El universo parecía estar desarraigándose. La rabia y el terror le invadieron. Los androides eran sirvientes del hombre. Nunca había pretendido que fueran otra cosa. ¿Cómo podían exigir ahora una existencia independiente? Había aceptado el Partido para la Igualdad de los Androides porque le parecía una cosa trivial, una válvula de escape para el exceso de energías de unos cuantos alfas demasiado inteligentes: los objetivos del PIA nunca le habían parecido una amenaza seria para la estabilidad social. Pero ¿esto? ¿Un culto religioso que apelaba a quién sabe qué emociones oscuras? ¿Y él como salvador? ¿El como un Mesías soñado? No. No jugaría según las reglas de los androides.
Esperó hasta haberse calmado.
—Llévame a una de sus capillas —dijo entonces.
Manuel le miró, sinceramente asombrado.
—¡No me atrevería!
—Tú fuiste.
—Disfrazado. Y con una androide como guía.
—Entonces, disfrázame a mí. Y que venga tu androide.
—No —rechazó Manuel—. El disfraz no serviría de nada. Te reconocerían incluso con la piel roja. No hay manera de que pases por un alfa: no tienes la constitución adecuada. Te verían y se organizaría un escándalo. Sería como si Cristo entrara en una catedral, ¿no lo entiendes? No quiero esa responsabilidad.
—Pues quiero averiguar hasta qué punto están inmersos en esto.
—Pregúntaselo a uno de tus alfas.
—¿Por ejemplo?
—¿Qué tal Thor Vigilante?
Una vez más, la revelación conmocionó a Krug.
—¿Thor está metido en esto?
—Es uno de los principales jefes, padre.
—¡Pero si me ve constantemente! ¿Cómo puede charlar con su propio dios sin caer rendido?
—Distinguen entre tu manifestación terrestre como simple hombre mortal y tu naturaleza divina, padre —respondió Manuel—. Thor te ve de dos maneras: tú no eres más que el vehículo a través del cual Krug se mueve por la Tierra. Te enseñaré el texto más importante relativo a…
Krug meneó la cabeza.
—No te molestes.
Agarró el cubo con las manos y se inclinó hacia adelante, hasta que su frente casi tocó la superficie del escritorio. ¿Un dios? ¿Krug el dios? ¿Krug el redentor? Y rezan todos los días para que hable en favor de su liberación. ¿Cómo pueden hacerlo? ¿Cómo puedo hacerlo? Le parecía que el mundo había perdido su solidez, que se había sumergido en su sustancia, flotando libre, incapaz de agarrarse a nada. Y así sucederá, y en ese momento serán redimidos los Hijos de la Cuba. No. Yo os hice. Sé lo que sois. Sé lo que debéis seguir siendo. ¿Cómo vais a liberaros así? ¿Cómo esperáis que yo os libere?
—¿Qué esperas que haga ahora, Manuel?—preguntó al final Krug.
—Eso depende de ti por completo, Padre.
—Pero debes de haber pensado algo. Tendrás un motivo para haberme traído este cubo.
—¿Sí?—preguntó Manuel, con demasiado disimulo.
—El viejo no es idiota. Si es suficientemente inteligente como para ser un dios, también lo es para conocer a su propio hijo. Crees que debería hacer lo que quieren los androides, ¿eh? Debería redimirlos ahora. Debería adoptar la actitud divina que esperan de mí.
—Padre, yo…
—Pues tendrás que saber algo. Quizá crean que soy un dios, pero yo sé que no lo soy. El Congreso no acepta órdenes de mí. Si tú, y tu querida androide, y el resto de ellos, pensáis que puedo cambiar el estatus de los androides yo solo, más os vale que empecéis a buscaros otro dios. Y, aunque pudiera, tampoco lo haría. ¿Quién les dio ese estatus? ¿Quién empezó a venderlos? ¡Máquinas, eso es lo que son! ¡Máquinas hechas de carne sintética! ¡Máquinas inteligentes! ¡Nada más!
—Estás perdiendo el control, padre. Te estás excitando demasiado.
