Un momento más tarde, Simeon Krug surgió de uno de los transmats. Vigilante lo había previsto. Krug se protegió los ojos con la mano, como si temiera un brillo deslumbrante, y miró a su alrededor. Escudriñó el lugar donde se había alzado la torre. Contempló los grupos de androides silenciosos. Durante un largo momento, observó la inmensa extensión de ruinas. Al final, se volvió hacia Thor Vigilante.
—¿Cómo ha sucedido?—preguntó con tranquilidad, controlando rígidamente su tono de voz.
—Las trenzas de refrigeración dejaron de funcionar. El permafrost se fundió.
—Teníamos una docena de dispositivos de seguridad para evitarlo.
—Yo impedí que funcionaran.
—¿Tú?
—Pensé que hacía falta un sacrificio.
Krug no perdió su escalofriante tranquilidad.
—¿Así me lo pagas, Thor? Yo te di la vida. En cierto modo, soy tu padre. Te negué algo que querías, así que destrozaste mi torre, ¿eh? ¿Qué sentido tiene, Thor?
—Tenía sentido.
—Para mí, no —replicó Krug. Dejó escapar una amarga carcajada—. Pero claro, sólo soy un dios. Los dioses no siempre entienden a los mortales.
—Los dioses pueden fallar a su gente —dijo Vigilante—. Y usted nos falló a nosotros.
—¡También era tu torre! ¡Le entregaste un año de tu vida, Thor! Sé cómo la amabas. Estaba dentro de tu mente, ¿recuerdas? Y aun así…, aun así…
Krug se interrumpió, tosiendo.
Vigilante tomó la mano de Lilith.
—Tenemos que irnos. Hemos hecho lo que vinimos a hacer. Volvamos a Estocolmo para reunirnos con los demás.
Pasaron junto a un Krug silencioso e inmóvil, y se dirigieron hacia la hilera de transmats. Vigilante conectó uno de ellos. El campo era verde, del tono adecuado. Las cosas debían de haber vuelto a su cauce en los cuarteles transmat.
Extendió el brazo para fijar las coordenadas. Mientras lo hacía, oyó el rugido angustiado de Krug.
—¡Vigilante!
El androide miró a su espalda. Krug estaba a pocos metros del cubículo transmat. Tenía el rostro enrojecido y desencajado por la ira, las mandíbulas abiertas, los ojos entrecerrados, grandes pliegues en las mejillas. Sus manos arañaban el aire. Con un repentino tirón furioso, Krug agarró a Vigilante por el brazo y le hizo salir del transmat.
Krug parecía estar buscando palabras. No las encontró. Tras un momento de confrontación, abofeteó a Vigilante. Fue un golpe fuerte, pero Vigilante no hizo el menor intento por devolverlo. Krug volvió a golpearle, esta vez con el puño cerrado. Vigilante retrocedió hacia el transmat.
Con un sonido gutural, estrangulado, Krug se precipitó hacia adelante. Agarró a Vigilante por los hombros y empezó a sacudirlo frenéticamente. La ferocidad de los movimientos de Krug dejó atónito al androide. Krug le pateó, le escupió, clavó las uñas en la carne de Vigilante. Vigilante intentó separarse de él. Krug embistió con la cabeza contra el pecho de Vigilante. Sabía que no le resultaría difícil apartar a Krug. Pero no podía hacerlo.
No podía alzar la mano contra Krug.
En la furia de su ataque, Krug había empujado a Vigilante hasta el borde del campo transmat. Vigilante miró por encima del hombro, intranquilo. No había fijado ningunas coordenadas. El campo estaba abierto, y conducía a la nada. Si Krug o él caían dentro…
—¡Thor!—exclamó Lilith—. ¡Cuidado!
La luz verdosa le acarició. Krug, un metro más bajo que él, siguió empujándole. Era hora de poner fin a la pelea. Vigilante lo sabía. Puso las manos en los gruesos brazos de Krug, y se preparó para derribar a su atacante.
“Pero éste es Krug”, pensó.
Pero éste es Krug.
