—Hay judíos negros —dice la niña—. Yo lo sé. Incluso hay judíos chinos.
—Genghis Mao es judío —dice Joseph, y echa a reír con ganas. Pero se ríe solo. Yakov lo mira severo; la hermana de Yakov está escandalizada, Leah incómoda. Aun Sadrac se siente aturdido por la súbita intrusión de ese extraño nombre en este hogar tan controlado y sereno.
—No hables tonterías —le dice Yakov a su nieto en tono enérgico.
—No quise decir nada malo —protesta Joseph.
—Cierra la boca entonces —dice Yakov enojado, y luego, dirigiéndose a Sadrac dice—: En esta casa no somos grandes admiradores del presidente, pero preferiría no tocar esos temas. Me disculpó por la pavada que dijo mi nieto.
—No es nada —dice Sadrac.
—¿Por qué tiene un nombre judío? —pregunta Leah.
—Entre mi gente era costumbre tomar nombres de la Biblia —responde Sadrac— Mi padre era pastor, él lo sugirió. Tengo un tío llamado Absalon. Tenía. Y primos llamados Salomón y Saúl.
—Pero su apellido —insiste la niña—. Eso es lo que quiero decir. Es judío también. Una vez hubo un famoso rabino llamado Mordecai en Alemania, hace mucho tiempo. Me lo dijeron en la escuela. ¿Quiere decir que los negros tomaban también los apellidos de la Biblia?
—No, los apellidos nos los dieron nuestros dueños. Tal vez mi familia haya tenido un dueño que se llamaba Mordecai.
—¿Dueño?
—Cuando eran esclavos —murmura Joseph en tono áspero.
—¿Ustedes también fueron esclavos? —pregunta la niña—. No lo sabía. Nosotros fuimos esclavos en Egipto, sabe. Hace miles de años.
Sadrac sonríe.
—Nosotros fuimos esclavos en América y no hace tantos años.
—¿Y tenían un dueño judío? No puedo creer que un judío tuviera esclavos. ¡Nunca!
Sadrac trata de explicar que ese dueño llamado Mordecai, si es que alguna vez existo, no tiene por qué haber sido judío, o que pudo muy bien haberlo sido, ya que ni aun los judíos dejaban de tener esclavos en la época de la colonia. Es evidente que Mesach Yakov no se siente del todo cómodo con esta conversación, porque de pronto interrumpe el diálogo para preguntarle a su hermana cuánto falta para la cena. Cambia de tema tan abruptamente que los niños quedan con las palabras cortadas a flor de labios.
—Faltan quince minutos —responde la hermana, que se dirige e a la cocina.
Como obedeciendo a una tácita advertencia de dejar al huésped en paz, Joseph y Leah se retiran a un sota y se ponen a conversar; da una manera albo rígida y extraña, de cosas de la escuela: Joseph está enojado, porque el día del funeral de Mangú se ha declarado feriado mundial, lo cual lo privará de ir a una excursión al Mar Muerto. Leah hace referencia a un comentario hecho por el presidente del CRP de Jerusalén sobre la importancia de rendir homenaje al difunto virrey. Al oír esto, Rebeca da un gritito burlón y hace una brusca acotación acerca de la inteligencia y la cordura de ese funcionario de gobierno, y pronto todo se degenera en una ruidosa e incomprensible discusión sobre cuestiones políticas locales, que une a los cuatro Yakovs en un combate feroz y bilingüe. AL principio, Mesach trata de explicarle a Sadrac algo acerca del elenco de personajes y ubicarlo en tema, pero a medida que la disputa continua, se enreda tanto en ella que no puede seguir con sus comentarios aclaratorios. Sadrac, desconcertado y entretenido al mismo tiempo, mira cómo discuten estas personas tan expresivas y enérgicas hasta que la llegada de la cena indica el fin del debate. No tiene idea de cuál era el tema de discusión —cree que hablaban del reemplazo de un árabe cristiano por un musulmán en el concejo local, pero le alegra ver este despliegue de energía y de convicciones tan determinantes. En Ulan Bator, tan vigilada y controlada, nunca ha presenciado semejante oposición de opiniones. Pero tal vez la vigilancia no tenga nada que ver, tal vez sea sólo por que ha mudo tanto tiempo fuera del marco familiar que se ha olvidado cómo es una verdadera conversación.
