Hal Clement - Misión de gravedad

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Misión de gravedad: краткое содержание, описание и аннотация

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El planeta Mesklin es grande y muy denso. La gravedad en su superficie varía enormemente desde 3 g en el ecuador hasta 700 g en los polos. Los océanos son de metano líquido y la nieve es amoniaco congelado. En estas condiciones de pesadilla viven los mesklinitas, quienes han desarrollado una cultura y una sociedad perfectamente acorde con las condiciones de su entorno. Barlemann, un osado marinero mesklinita, acepta emprender un viaje imposible para salvar una costosa sonda terrestre averiada en el polo del planeta. Para los mesklinitas el viaje constituye una maravillosa oportunidad de descubrir la ciencia y avanzar en el camino del conocimiento, fuerza motríz que les guía a través de numerosas aventuras.

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— Eso parece — dijo, dando una tardía respuesta a la pregunta del mesklinita, mientras rodeaba la cabeza del monstruo marino muerto para regresar al tanque. Tenía miedo de lo que encontraría.

Barlennan, con más curiosidad que nunca, lo siguió reptando, su modo más natural de desplazarse.

Lackland sintió un abrumador alivio al ver el tanque, pero se alarmó al llegar a la portezuela.

El suelo había quedado convertido en delgadas serpentinas de metal, algunas de las cuales se hallaban pegadas a la base de las paredes, y otras, enmarañadas entre los controles y otros elementos del interior. El motor, que estaba debajo del suelo, había quedado casi totalmente al descubierto, y un vistazo bastó para que el consternado terrícola comprendiera que se había estropeado sin remedio. Barlennan estaba muy interesado en el fenómeno.

— Deduzco que llevabas algún explosivo en tu tanque — observó —. ¿Por qué no lo utilizaste para obtener el material que necesitabas de este animal? ¿Y por qué estalló?

— Tienes una gran habilidad para hacer preguntas difíciles — repuso Lackland —. La respuesta a la primera pregunta es que no llevaba ninguno; en cuanto a la segunda, se tanto como tú.

— Pero, debe de haber sido algo que llevabas — señaló Barlennan —. Incluso yo puedo ver que algo intentaba salir de debajo del tanque, y en Mesklin no tenemos cosas que actúen así.

— Admitiendo tu lógica, no había nada debajo de ese suelo que a mi juicio pudiera estallar — replicó el hombre —. Los motores eléctricos y sus acumuladores no son explosivos. Un examen atento sin duda revelará rastros de lo que era, si es que estaba en algún contenedor, pues ningún fragmento parece haber salido fuera del tanque…, pero antes debo resolver un problema más grave, Barlennan.

— ¿Cuál?

— Estoy a veinticinco kilómetros de mis provisiones, salvo los alimentos que llevo en la escafandra. El tanque ha quedado destrozado, y, si alguna vez hubo un terrícola que pudiera caminar veinticinco kilómetros dentro de una escafandra térmica de ocho atmósferas bajo tres gravedades, desde luego ése no soy yo. Mi aire durará indefinidamente con estas agallas artificiales y con suficiente luz solar, pero me moriré de hambre antes de llegar a la estación.

— ¿No puedes llamar a tus amigos de la estación lunar para que envíen un cohete?

— Podría. Quizás ya lo sepan, si hay alguien en la sala de radio oyendo esta conversación. El problema es que, si necesito ayuda, el doctor Rosten me ordenará regresar a Toorey durante el invierno, y ya me costó bastante convencerlo de que me diera autorización para quedarme. Tendrá que enterarse del percance, pero quiero contárselo desde la estación… después de llegar allá sin su ayuda. Ahora bien, aquí no hay energía suficiente para permitirme regresar; y aunque pudiera meter más alimentos en los contenedores de esta escafandra sin dejar entrar vuestro aire, tú no podrías entrar en la estación para sacar las provisiones.

— De cualquier modo, llamemos a mis tripulantes — declaró Barlennan —. Esta comida les vendrá bien. Además, tengo otra idea.

— Allá vamos, capitán — dijo por radio la voz de Dondragmer, sobresaltando a Lackland, quien había olvidado el acuerdo de dejar que cada radio oyera a las demás, y sobresaltando al capitán, quien no había notado que su piloto había aprendido tanto inglés —. Estaremos con vosotros dentro de pocos días; al salir, seguimos la misma dirección que la máquina del Volador.

