Hal Clement - Misión de gravedad

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Misión de gravedad: краткое содержание, описание и аннотация

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El planeta Mesklin es grande y muy denso. La gravedad en su superficie varía enormemente desde 3 g en el ecuador hasta 700 g en los polos. Los océanos son de metano líquido y la nieve es amoniaco congelado. En estas condiciones de pesadilla viven los mesklinitas, quienes han desarrollado una cultura y una sociedad perfectamente acorde con las condiciones de su entorno. Barlemann, un osado marinero mesklinita, acepta emprender un viaje imposible para salvar una costosa sonda terrestre averiada en el polo del planeta. Para los mesklinitas el viaje constituye una maravillosa oportunidad de descubrir la ciencia y avanzar en el camino del conocimiento, fuerza motríz que les guía a través de numerosas aventuras.

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La criatura tenía boca y una especie de cráneo pero éste se encontraba aplastado bajo su propio peso. Los restos, sin embargo, bastaban para corregir las conjeturas de Lackland en cuanto a sus hábitos alimenticios: con aquellos dientes, sólo podía ser carnívora. Al principio, el hombre no los reconoció como dientes; solo el hecho de que estuvieran situados en un lugar donde no podían ser costillas le reveló la verdad.

— Estás a salvo, Barlennan — dijo al fin —. A esta criatura no se le ocurriría atacarte. Una nave como la tuya no merecería el esfuerzo, por lo que a su apetito concierne. Dudo que le interesara nada que fuera inferior a cien veces el tamaño del Bree.

— Debe de haber mucha carne nadando en los mares profundos — repuso reflexivamente el mesklinita—, pero no creo que le sirva de mucho a nadie.

— Así es. Por cierto, ¿qué quisiste decir al hablar de mares permanentes? ¿Qué otros mares hay?

— Me refería a las zonas que ya son océano antes del comienzo de las tormentas invernales. El nivel del mar sube a principios de primavera, al final de las tormentas, que han llenado los lechos oceánicos durante el invierno. El resto del año, éstos bajan de nuevo de nivel. Aquí, en el Borde, donde las líneas costeras son tan abruptas, no hay mucha diferencia; pero en los lugares donde el peso es normal, la línea costera puede oscilar de trescientos a tres mil kilómetros entre primavera y otoño.

Lackland soltó un silbido.

— Barl, voy a salir de esta caja de hojalata. Estoy deseando tomar muestras de tejido de una criatura de Mesklin desde que descubrimos que existían, pero no podía arrancártela a ti. ¿La carne de esta criatura habrá cambiado mucho desde que murió? Supongo que tendrás una idea.

— Aún sería comestible para nosotros, aunque, por lo que me has dicho, tú no podrías digerirla. La carne se vuelve venenosa al cabo de varios cientos de días, a menos que la seques o la conserves de otra manera, y durante ese tiempo el sabor cambia gradualmente. Si quieres, tomaré una muestra.

Sin esperar respuesta ni mirar a su alrededor para asegurarse de que ninguno de sus tripulantes hubiera ido en esa dirección, Barlennan se lanzó desde el techo del tanque hacia la vasta mole. Calculó mal y sobrevoló el enorme cuerpo; por un instante, sintió un retortijón de pánico, pero logró dominarse antes de aterrizar al otro lado. Saltó de nuevo, calculando mejor esta vez, y aguardó mientras Lackland abría la portezuela del vehículo para salir. El tanque no tenía cámara de presión; el hombre, que seguía llevando puesta la escafandra, había permitido la entrada de la atmósfera mesklinita en el tanque después de ajustarse el casco. Un tenue remolino de cristales blancos lo siguió afuera: hielo y bióxido de carbono, producidos por el aire terrestre del interior al congelarse en la cruda temperatura de Mesklin. Barlennan no tenía sentido del olfato, pero sintió una quemazón en los poros respiratorios cuando lo alcanzó una vaharada de oxígeno que le hizo dar un salto atrás. Lackland comprendió por qué y pidió disculpas por no haberle advertido.

— No pasa nada — respondió el capitán —. Tendría que haberlo previsto. Tuve la misma sensación una vez, cuando saliste de la Colina donde vives, y ya me habías dicho que el oxígeno que respiráis es diferente de nuestro hidrógeno… ¿Recuerdas? Cuando estaba aprendiendo tu idioma.

