Se aloja en un antiguo hotel, suntuoso y decadente, a unas pocas cuadras de las Termas de Diocleciano. También en Roma hay una gran densidad de habitantes y el ritmo urbano es enérgico y frenético, pero por alguna razón esta ciudad no soporta muchas heridas de la Guerra del Virus y de toda la pesadilla que siguió a la guerra. Sadrac logra relajarse en este, lugar, y tranquilizarse en un agradable ritmo de vida mediterráneo pasea por las espléndidas calles, saborea aperitivos en los cafés de las aceras, se deleita hasta hastiarse con pastas y vino blanco en trattorias alejadas del centro, y todos los traumas de la Bala de Traumas se vuelven insignificantes. Es cierto que ésta es una Ciudad Eterna capaz de absorber los daños más fuertes de todos los tiempos, y de no abandonar nunca su resistencia. ¿Los monumentos imperiales? Desde luego, cómo iba a dejar de verlos; el Arco de Tito, símbolo de invasión romana a Jerusalén, los templos y palacios del Capitolino y Palatino, la magnífica maraña que es el Foro, la ruina encantada del Coliseo. Visita la basílica de San Pedro, y al mirar hacia el Vaticano recuerda la voz burlona y agitada de Genghis Mao cuando le ofreció elegirlo Papa. Visita la Capilla Sixtina, la colección Etrusca en Villa Giulia, la galería Borghese, y una docena de iglesias más, las mejores iglesias barrocas. A medida que descubre las infinitas antigüedades de Roma, Sadrac siente que sus energías aumentan en lugar de flaquear. Lo curioso es que no responde con intensa alegría a los famosos monumentos clásicos, sino a aquellos viejos edificios de color gris, altos y angostos que ve en Trastevere y en el barrio judío. ¿Son acaso los mismos edificios de la época del Cesar, edificios que una vez fueron mansiones y que ahora son conventillos? ¿Es posible que aún estén habitados, después de dos mil años? ¿Por qué no? Los antiguos romanos sabían construir edificios de seis pisos de alto y aún más altos, y los hacían de material muy resistente. No hubiera sido difícil, a pesar de los saqueos, de los incendios y de las revoluciones. mantener estos edificios intactos, reconstruirlos, volver a revocarlos, enmendar lo viejo y renovarlo, retocarlo y restaurarlo constantemente. Es probable, por lo tanto, que estas torres grises hayan alojado alguna vez a los súbditos de Calígula, y Tiberio, y un agradable escalofrío lo estremece a Sadrac, al pensar que estos edificios han estado continuamente habitados a través de los siglos. Pensándolo bien, sin embargo, es posible que no haya sido así, recapacita Sadrac, porque no hay nada de uso cotidiano que pueda durar tanto tiempo. Lo más probable es que sean edificios del siglo XII, o del XIV, o aun del XVII. Si, son viejos, pero no son tan antiguos, aunque lo serían si se tiene en cuenta el concepto de que todo lo que antedata a la llegada de Genghis Mao, que haya sobrevivido alas penurias de la Guerra del Virus, al mundo prediluviano, es antiguo.
Desearía quedarse en Roma para siempre. Es una lástima, piensa Sadrac, que lo de nombrarlo Papa fuera una broma. Después de una semana, sin embargo, decide seguir viaje: es demasiado agradable este lugar, demasiado tranquilo. Además, la otra noche, una noche cálida y húmeda, mientras saboreaba un Strega en su café favorito, advirtió a dos policías sentados en una mesa del café de enfrente, que lo único que hacían era mirarlo, no conversaban ni bebían. ¿Acaso lo están cercando, están ajustando las redes? ¿Acaso lo atraparán mañana o pasado y le dirán que debe volver a Ulan Bator,? Compra un pasaje a Londres, lo cancela a último momento, y sube a bordo de un avión que lo llevará a California, en el otro extremo del mundo.