En aquel momento, Krug le soltó. Asombrado, Vigilante se quedó sin aliento, e intentó afirmarse sobre el terreno. Pero Krug cargaba ya hacia él, mientras gritaba y chillaba. Vigilante aceptó el impulso del ataque de Krug. El hombro de Krug chocó contra el pecho de Vigilante. Una vez más, el androide se encontró viviendo un momento intemporal. Retrocedió, como si se hubiera liberado de la gravedad, moviéndose fuera del tiempo, con una lentitud infinita. El campo verde del transmat le absorbió. A lo lejos, oyó el grito de Lilith. A lo lejos, oyó la exclamación triunfal de Krug. Sereno, tranquilo, Vigilante terminó de entrar en el brillo verde, haciendo el signo de Krug-nos-guarde mientras desaparecía.
Krug se agarra a un costado del cubículo transmat, jadeando. Tiembla. Ha detenido su impulso justo a tiempo: uno o os pasos más, y habría seguido a Thor Vigilante al interior del campo. Descansa un instante. Luego retrocede. Se da la vuelta.
La torre está en ruinas. Hay miles de androides inmóviles como estatuas. La alfa Lilith Meson está de bruces sobre la tundra fundida, sollozando. A una docena de metros, se encuentra Manuel, de rodillas, una figura patética, manchada de sangre y de lodo, con la ropa hecha jirones, los ojos inexpresivos, el rostro desencajado.
Krug siente una paz inmensa. Su espíritu se remonta: es libre de todas sus ataduras. Camina hacia Manuel.
—Arriba —dice—, ponte en pie.
Manuel sigue arrodillado. Krug le ayuda a levantarse, cogiéndole por las axilas, y le sostiene hasta que consigue mantenerse por sus propias fuerzas.
—Ahora tú estás al mando —dice Krug—. Te lo dejo todo. Sé el jefe de la residencia, Manuel. Toma el control. Trabaja para restaurar el orden. Ahora, tú eres el jefe. Tú eres Krug. ¿Me entiendes, Manuel? Desde este momento, abdico.
Manuel sonríe. Manuel tose. Manuel mira el terreno lodoso.
—Todo es tuyo, hijo. Sé que podrás arreglártelas. Hoy las cosas parecen negras, pero eso es temporal. Ahora tienes un imperio, Manuel. Para ti. Para Clissa. Para vuestros hijos.
Krug abraza a su hijo. Luego, se dirige a los transmats, elige las coordenadas del centro de ensamblaje de vehículos, en Denver.
Allí hay miles de androides, aunque ninguno parece estar trabajando. Miran a Krug, paralizados por el asombro. Él se mueve rápidamente por el lugar.
—¿Dónde está Alfa Fusión?—exige saber—. ¿Le ha visto alguien?
Aparece Rómulo Fusión. Se muestra aturdido al ver a Krug. Krug no le da oportunidad de hablar.
—¿Dónde está la llave?—pregunta al momento.
—En el espaciódromo —tartamudea el alfa.
—Llévame allí.
Los labios de Rómulo Fusión se mueven titubeantes, como si quisiera decirle a Krug que ha habido una revolución, que él ya no es el amo, que sus órdenes han dejado de tener peso. Pero Alfa Fusión no dice ninguna de estas cosas. Se limita a asentir.
Guía a Krug hasta la nave. Ahí está, como siempre, solitaria en la ancha plataforma.
—¿Está preparada para partir?—pregunta Krug.
—La habríamos probado en la órbita terrestre dentro de tres días, señor.
—Ya no hay tiempo para pruebas. Despegue inmediato para viaje estelar. Piloto automático. Tripulación de uno. Di a la estación de tierra que programe la nave para el destino señalado, como se discutió en un principio. Velocidad máxima.
Rómulo Fusión asiente de nuevo. Se mueve como en un sueño.
—Transmitiré sus instrucciones, señor —dice.
—Bien. Que sea de prisa.
El alfa sale rápidamente del espaciódromo, Krug entra en la nave, cerrando y sellando la escotilla tras él. La nebulosa planetaria NGC 7293 de Acuario brilla en su mente, y emite impulsos de luz centelleante, luz venenosa que resuena como un gong en los cielos.
“Ahí va Krug —dice para sí mismo—. Esperad. ¡Eh, los de arriba, esperadme! Krug va a hablar con vosotros. De alguna manera. Encontraremos la forma. Incluso aunque vuestro sol emita un fuego que me ase los huesos cuando esté a diez años luz. Krug va a hablar con vosotros.”
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