— Supongo que sí. De todas formas, no puedo esperar que una persona que está habituada a otro mundo y otra atmósfera lo tenga presente todo el tiempo. Fue culpa mía.

Se diría que no has sufrido daño alguno; sin embargo, mis escasos conocimientos de la química biológica de Mesklin no me permitían saber qué efecto tendría. Por eso quiero muestras de la carne de esta criatura.

Lackland llevaba varios utensilios en un morral del exterior de la escafandra; mientras buscaba algunos con los guanteletes de presión, Barlennan cogió la primera muestra.

Cuatro pares de pinzas arrancaron una porción de piel y tejido subcutáneo y se la acercaron a la boca; Barlennan mascó reflexivamente unos instantes.

— No está nada mal — comentó al fin —. Si no necesitas toda esta cosa para tus análisis, sería buena idea llamar a los grupos de caza. Podrían llegar antes de que la tormenta sople de nuevo, y aquí hay más carne de la que obtendrían de otra manera.

— Buena idea — gruñó Lackland.

No prestaba mucha atención a su compañero, pues estaba concentrado en el problema de hundir la punta de un escalpelo en la masa que tenía delante. Ni siquiera la sugerencia de trasladar todo aquel corpachón al laboratorio — el mesklinita tenía sentido del humor— logró distraerlo. Por supuesto, sabía que el tejido viviente de ese planeta tenía que ser muy resistente. Siendo Barlennan y sus gentes tan pequeños, la gravedad polar de Mesklin los habría transformado en pulpa si su carne hubiera sido igual a la de un terrícola. Así pues, esperaba encontrar ciertas dificultades para atravesar la piel del monstruo con el instrumento; pero confiaba en que después no tendría más problemas en ese sentido. Ahora descubría su error; la carne parecía tener la consistencia de la teca. El escalpelo era de una aleación durísima capaz de penetrar cualquier cosa, pero no pudo insertarlo en aquella masa y tuvo que resignarse a raspar. Obtuvo unos jirones que guardó en un frasco.

— ¿Habrá alguna parte más blanda? — preguntó al curioso mesklinita —. Necesitaría herramientas de más envergadura para obtener una muestra que satisfaga a los chicos de Toorey.

— Algunas partes del interior de la boca podrían ser más accesibles — replicó Barlennan.

Sin embargo, será mejor que yo arranque unos fragmentos, si me indicas los tamaños y las partes que deseas. ¿Es posible, o tus procedimientos científicos exigen que las muestras se extraigan con instrumentos metálicos por alguna razón?

— Que yo sepa, no. Muchas gracias. Si a los chicos de biología no les gusta, pueden venir ellos mismos a tomar muestras — respondió Lackland —. Adelante. Sigamos también tu otra sugerencia, para obtener una parte de la boca; no estoy seguro de haber atravesado toda la piel aquí. — Rodeó penosamente la cabeza del coloso encallado hasta llegar a un punto donde los labios desfigurados por la gravedad dejaban al descubierto dientes, encías y algo que parecía una lengua —. Arranca sólo trozos que se puedan meter en estos frascos sin aplastarlos.

El terrícola hizo otro intento con el escalpelo y comprobó que la lengua era menos dura.

Mientras tanto, Barlennan recortaba fragmentos del tamaño deseado; en ocasiones se llevaba un trozo a la boca — no tenía mucha hambre, pero era carne fresca—, pero aun así pronto llenaron los frascos.

Lackland se enderezó, guardando el último frasco, y echó una mirada codiciosa a los dientes que parecían columnas.

— Supongo que necesitaríamos gelatina explosiva para arrancarlos.

— ¿Qué es eso? — preguntó Barlennan.

— Un explosivo es una sustancia que se transforma repentinamente en gas, produciendo gran estruendo e impacto. Lo usamos para cavar, para eliminar edificios o paisajes indeseables, y a veces para luchar.

— ¿Ese ruido lo ha producido un explosivo? — preguntó Barlennan.

Lackland se quedó en silencio. Un fragor de considerable intensidad, en un planeta cuyos nativos desconocen los explosivos y donde no hay ningún otro miembro de la raza humana, puede resultar desconcertante, sobre todo si ocurre en un momento tan oportuno; Lackland estaba más que alarmado. No podía calcular con precisión ni la distancia ni la magnitud de la explosión, pues la había oído por la radio de Barlennan y por sus propios discos de sonido al mismo tiempo, pero tuvo una clara sospecha.

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