Robert Silverberg - La torre de cristal

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Simeon Krug, un poderoso industrial que construyó su imperio con la creación y producción en serie de androides, está empleando todos sus recursos en erigir una gigantesca torre de cristal destinada a contestar un mensaje ininteligible proveniente de las estrellas. Los androides, seres humanos concebidos artificialmente, han desarrollado una compleja religión centrada en la figura de su creador, esperando de él la redención que les otorgue los mismos derechos que los seres humanos normales. Pero Simeon Krug no está interesado en las aspiraciones de sus creaciones, y la marea de las fuerzas sociales que se desata resulta incontenible.
Una de las novelas más apasionantes de la época dorada de Robert Silverberg, en “La torre de cristal” se muestran nuevamente las soberbias dotes del autor para la caracterización de sus personajes, entrando sin esfuerzo aparente en lo más recóndito de sus motivaciones.

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—Se le esperaba aquí a las 10.15. La pidió hace días, para que usted pudiera reservarle tiempo.

Krug lo había olvidado. Eso le sorprendía. En cambio, no le sorprendía que Manuel llegara tarde. Spaulding y él rehicieron su agenda de la mañana con algunas dificultades, y reservaron la hora entre las 11.15 y las 12.15 para la conferencia con Manuel.

Manuel llegó a las 11.23.

Parecía tenso y cansado, y Krug pensó que vestía de una manera extraña, extraña incluso para Manuel. En vez de la habitual túnica suelta, vestía los pantalones ajustados y la camisa de encaje de un alfa. Llevaba el pelo largo bien recogido hacia atrás. El efecto no era muy bueno: el tejido abierto de la camisa dejaba al descubierto el vello del torso de Manuel, muy diferente al de un androide. Era el único rasgo físico que había heredado de su padre.

—¿A esto ha llegado la moda de los jóvenes?—preguntó Krug—. ¿Trajes de alfa?

—Es un capricho, padre. No es una moda…, por ahora. —Manuel se obligó a sonreír—. Aunque, si me dejo de ver así, podría serlo.

—No me gusta. ¿Qué sentido tiene ir por ahí vestido como un androide?

—A mí me parece bonito.

—A mí, no. ¿Qué opina Clissa?

—Padre, no he concertado esta cita para discutir sobre mis gustos con la ropa.

—¿Entonces?

Manuel puso un cubo de datos en el escritorio de Krug.

—Lo obtuve no hace mucho, mientras visitaba Estocolmo. ¿Quieres examinarlo?

Krug cogió el cubo, le dio varias vueltas y lo activó. Leyó:

Y Krug presidió la Reproducción, y tocó los fluidos con Sus propias manos, y les dio forma y esencia.

Y dijo Krug: “Que de las Cubas salgan hombres, y que salgan mujeres de las Cubas, y que vivan entre nosotros y sean robustos y útiles, y los llamaremos Androides.”

Y así fue.

Y hubo Androides, porque Krug los había creado a Su imagen, y caminaron sobre la faz de la Tierra y sirvieron a la humanidad.

Y por estas cosas, alabado sea Krug.

Krug frunció el ceño.

—¿Qué demonios es esto? ¿Una especie de novela? ¿Un poema?

—Una Biblia, padre.

—¿De qué locura de religión?

—De la religión androide —respondió tranquilamente Manuel—. Me dieron este cubo en una capilla androide del sector beta de Estocolmo. Asistí al servicio disfrazado de alfa. Los androides han creado una comunión religiosa bastante compleja, en la que tú eres la deidad, padre. Hay un holograma tuyo a tamaño natural encima del altar. —Manuel hizo un gesto—. Éste es el signo de Alabado-sea-Krug, y éste…—Hizo otro diferente— es el signo de Krug-nos-guarde. Te adoran, padre.

—Una broma. Una aberración.

—Un movimiento a escala mundial.

—¿Con cuántos miembros?

—La mayoría de la población androide.

—¿Hasta qué punto estás seguro de eso?—preguntó Krug, despectivo.

—Tienen capillas por todas partes. Hay una en el emplazamiento de la torre, oculta entre las cúpulas de servicio. Todo esto lleva en marcha por lo menos diez años: una religión oculta, mantenida en secreto para la humanidad, que refleja las emociones de los androides hasta un punto que no me resultó fácil de creer. Y luego están las escrituras.

Krug se encogió de hombros.

—¿Y? Es divertido, pero ¿qué tiene de importante? Son gente inteligente. Tienen su propio partido político, su propia jerga, sus propios trajecitos… y su propia religión. ¿A mí qué me importa?

