Robert Silverberg - La torre de cristal

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Simeon Krug, un poderoso industrial que construyó su imperio con la creación y producción en serie de androides, está empleando todos sus recursos en erigir una gigantesca torre de cristal destinada a contestar un mensaje ininteligible proveniente de las estrellas. Los androides, seres humanos concebidos artificialmente, han desarrollado una compleja religión centrada en la figura de su creador, esperando de él la redención que les otorgue los mismos derechos que los seres humanos normales. Pero Simeon Krug no está interesado en las aspiraciones de sus creaciones, y la marea de las fuerzas sociales que se desata resulta incontenible.
Una de las novelas más apasionantes de la época dorada de Robert Silverberg, en “La torre de cristal” se muestran nuevamente las soberbias dotes del autor para la caracterización de sus personajes, entrando sin esfuerzo aparente en lo más recóndito de sus motivaciones.

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—¿Para eso sirve un dios?—preguntó Krug—. ¿Para pedirle favores?

—Para suplicarle mercedes, sí, quizá.

—¿Y creéis que puedo daros lo que queréis?

—Por eso rezamos —asintió Vigilante.

Tenso, inseguro, estudió a Krug. Éste acarició el cubo de datos. Lo activó, y buscó al azar; leyendo unas líneas aquí, otras allá, asintiendo, sonriendo, para al final apagarlo. El androide no se había sentido nunca tan profundamente inseguro. Ni siquiera cuando Lilith le había tentado con su cuerpo. Comprendió que el destino de todos los suyos podía depender del resultado de aquella conversación.

—Esto me resulta muy difícil de comprender, ¿sabes? —le dijo Krug—. Esta Biblia. Vuestras capillas. Vuestra religión. No creo que ningún otro hombre se haya enterado así de que millones de personas le consideran un dios.

—Quizá no.

—Me pregunto hasta qué punto son profundos tus sentimientos. Me hablas como a un hombre, Thor: como a tu jefe, no como a tu dios. Nunca me has dado la menor señal de lo que tenías en mente, excepto una especie de respeto, quizá un poco de miedo. Y todo este tiempo, estabas hablando con Dios, ¿eh?—Krug se echó a reír—. ¿Mirando las pecas en la cabeza calva de Dios? ¿Viendo la espinilla en la barbilla de Dios? ¿Oliendo el ajo que Dios había puesto en su ensalada? ¿Qué pensabas todas esas veces, Thor?

—¿Debo responder, señor?

—No. No. Déjalo.

Krug volvió a examinar el interior del cubo. Vigilante seguía ante él, de pie, rígido, intentando reprimir un repentino temblor de los músculos de su muslo derecho. ¿Por qué jugaba Krug con él de aquella manera? ¿Y qué estaría sucediendo en la torre? Euclides Proyectista no llegaría hasta dentro de varias horas. ¿Estaría funcionando bien la colocación de los bloques en ausencia del capataz?

—¿Has estado alguna vez en una sala de derivación, Thor?—le preguntó Krug bruscamente.

—¿Señor?

—Un intercambio de egos. Ya sabes. En la red de estasis con alguien. Cambiar de identidades durante un día o dos, ¿eh?

Vigilante meneó la cabeza.

—No es un pasatiempo para androides.

—Eso pensaba. Bueno, ven a derivar conmigo.

Krug tecleó algo en la terminal de datos.

—Leon, consígueme una cita en cualquier sala de derivación disponible. Para dos. Dentro de quince minutos.

—Señor, ¿lo dice en serio? —se atragantó Vigilante—. ¿Usted y yo…?

—¿Por qué no? ¿Te da miedo intercambiar almas con Dios? ¡Pues lo harás, Thor, maldita sea! Tengo que saber cosas, y tengo que saberlas de primera mano. Vamos a derivar. ¿Puedes creer que hasta hoy nunca había derivado? Pero ahora, lo haremos.

Aquello le parecía al alfa peligrosamente cercano al sacrilegio. Pero no podía negarse. ¿Desobedecer la Voluntad de Krug? Obedecería aunque le costase la vida.

La imagen de Spaulding flotó en el aire.

—He conseguido hora en Nueva Orleans —anunció—. Le recibirán de inmediato, aunque han tenido que hacer algunos arreglos rápidos en la lista de espera; pero hay un intervalo de noventa minutos para programar la red de estasis.

—Imposible. Entraremos directamente.

Spaulding pareció horrorizado.

—¡Eso no se puede hacer, señor Krug!

—Yo lo haré. Que vayan con cuidado mientras estemos derivando, eso es todo.

—Dudo que accedan a…

—¿Saben quién es su cliente?

—Sí, señor.