A Sadrac le preocupa la cena: ¿tendrá que usar el solideo para comer? ¿Hay alguna otra costumbre que él no conoce? Pero, afortunadamente, no surge ningún problema. Ni Mesach ni su nieto se cubren la cabeza con el solideo; nadie reza antes de empezar a comer, sólo Mesach y su hermana hacen un momento de silencio; la comida es abundante y suculenta, y Sadrac no observa ningún tipo de costumbre dietética en la mesa de los Yakov. Una vez terminada la cena, Joseph y Leah se retiran a sus habitaciones a estudiar, y Sadrac, abrigado por las bondades de un vino tinto israelí y un brandy fuerte, queda en compañía del viejo Yakov, estudiando mapas de los alrededores, porque durante la cena se han puesto de acuerdo en hacer una excursión mañana a la mañana. Visitarán la ciudad vieja, desde luego, las torres e iglesias y mercado, la supuesta tumba de Absalón en el valle del Cedrón y la tumba de David en el. Monte Sión, y el museo arqueológico el museo nacional y…
—Un momento —dice Sadrac— ¿Todo esto en un día?
—Dos días, entonces —dice Mesach.
—Aun así, ¿cree usted que podremos ver tanto en tan poco tiempo?
—¿Por qué no? Usted es un hombre saludable. Creo que puede seguir mi ritmo —el anciano estalla en carcajadas.
Unos días más tarde, Sadrac está en Estambul. Aquí está solo, sin guía, caminando confundido por esta intrincada ciudad de distintos relieves, deseando encontrar a un Mesach Yakov o a un Bhishma Das, pero no aparece nadie que pueda ayudarlo. El mapa que le dieron en el hotel no le sirve, porque indica el nombre de muy pocas calles, y cada vez que se aleja de un bulevar termina perdido en un laberinto de callejuelas anónimas. El turismo ha muerto en Estambul después de la Guerra del Virus, y los taxistas no hablan otra cosa que turco, y sólo entienden las instrucciones evidentes: "Santa Sofía", "Santa Teodosia", pero cuando Sadrac quiere ir a visitar el antiguo muro bizantino en las afueras de la ciudad, no encuentra manera de hacérselo entender al taxista, y finalmente, como último recurso, le pide que lo lleve a la mezquita de Kariya, en las afueras de la ciudad, y de ahí caminará hasta el primer muro que encuentre. Tendrá que jugar a las adivinanzas, ya que no sabe exactamente en donde queda el muro que busca.
Estambul es una ciudad arenosa, sucia, arcaica, extraña e irritante. Sadrac está fascinado por la mezcla de estilos arquitectónicos, los opulentos palacios otomanos y las gloriosas mezquitas coronadas de alminares y las casas de madera del siglo XVIII y las inmensas avenidas del siglo XX y los deteriorados fragmentos de la vieja Constantinopla que sobresalen de la tierra como dientes rotos, restos de acueductos y cisternas y basílicas y estadios. Este lugar, sin embargo, es demasiado caótico para él. A pesar de su poderosa atracción histórica, de su pasado tan rico y complejo, esta ciudad le resulta deprimente y repulsiva.
Además, Sadrac no puede soportar semejante densidad humana, ya que aún ahora hay mas de un millón de habitantes en este lugar. Como en todas partes, la tragedia de, la descomposición orgánica se hace visible en toda su magnitud, un sin fin de niños vagabundos, algunos no más de tres o cuatro años, se apiñan en las calles como animalitos desesperados, y en todos los rincones se ven policías al acecho, caminando de a dos. Sadrac sabe que lo vigilan a él. No, no es paranoia, lo persiguen a él. Genghis Mao, no muy conforme por haberle dado piedra libre a su médico para que salga a vagar por el mundo, lo mantiene bajo control, de manera que, cuando al Khan se le ocurra, lo pueden llevar de vuelta a Ulan Bator. Sadrac no pensó en desaparecer, en ningún momento —por el contrario, volver a Ulan Bator constituye un factor esencial para llevar a cabo el plan de acción que está preparando, aunque todavía no sabe cuándo será el momento apropiado para regresar—, pero la idea de que lo estén espiando no le atrae en absoluto. Después de dos días en Estambul, un paseo a la ligera que solo le permitió ver las atracciones turísticas más conocidas, vuela a Roma, donde permanece una semana.
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