Robert Silverberg - La torre de cristal

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Simeon Krug, un poderoso industrial que construyó su imperio con la creación y producción en serie de androides, está empleando todos sus recursos en erigir una gigantesca torre de cristal destinada a contestar un mensaje ininteligible proveniente de las estrellas. Los androides, seres humanos concebidos artificialmente, han desarrollado una compleja religión centrada en la figura de su creador, esperando de él la redención que les otorgue los mismos derechos que los seres humanos normales. Pero Simeon Krug no está interesado en las aspiraciones de sus creaciones, y la marea de las fuerzas sociales que se desata resulta incontenible.
Una de las novelas más apasionantes de la época dorada de Robert Silverberg, en “La torre de cristal” se muestran nuevamente las soberbias dotes del autor para la caracterización de sus personajes, entrando sin esfuerzo aparente en lo más recóndito de sus motivaciones.

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Sin sentir la transición, entró en el alma de Simeon Krug.

Conservaba una leve consciencia de su propia identidad. No se convirtió en Krug: simplemente, consiguió acceso a todo el almacén de recuerdos, actitudes, respuestas y propósitos que constituían el ego de Krug. No podía ejercer ninguna influencia sobre estos recuerdos, actitudes, respuestas y propósitos. Era un pasajero entre ellos, un espectador. Y sabía que, en algún rincón del universo, el ego errante de Simeon Krug había conseguido acceso al archivo de recuerdos, actitudes, respuestas y propósitos que constituían el ego del androide Alfa Thor Vigilante.

Se movió con libertad por el interior de Krug.

Aquí estaba la infancia: algo húmedo y distorsionado, escondido en un compartimiento oscuro. Aquí estaban las esperanzas, sueños, intenciones cumplidas y no cumplidas, mentiras, logros, enemistades, envidias, habilidades, disciplinas, engaños, contradicciones, fantasías, satisfacciones, frustraciones e inflexibilidades. Aquí estaba una chica con pelo anaranjado y grandes pechos sobre una constitución huesuda, separando titubeante sus muslos, y aquí estaba el recuerdo de las sensaciones de la primera pasión, mientras se deslizaba en el puerto de ella. Aquí estaban productos químicos malolientes en una cuba. Aquí estaban las pautas moleculares bailando en una pantalla. Aquí estaba una sospecha. Aquí estaba un triunfo. Aquí estaba el espesamiento de la carne en los últimos años. Aquí estaba la pauta insistente de sonidos: 2-5-1, 2-3-1, 2-1. Aquí estaba la torre, ascendiendo como un falo brillante que taladraba el cielo. Aquí estaba Manuel remilgado, sonriendo, disculpándose. Aquí estaba una cuba oscura, profunda, con formas moviéndose en ella. Aquí estaba un círculo de consejeros financieros siseando complicados cálculos. Aquí estaba un bebé de rostro rosado y regordete. Aquí estaban las estrellas, brillantes en la noche. Aquí estaba Thor Vigilante, envuelto en un aura de orgullo y alabanzas. Aquí estaba Leon Spaulding, furtivo, amargado. Aquí estaba una mujer gruesa, moviendo las caderas a un ritmo desesperado. Aquí estaba la explosión de un orgasmo. Aquí estaba la torre apuñalando las nubes. Aquí estaba el sonido de la señal estelar, un ruido agudo contra un fondo aterciopelado. Aquí estaba Justin Maledetto desenrollando los planos de la torre. Aquí estaba Clissa Krug, desnuda, con el vientre redondeado y los pechos llenos de leche. Aquí estaban los alfas húmedos saliendo de una cuba. Aquí estaba una extraña nave de casco rugoso, apuntando hacia las estrellas. Aquí estaba Lilith Meson. Aquí estaba Sigfrido Archivista. Aquí estaba Casandra Núcleo, cayendo sobre la tierra helada. Aquí estaba el padre de Krug, sin rostro, envuelto en la niebla. Aquí estaba un enorme edificio en el cual los androides recibían su primer entrenamiento. Aquí estaban robots en fila, con los paneles del pecho abiertos para una revisión. Aquí estaba un lago oscuro con hipopótamos y juncos. Aquí estaba un acto poco caritativo. Aquí estaba una traición. Aquí estaba algo de amor. Aquí estaba algo de dolor. Aquí estaba Casandra Núcleo. Aquí estaba un mapa manchado con los diagramas de los aminoácidos. Aquí estaba el poder. Aquí estaba la lujuria. Aquí estaba la torre. Aquí estaba una fábrica de androides. Aquí estaba Clissa durante el parto, con sangre entre los muslos. Aquí estaba la señal de las estrellas. Aquí estaba la torre, completa, acabada. Aquí estaba un trozo de carne cruda. Aquí estaba la ira. Aquí estaba el doctor Vargas. Aquí estaba un cubo de datos, diciendo: “ En el principio era Krug, y Él dijo, Que haya Cubas, y hubo Cubas.”