— Veo que vosotros no pasaréis hambre durante un tiempo — dijo el hombre, mirando hoscamente la montaña de carne —. Pero ¿cuál es tu otra idea? ¿Solucionará mi problema?

— Un poco, creo. — El mesklinita habría sonreído de haber tenido una boca flexible.

¿Quieres plantarte sobre mí?

Lackland se quedó tieso de asombro ante tal requerimiento; a fin de cuentas, Barlennan tenía el aspecto de una oruga, y cuando un hombre pisa una oruga… Luego se relajó y sonrió.

— De acuerdo, Barlennan, por un momento había olvidado las circunstancias.

El mesklinita se había apoyado en todos sus pies durante la pausa; y, sin mas dilación, Lackland se dispuso a hacer lo que le pedía. Sin embargo, se presentó una dificultad.

Lackland tenía una masa de aproximadamente setenta kilos, y su escafandra, un milagro de la ingeniería, pesaba otro tanto. En el ecuador de Mesklin, pues, el hombre y la escafandra pesaban más o menos cuatrocientos cincuenta kilos (Lackland no habría podido dar un paso sin el ingenioso servomecanismo de las piernas), y ese peso era sólo poco más de la cuarta parte del de Barlennan en las regiones polares de su planeta. El mesklinita no tenía dificultades para acarrearlo; el problema radicaba en la mera geometría. Barlennan era un cilindro de casi medio metro de longitud y cinco centímetros de diámetro; por consiguiente, mantenerse en equilibrio encima de él era una imposibilidad física para el terrícola con escafandra.

El mesklinita quedó perplejo; esta vez fue a Lackland a quien se le ocurrió una solución. Algunas láminas laterales de la parte inferior del tanque se habían aflojado con la explosión; siguiendo las instrucciones de Lackland, Barlennan, con considerable esfuerzo, consiguió desprender una. Tenía más de medio metro de ancho y dos de largo; con tal extremo curvado ligeramente por las poderosas pinzas del nativo, se convertía en un admirable trineo. Sin embargo, no habían pensado que Barlennan pesaba un kilo y medio en esta parte del planeta. Por lo tanto, no tenía la tracción necesaria para remolcar el vehículo, y las plantas que habrían servido de anclas se encontraban a medio kilómetro.

5 — TRAZANDO MAPAS

La llegada de la tripulación, días después, solucionó el problema de Lackland.

La mera cantidad de nativos era de escasa ayuda, pues ni siquiera veintiún mesklinitas tenían la tracción suficiente para remolcar el trineo cargado. Barlennan pensó en acarrearlo colocando un tripulante bajo cada esquina, e hizo lo posible para superar el condicionamiento mesklinita que les impedía ponerse bajo un objeto masivo. Sin embargo, cuando al fin lo consiguió, el esfuerzo resultó inútil; la lámina de metal no tenía el grosor suficiente y se abolló.

Entretanto, Dondragmer se había dedicado, sin hacer comentarios, a desenrollar y unir los cabos que normalmente se utilizaban con las redes de caza. Colocados en fila, tenían la longitud suficiente para llegar a las plantas más próximas; las raíces de dichas plantas, que normalmente resistían los peores vendavales de Mesklin, brindaban el soporte necesario. Cuatro días después, una caravana de trineos construidos con las láminas del tanque emprendió el regreso hacia el Bree, con Lackland y un inmenso cargamento de carne; a una velocidad de un kilómetro por hora, llegó a la nave en sesenta y un días. Dos días más de faena, con la ayuda de otros tripulantes, bastaron para trasladar a Lackland y su escafandra a través de la vegetación que crecía entre la nave y el domo, y dejarlo a salvo en la cámara de presión. Habían llegado justo a tiempo; el viento comenzaba a arreciar — hasta tal extremo que los tripulantes tuvieron que utilizar cables para regresar de hasta el Bree— y las nubes se arremolinaban nuevamente en el cielo.

Lackland comió antes de dignarse a redactar un informe oficial sobre el episodio del tanque, lamentaba no poder presentar un informe más completo, no saber que le había ocurrido al vehículo. Sería muy difícil acusar a alguien de Toorey por haber dejado inadvertidamente un fragmento de gelinita bajo el suelo del vehículo.

Había apretado el botón para llamar al equipo de la estación lunar cuando de pronto halló la respuesta.

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