—¡Bueno, pues diles que insisto! Y si siguen diciendo tonterías, diles que si no colaboran compraré su maldita sala de derivación y la usaré para hacer lo que quiero.

—Sí, señor —respondió Spaulding.

La imagen desapareció. Mientras murmuraba para sí mismo, Krug empezó a teclear en su terminal de datos, ignorando por completo a Vigilante. El alfa seguía de pie, rígido, horrorizado. Sin darse cuenta, hizo varias veces el signo de Krug-nos-guarde. Deseaba verse libre de la situación que él mismo había causado.

Spaulding apareció de nuevo en el aire.

—Se rinden —dijo—, pero sólo a condición de que usted firme una renuncia absoluta.

—Firmaré —replicó Krug.

Una hoja se deslizó por la ranura del facsímil. Krug le echó un vistazo y trazó su firma en ella. Se levantó.

—Vamos —dijo a Vigilante—. La sala de derivación nos espera.

Vigilante sabía relativamente poco sobre la derivación. Era un deporte sólo para humanos, y para ricos. Los amantes lo hacían para intensificar la unión de sus almas, los buenos amigos derivaban por diversión, los que estaban hartos de todo visitaban las salas de derivación en compañía de desconocidos sólo para introducir un poco de variedad en sus vidas. Nunca se le había ocurrido derivar y, desde luego, jamás habría osado imaginar la posibilidad de derivar con Krug. Pero ahora, no había vuelta atrás. El transmat los llevó instantáneamente de Nueva York a la oscura antecámara de la sala de derivación situada en Nueva Orleans, donde fueron recibidos por un grupo de alfas, evidentemente muy nerviosos. La tensión de los alfas creció visiblemente cuando comprendieron que uno de los derivantes de aquel día era también un alfa. El mismo Krug parecía tenso, con las mandíbulas encajadas y los músculos del rostro estremecidos. Los alfas les rodearon.

—Debe comprender lo irregular que es esto —repitió uno varias veces—. Siempre hemos programado la red de estasis. ¡Si hay una ráfaga repentina de carisma, puede suceder cualquier cosa!

—Asumo toda la responsabilidad —replicó Krug—. No puedo perder tiempo esperando a vuestra red.

Los angustiados androides les guiaron rápidamente hacia la sala de derivación. Había dos sofás en una sala de brillante oscuridad y silencio estremecedor. Deslumbrantes aparatos colgaban de instalaciones fijas sobre sus cabezas. Primero, guiaron a Krug hasta su sofá. Cuando le llegó el turno a Vigilante, miró a los ojos de su escolta alfa, y se estremeció ante el asombro y la extrañeza que encontró en ellos. Vigilante se encogió de hombros imperceptiblemente, como para decir: “Lo entiendo tan poco como tú”.

Les pusieron los cascos de derivación sobre las cabezas, y conectaron los electrodos.

—Cuando se accione el interruptor —les explicó el alfa a cargo de la operación—, sentirán inmediatamente la presión de la red de estasis, separando el ego de la matriz física. Les parecerá que están siendo atacados, y, en cierto sentido, así será. Pero intenten relajarse y aceptar los síntomas, puesto que toda resistencia es inútil: sólo se tratará del proceso de intercambio de ego, para el que han venido. No debería haber motivos de alarma. En caso de que haya cualquier problema, cerraremos el circuito automáticamente y les devolveremos sus respectivas identidades.

—Eso espero —murmuró Krug.

Vigilante no veía ni oía nada. Esperaba. Tampoco podía hacer ninguno de los gestos rituales reconfortantes, porque le habían atado los miembros al sofá, para impedir cualquier movimiento violento durante la derivación. Intentó rezar. “Creo en Krug, eterno Hacedor de todas las cosas —pensó—. Krug nos trae al mundo, y a Krug volvemos. Krug es nuestro Creador y nuestro Protector y nuestro Liberador. Krug, te suplicamos que nos guíes hacia la luz. AAA AAG AAC AAU sea Krug. AGA AGG AGC AGU sea Krug. ACA ACG ACC…”

Una energía descendió sin previo aviso y separó su ego de su cuerpo, como si hubiera sido golpeado por un cuchillo de carnicero.

Quedó a la deriva. Vagó por abismos sin tiempo donde las estrellas no brillaban. Vio colores que no pertenecían al espectro. Oyó tonos musicales de ninguna escala reconocible. Moviéndose a voluntad, ascendió por simas en las que colgaban cuerdas gigantescas, tendidas como barrotes de lado a lado del vacío. Desapareció por túneles lúgubres y emergió por el horizonte, sintiéndose extendido hasta el infinito. No tenía masa. No tenía duración. Carecía de forma. Fluyó por los reinos grises del misterio.

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