Todo porque Quara no podía mantener la boca cerrada. Y ahora estaba presente en una reunión donde se trataría de política. ¿Por qué? ¿Qué representaba ella en la comunidad? ¿Pensaba esta gente que el gobierno o la política de la iglesia era ahora territorio de la familia Ribeira? Por supuesto, Olhado y Miro no estaban allí, pero eso no significaba nada: ya que los dos eran lisiados, el resto de la familia los trataba inconscientemente como a niños, aunque Quim sabía bien que ninguno se merecía que lo ignoraran tan cruelmente. Sin embargo, Quim se mostró paciente. Podía esperar. Podía escuchar. Podía atenderlos. Luego haría algo que complaciera tanto a Dios como al obispo. Por supuesto, si eso no era posible, bastaría con complacer a Dios.
—Esta reunión no ha sido idea mía —dijo el alcalde Kovano, Quim sabía que era un buen hombre. Un alcalde mejor de lo que comprendía la mayor parte de la gente de Milagro. Seguían reeligiéndolo porque era una figura patriarcal y trabajaba con ahínco para ayudar a los individuos y las familias que tenían problemas. No les importaba mucho si su política era efectiva: eso resultaba demasiado abstracto para ellos. Pero daba la casualidad de que era tan sabio como astuto en la política. Una rara combinación de la que Quim se alegraba. «Tal vez Dios sabía que estos tiempos serían difíciles, y nos dio un líder que podría ayudarnos a superarlos sin demasiado sufrimiento.»—. Pero me alegro de tenerlos a todos. Hay más tensión que nunca en la relación entre cerdis y humanos, o al menos desde que el Portavoz llegó y nos ayudó a hacer las paces con ellos.
Wiggin sacudió la cabeza, pero todo el mundo conocía su papel en aquellos hechos y tenía poco sentido negarlo. Incluso Quim tuvo que admitir, al final, que el humanista infiel había acabado haciendo buenas obras en Lusitania. Hacía tiempo que Quim había olvidado su profundo odio hacia el Portavoz de los Muertos. De hecho, a veces sospechaba que él mismo, como misionero, era la única persona en su familia que comprendía de verdad lo que había conseguido Wiggin. Hace falta un evangelista para comprender a otro.
—Por supuesto, debemos parte de nuestras preocupaciones a la mala conducta de dos jóvenes apasionados y muy problemáticos, a quienes hemos invitado a esta reunión para que presencien algunas consecuencias de su actitud estúpida y egoísta.
Quim casi se echó a reír en voz alta. Por supuesto, Kovano había dicho todo eso con un tono tan suave y amable que Grego y Quara tardaron un instante en darse cuenta de que acababan de recibir una dura crítica. Pero Quim lo comprendió de inmediato. «No tendría que haber dudado de ti, Kovano. Nunca habrías traído a nadie inútil a una reunión.»
—Tal como tengo entendido, hay un movimiento entre los cerdis para lanzar una nave espacial que infecte deliberadamente al resto de la humanidad con la descolada. Y gracias a la contribución de nuestra joven cotorra, aquí presente, muchos otros bosques comparten esta idea.
—Si espera que me disculpe… —empezó a decir Quara.
—Espero que mantengas la boca cerrada, ¿o es imposible, siquiera por diez minutos?
La voz de Kovano contenía auténtica furia. Los ojos de Quara se abrieron de par en par y se sentó con más rigidez en su silla.
—La otra mitad de nuestro problema es un joven físico que, desgraciadamente, ha conservado el contacto común. —Kovano alzó una ceja al mirar a Grego—. Si te hubieras convertido en un intelectual apartado… En cambio, pareces haber cultivado la amistad de los lusitanos más estúpidos y violentos.
—Con personas que están en desacuerdo con usted, querrá decir-objetó Grego.
—Con personas que olvidan que este mundo pertenece a los pequeninos —espetó Quara.
—Los mundos pertenecen a las personas que los necesitan y saben cómo hacer que produzcan —insistió Grego.