—Tú estás con ellos. Eres parte de su movimiento. Esto ha sido deliberado, ¿eh, Manuel? ¡Oh, vete de aquí! ¡Vuelve con tu amiga alfa! Y dile de-mi parte, diles a todos que…
Krug se controló. Esperó un instante para que el corazón recuperase su ritmo normal. Sabía que aquélla no era la manera de enfrentarse al asunto. No debía estallar, tenía que actuar con cautela, dominando todos los hechos. Tenía que ver la situación con perspectiva.
—Tengo que pensar más sobre esto, Manuel —dijo, ahora más tranquilo—. No pretendía gritarte. Compréndelo, cuando entraste aquí y me dijiste que ahora soy un dios, y me enseñaste la biblia de Krug, me desconcertaste un poco. Deja que lo piense. Deja que reflexione, ¿eh? No le cuentes nada a nadie. Tengo que hacerme a la idea. ¿De acuerdo?
Krug se levantó. Por encima de la mesa, puso una mano sobre el hombro de Manuel.
—El viejo grita demasiado —dijo—. Estalla demasiado de prisa. Eso no es ninguna novedad, ¿verdad? Mira, olvida lo que he estado gritando. Me conoces, sabes que a veces digo lo que no quiero. Déjame esta Biblia. Me alegra que la hayas traído. A veces soy duro contigo, hijo, pero no es mi intención. —Krug se echó a reír—. No es fácil ser el hijo de Krug. El Hijo de Dios, ¿eh? Ándate con cuidado. Ya sabes lo que hicieron con el último.
—Ya se me había ocurrido eso —sonrió Manuel.
—Sí. Bien. Oye, mira, vete ya. Estaremos en contacto.
Manuel se dirigió hacia la puerta.
—Dale recuerdos a Clissa —dijo Krug—. Oye, sé un poco más justo con ella, ¿quieres? Si te gusta acostarte con chicas alfa, hazlo, pero recuerda que tienes una esposa. Recuerda que el viejo quiere ver a esos nietos, ¿eh? ¿Eh?
—No estoy descuidando a Clissa —respondió Manuel—. Le diré que has preguntado por ella.
Se marchó. Krug acarició la piel fría del cubo contra su mejilla ardiente. En el principio era Krug, y Él dijo: “Que haya Cubas”, y hubo Cubas. Y Krug miró las cubas y vio que eran buenas. Debí preverlo, pensó. Tenía una palpitación terrible en el cráneo. Llamó a Leon Spaulding.
—Dile a Thor que quiero verle aquí ahora mismo —ordenó Krug.
Con la torre acercándose al nivel de los 1.200 metros, Thor Vigilante se encontraba en la parte más difícil del proyecto. A esta altura, sólo podía haber una tolerancia mínima de error en la situación de cada bloque, y el enlace molecular entre las diferentes unidades debía ejecutarse a la perfección. No se podía permitir ningún punto débil, para que el nivel superior de la torre conservase su fuerza flexible contra las ventiscas del Ártico.
Ahora Vigilante se pasaba horas y horas cada día conectado con la computadora, recibiendo lecturas directas de los sesonres que monitorizaban la integridad estructural del edificio; dondequiera que encontrase la menor desviación, ordenaba que el bloque desplazado fuera arrancado y colocado de nuevo. Muchas veces al día, subía personalmente a la cima de la torre para supervisar la instalación o recolocación de algún bloque crítico. La belleza de la torre dependía de la ausencia de un armazón interno a lo largo de toda su inmensa altura; erigir un edificio así exigía un dominio perfecto de cada detalle. Era muy irritante que le apartaran del trabajo en medio de su turno. Pero no podía desobedecer una orden de Krug.
Entró en el despacho de Krug tras el salto en transmat.
—¿Cuánto tiempo hace que soy tu dios, Thor?—le preguntó Krug nada más entrar.
Vigilante se quedó trastornado. En silencio, luchó por recuperar el dominio. Al ver el cubo sobre el escritorio de Krug, comprendió lo que debía de haber sucedido. Lilith…, Manuel…, sí, eso era. Krug parecía tan tranquilo…, el alfa no consiguió descifrar su expresión.
—¿A qué otro creador podía adorar?—respondió cautelosamente Vigilante.
—¿Por qué adorar a ninguno?
—Cuando se atraviesa un momento difícil, señor, uno desea volver la vista hacia alguien más poderoso, para pedirle consuelo y ayuda.
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