En un abrir y cerrar de ojos está en San Francisco, una ciudad de juguete, blanca y delicada, elevada sobre formidables colmas y ceñida por una bahía rutílame. Sadrac nunca había estado aquí antes, y se sorprende al descubrir que San Francisco, como Jerusalén, es una ciudad pequeña. ¿Por qué siempre espera que las ciudades famosas sean gigantescas? Tan pequeña es San Francisco, que si se la trasladara a Roma, a Nairobi, o a la despareja y frenética Estambul, se esfumaría por completo. También el clima frío es sorprendente. Sadrac siempre pensó que California era un lugar de piscinas y palmeras, de partidos de fútbol bajo el cálido sol de espléndidas tardes de enero, pero la California de sus sueños probablemente este en otra parte, más al sur, en Los Ángeles: en el mes de junio, la ciudad de San Francisco tiene esa atmósfera triste de fines de invierno, cargada de neblinas grises y espesas, y vientos intensos y penetrantes. Aun al atardecer, cuando la niebla se consume y la ciudad se ilumina de luz brillante bajo un cielo límpido y claro, el aire conserva todavía el frío de la brisa marina, y Sadrac se acurruca en su chaqueta de verano, muy poco apropiada para este clima.
Aquí no hay palacios antiguos, ni gacelas y avestruces salvajes, ni muros medievales ni iglesias barrocas. Pero sí hay, en cambio, calles elegantes de casas victorianas, desde inmensas mansiones hasta bungalows de madera, todas ellas decoradas con adornos de voluta y cornisas y frisos y capiteles y aun con vidrios de colores. Casi todos los edificios están perfectamente conservados, todos han sobrevivido a los incendios, terremotos, rebeliones, a la guerra bioquímica, y a la decadencia de toda esta nación americana. Hay árboles y arbustos por todas partes, casi todos florecidos: esta ciudad, fría o no, se parece mucho a Nairobi en el colorido de sus flores. Sadrac se deleita mirando los árboles que arden con retoños colorados, y los gigantescos pinos y los cipreses que el aire ondula y modela con el viento, y las laderas de las colinas ocultas bajo fragantes arboledas de eucaliptos. Un día de sol generoso, Sadrac sale a caminar, atraviesa la ciudad desde la bahía hasta el mar, y, alejándose de esa exuberante vegetación de ensueño, se retira a la playa. De pie a orillas del Pacifico, contempla absorto el horizonte. A miles de kilómetros al Noroeste, en la lejana Mongolia, Genghis Mao acaba de despertarse y se dispone a cumplir con su gimnasia matutina. Sadrac piensa en las funciones renales del Khan, en el ritmo del pulso, en los niveles de fosfato y calcio, en el equilibrio endocrino, y en los miles y millones de datos que estaba tan acostumbrado a recibir. Advierte que ha comenzado a echar de menos la transmisión que le enviaba el cuerpo de. Genghis Mao. Extraña ese desafío cotidiano de mantener en funcionamiento los mecanismos internos de Genghis Mao, indómitos pero cada vez más vulnerables. Y aun es probable que eche de menos al mismo Genghis Mao. ¡Qué extraño, qué sombrío, qué misterioso! ¡Ah, las obligaciones hipocráticas!
¿Cómo está el Khan? El Khan sigue viviendo y prosperando a juzgar por el diario que compra Sadrac, —es la primera vez que se digna a leer un diario desde que salió de maje— repleto de fotografías del funeral de Mangú, celebrado la semana pasada con pompa y majestuosidad faraónica. Aquí está Genghis Mao, cabalgando en la inmensa procesión. Aquí está otra vez, dando su benévola bendición a los millones de súbditos agolpados en la plaza Sukhe Bator. (¿Millones? Bueno, eso es lo que dice. Miles, más bien.) Y otra vez, y otra vez, el Khan haciendo esto, el Khan haciendo aquello, el Khan combinando los restos de energía de este destrozado planeta en un despliegue de dolor mundial. Sadrac descubre que la ciudad de Ulan Bator ahora se llamará Altar Mangú, —Mangú Dorado". Para Sadrac, todo esto es ridículo y excesivo, pero supone que —ya se acostumbrará al nuevo nombre. El otro nombre, que significa "Héroe Rojo", ya era obsoleto desde la caída de la República Popular en 1995, y todos estos años Genghis Mao tenía en mente cambiar el nombre de la capital por otro más adecuado. Bueno, Altar Mangú, está bien, decide Sadrac:, un ruido en lugar de otro ruido.
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