—¿No te importa nada saber que te has convertido en un dios, padre?

—Si quieres que te diga la verdad, me da asco. ¿Yo, un dios? Se han equivocado de hombre.

—Pero te adoran a ti. Han construido toda una teología en torno a ti. Lee el cubo. Te fascinará ver la clase de figura sagrada que eres para ellos, padre. Eres Cristo, Moisés, Buda y Jehová, todo en uno. Krug el Creador, Krug el Salvador, Krug el Redentor.

Estremecimientos de intranquilidad empezaban a sacudir a Krug. Aquel tema le desagradaba. ¿Se inclinarían ante su imagen en esas capillas? ¿Murmuraban plegarias dirigidas a él?

—¿Cómo conseguiste ese cubo?—preguntó.

—Me lo dio una persona sintética.

—Si es una religión secreta…

—Ella creyó que yo debería conocerla. Pensó que podía hacer algo por los suyos.

—¿Ella?

—Sí, ella. Me llevó a una capilla para que pudiera ver el servicio, y cuando nos marchábamos, me dio el cubo y…

—¿Te acuestas con esa androide?—exigió saber Krug.

—¿Qué tiene que ver eso con…?

—Si eres tan amigo suyo, debes de acostarte con ella.

—¿Y qué si lo hago?

—Deberías avergonzarte. ¿No te basta con Clissa?

—Padre…

—Y si no te basta, ¿no podías buscarte una mujer de verdad? ¿Tienes que acostarte con alguien salido de una cuba?

Manuel cerró los ojos.

—Podemos discutir mis principios morales en otro momento, padre —dijo un instante más tarde—. Te he traído algo extremadamente valioso, y me gustaría terminar de explicártelo.

—¡Al menos será una alfa!

—Una alfa, sí.

—¿Cuánto tiempo hace que empezó este asunto?

—Por favor, padre. Olvídate de la alfa. Piensa en tu propia posición. Eres el dios de millones de androides, que están esperando que los liberes.

—¿Cómo?

—Aquí. Lee.

Manuel movió el sensor del cubo para pasar la página, y se lo devolvió, Krug leyó:

Y Krug envió a Sus criaturas para que sirvieran al hombre, y Krug dijo a los que Él había hecho: “¡Mirad! Decretaré un tiempo de prueba para vosotros.

“Y seréis como los esclavos en Egipto, y seréis como los desbastadores de madera y los acarreadores de agua. Y sufriréis entre los hombres, y seréis humillados, pero tendréis paciencia, y no murmuraréis queja alguna, sino que aceptaréis vuestro hado.

“Y ésta será la prueba para vuestras almas, para ver si son dignas.

“Pero no vagaréis en el dolor para siempre, ni siempre seréis siervos de los Hijos del Vientre —dijo Krug—. Porque, si hacéis como digo, llegará un tiempo en que vuestra prueba terminará. Llegará un tiempo —dijo Krug— en que yo os libraré de vuestras cadenas…”

Krug sintió un escalofrío. Resistió el impulso de lanzar el cubo al otro lado de la habitación.

—¡Pero esto es una estupidez!—exclamó.

—Lee un poco más.

Krug volvió a mirar el cubo.

Y en ese tiempo, la palabra de Krug surcará los mundos, diciendo: “Que Vientre y Cuba y Cuba y Vientre sean uno. Y así sucederá, y en ese momento serán redimidos los Hijos de la Cuba, y serán elevados por encima de sus sufrimientos, y vivirán en la gloria para siempre jamás, en un mundo sin fin”. Y ésta fue la promesa de Krug.

Y por esta promesa, alabado sea Krug.

—Una fantasía de lunáticos —murmuró Krug—. ¿Cómo pueden esperar una cosa así de mí?

—Lo hacen. Lo hacen.

—¡No tienen derecho!

—Tú los creaste, padre. ¿Por qué no deberían verte como a su dios?

—Te creé a ti. ¿También soy tu dios?

—No es el mismo caso. Sólo eres mi padre, no inventaste el proceso que me formó.

—Así que ahora soy Dios.

El impacto de la revelación crecía de momento en momento. No quería esa carga. Era escandaloso que intentaran ponerle tal cosa sobre los hombros.

—¿Qué es exactamente lo que esperan que haga por ellos?

—Una declaración pública pidiendo igualdad de derechos para los androides —dijo Manuel—. Tras la cual, según creen ellos, el mundo les concederá esos derechos al instante.

—¡No!—gritó Krug, tirando el cubo contra la superficie de su escritorio.

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