La intensidad del rechazo de Krug hacia su status de divinidad fue devastadora para Vigilante. El androide vio el rechazo alzándose como un muro liso de brillante piedra blanca, sin rendijas, sin puerta, sin un solo hueco, extendiéndose a lo largo de todo el horizonte, cerrándose al mundo. No soy su dios, decía el muro. No soy su dios. No soy su dios. No acepto. No acepto.

Vigilante se remontó, pasando sobre aquel muro de longitud infinita, para posarse suavemente al otro lado.

Allí era todavía peor.

Allí encontró una negación total de todas las aspiraciones androides. Encontró las actitudes y respuestas de Krug distribuidas como un ejército de soldados en una llanura. ¿Qué son los androides? Los androides son cosas salidas de una cuba. ¿Para qué existen? Para servir a la humanidad. ¿Qué opinas del movimiento para la igualdad de los androides? Una tontería. ¿Cuándo deberían recibir los androides derechos plenos de ciudadanía? Cuando los reciban los robots y las computadoras. Y los cepillos de dientes. ¿Es que los androides son tan estúpidos? No, algunos androides son bastante inteligentes. Como algunas computadoras. El hombre fabrica las computadoras. El hombre fabrica a los androides. Ambas son cosas manufacturadas. Las cosas no tienen derechos de ciudadanía. Aunque las cosas tengan suficiente inteligencia como para pedirlos. O para rezar por ellos. Una cosa no puede tener dios. Una cosa sólo puede pensar que tiene un dios. No soy su dios, aunque ellos lo crean. Yo los hice. Yo los hice. Yo los hice. Son cosas.

CosasCosasCosasCosasCosasCosas

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Un muro. Dentro de ese otro muro. Más alto. Más ancho. No era posible remontar éste. Estaba patrullado por guardias, dispuestos a volcar barriles de desprecio ácido sobre quien se aproximara. Vigilante oyó el rugido de dragones. El cielo dejó caer una lluvia de excrementos sobre él. Se alejó arrastrándose, una cosa acuclillada, hundida bajo el peso de su calidad de cosa. Estaba empezando a helarse. Estaba al borde del universo, en un lugar sin materia, y el temible frío de la nada le subía por las canillas. Ninguna molécula se movía aquí. La escarcha brillaba sobre su piel escarlata. Si alguien le tocara, resonaría. Si alguien le tocase con más fuerza, se haría pedazos. Frío. Frío. Frío. No hay dios en este universo. No hay redención. No hay esperanza. ¡Krug me guarde, no hay esperanza!

Su cuerpo se fundió y fluyó en un río escarlata.

Alfa Thor Vigilante dejó de existir.

No podía haber existencia sin esperanza. Suspendido en el vacío, privado de todo contacto con el universo, Vigilante meditó sobre las paradojas de la esperanza sin existencia y la existencia sin esperanza, y consideró la posibilidad de que existiera un antiKrug engañoso que distorsionase los sentimientos del auténtico Krug. ¿Habré entrado en el alma del antiKrug? ¿Es el antiKrug quien se enfrenta a nosotros de manera tan implacable? ¿Queda alguna esperanza de romper el muro y llegar al auténtico Krug que hay más allá?

Ninguna. Ninguna. Ninguna. Ninguna.

Cuando Vigilante admitió la verdad definitiva, sintió que la realidad volvía. Se deslizó de vuelta al cuerpo que Krug le había dado. Volvía a ser él mismo, tendido exhausto sobre un sofá, en una habitación oscura y extraña. Con un esfuerzo, miró a su lado. Allí estaba Krug, en el sofá contiguo. Los androides estaban cerca. Levántese. Despacio. ¿Puede andar? La derivación ha terminado. ¿La ha dado por terminada el señor Krug? ¿Levantarme? Levántese. Vigilante se irguió. Krug también se estaba poniendo en pie. Los ojos de Vigilante no se atrevían a cruzarse con los suyos. Krug parecía sombrío, agotado. Sin hablar, se dirigieron hacia la salida de la sala de derivación. Sin hablar, se acercaron al transmat. Sin hablar, saltaron juntos de vuelta al despacho de Krug.

Silencio.

Krug lo rompió.

—Incluso después de leer tu Biblia, no podía creerlo. La profundidad. La extensión. Pero ahora lo entiendo. ¡No teníais derecho! ¿Quién os dijo que me hicierais dios?

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