza.

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