—Callaos la boca, niños, o seréis expulsados de esta reunión mientras los adultos deciden.
Grego miró a Kovano.
—No me hable en ese tono.
—Te hablaré como quiera —dijo Kovano—. Por lo que a mí respecta, ambos habéis quebrantado las obligaciones legales para mantener un secreto, y debería haceros encerrar a ambos.
—¿Bajo qué acusación?
—Recordarás que tengo poderes de emergencia. No necesito ninguna acusación hasta que la emergencia haya pasado. ¿Está claro?
—No lo hará. Me necesita —dijo Grego—. Soy el único físico decente en Lusitania.
—La física no vale un comino si acabamos en una especie de competición con los pequeninos.
—Es a la descolada a lo que tenemos que enfrentarnps —alegó Grego.
—Estamos perdiendo el tiempo —suspiró Novinha.
Quim miró a su madre por primera vez desde el inicio de la reunión. Parecía muy nerviosa. Temerosa. No la había visto así desde hacía muchos años.
—Estamos aquí para tratar de esa descabellada misión de Quim —continuó Novinha.
—Se llama padre Esteváo —dijo el obispo Peregrino.
Era muy estricto en lo relativo a dar la dignidad adecuada a los dignatarios de la Iglesia.
—Es mi hijo —respondió Novinha—. Lo llamaré como me plazca.
Vaya grupo tan representativo que tenemos aquí hoy —bufó el alcalde Kovano.
Las cosas se ponían feas. Quim había evitado deliberadamente decirle a su madre los detalles acerca de su misión a los herejes, porque estaba seguro de que se opondría a la idea de acudir directamente a los cerdis que temían y odiaban abiertamente a los seres humanos. Quim era bien consciente de la fuente de su temor al contacto cercano con los pequeninos. De niña, la descolada la había hecho perder a sus padres. El xenólogo Pipo se convirtió en su padre putativo, y luego fue el primer humano torturado hasta la muerte por los pequeninos. Novinha pasó entonces veinte años intentando evitar que su amante Libo (el hijo de Pipo, el siguiente xenólogo) corriera la misma suerte. Incluso se casó con otro hombre para evitar que Libo tuviera derecho de acceso, como marido suyo, a sus archivos privados, donde creía que podría encontrarse el secreto que había llevado a los cerdis a matar a Pipo. Y al final, todo fue en vano, Libo murió igual que Pipo. Aunque desde entonces había llegado a conocer la auténtica razón de las muertes, aunque los pequeninos habían hecho solemnes juramentos para no dirigir ningún acto violento contra otro ser humano, no había ninguna manera de que su madre se mostrara racional cuando sus seres queridos se hallaban entre los cerdis. Y ahora estaba presente en una reunión que sin duda había sido convocada a instancia suya, para decidir si Quim debería ir o no en su viaje misionero. Iba a ser una mañana desagradable. Madre tenía años de práctica en salirse con la suya. Casarse con Andrew Wiggin la había suavizado y templado de muchas formas. Pero cuando pensaba que uno de sus hijos estaba en peligro, sacaba las garras, y ningún marido tenía mucha influencia sobre ella.
¿Por qué habían permitido el alcalde Kovano y el obispo Peregrino que se celebrara esta reunión?
Como si hubiera oído la silenciosa pregunta de Quim, el alcalde empezó a explicarse:
—Andrew Wiggin vino a verme con nueva información. Mi primera idea fue mantenerlo todo en secreto, enviar al padre Esteváo en su misión a los herejes, y luego pedirle al obispo Peregrino que rezara. Pero Andrew me aseguró que a medida que nuestro peligro aumenta, se va haciendo más importante que todos actuemos a partir de la información más completa posible. Los portavoces de los muertos al parecer tienen una confianza casi patológica en la idea de que la gente se comporta mejor cuanto más conocen. Me he dedicado a la política demasiado tiempo para compartir su confianza, pero él sostiene que es más viejo que yo, y me atengo a su sabiduría.
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