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Isaac Asimov: Los propios dioses

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Isaac Asimov Los propios dioses

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Esta novela se divide en tres secciones ubicadas en diferentes tiempos y lugares, incluso en dos universos diferentes. Originalmente fue publicada en revistas como tres historias consecutivas. El título, así como cada una de las partes de la novela fueron tomadas de la frase «Contra la estupidez, los mismos dioses luchan en vano», de la cita original «Mit der Dummheit kämpfen Götter selbst vergebens.» de Friedrich Schiller (1759–1805). La trama principal es una conspiración de alienígenas que habitan un universo paralelo moribundo, con el propósito de convertir el Sol en una supernova y poder colectar la energía resultante para su propio uso y continuidad de su forma de vida (curiosamente en su novela «El fin de la Eternidad» el sol se convierta en una nova, no en una supernova, cuya energía es utilizada con provecho para los viajes transtemporales).

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Por lo tanto, Bronovski se dedicó a otra lengua que tampoco parecía relacionada con ninguna lengua vecina, que era muy arcaica y que ni siquiera parecía indoeuropea, pero que estaba bien viva y que se hablaba en una región no muy lejana de donde habían vivido los etruscos.

¿Qué relación tendrían con la lengua vasca? se preguntó Bronovski. Y tomó el vasco como guía. Otros habían intentado lo mismo antes que él, pero habían renunciado a proseguir. Bronovski no renunció.

Era un trabajo agotador, porque el vasco, de por sí una lengua extraordinariamente difícil, representaba una ayuda muy poco sólida. A medida que avanzaba, Bronovski encontraba cada vez más razones para sospechar alguna conexión cultural entre los habitantes del norte de la antigua Italia y los del norte de la antigua España. Incluso se hubiera atrevido a afirmar, con bastante fundamento, la existencia de una numerosa tribu precéltica en la Europa occidental, de cuya lengua descendían el etrusco y el vasco. Sin embargo, en dos mil años, el vasco había evolucionado, contaminándose mucho del español. El intento, primero, de analizar su estructura en la época romana y después de relacionarlo con el etrusco, fue una hazaña intelectual de tremendas dificultades, y Bronovski dejó estupefactos a los filólogos del mundo entero cuando triunfó.

Las propias traducciones etruscas eran una maravilla de torpeza y no tenían la menor importancia; en su mayor parte, eran inscripciones funerarias. Sin embargo, el hecho de haber sido traducidas era admirable y, en un momento dado, resultaron de la mayor importancia para Lamont.

Pero no al principio. A decir verdad, las traducciones existían ya cinco años antes de que Lamont adquiriera los primeros conocimientos acerca de la existencia, en la antigüedad, del pueblo etrusco. Pero entonces, Bronovski fue a la universidad para pronunciar una de las anuales Conferencias de Confraternidad, y Lamont, que en general rehuía el deber de los miembros de la facultad de asistir a ellas, hizo acto de presencia en aquélla.

No porque reconociera la importancia del tema o porque sintiera el menor interés por él, sino porque salía con una chica graduada en el departamento de lenguas románicas, y ella le ofreció la alternativa de ir a la conferencia o a un festival de música al que Lamont no quería asistir. La amistad que les unía, aunque era superficial y poco satisfactoria para Lamont, fue el motivo que le llevó a la conferencia. Pero inesperadamente el tema le resultó interesante. La lejana civilización etrusca entró por vez primera en su mente como una cuestión de relativa importancia y el problema de resolver una lengua aún no descifrada se le antojó fascinante. En su juventud le había gustado resolver criptogramas, pero lo dejó junto con otros pasatiempos infantiles en favor de los criptogramas mucho más importantes planteados por la naturaleza, lo cual le condujo a la parateoría. Ahora, la charla de Bronovski le recordó gozosas horas de su juventud dedicadas a extraer algún significado de una desordenada colección de símbolos, con dificultad suficiente para hallar interesante la tarea. Bronovski era un criptógrafo en gran escala, y lo que entusiasmó a Lamont fue descripción del constante sondeo de la razón ocia el fondo de lo desconocido.

Todo hubiera acabado aquí (la triple coincidencia de la aparición de Bronovski en la universidad, la juvenil afición de Lamont por la criptografía y la presión social de una joven atractiva) de no ser por el hecho de que al día siguiente Lamont vio a Hallam y se colocó firmemente, y, como pudo comprobar después, de un modo permanente en la sombra.

Al cabo de una hora de haber concluido la entrevista, Lamont adoptó la decisión de ver a Bronovski. El motivo era el mismo que a él le parecía tan obvio que había ofendido tanta a Hallam. Por la sencilla razón de haber sido censurado, Lamont se sintió en la obligación de replicar y en relación específica con el punto de censura. Los parahombres eran más inteligentes que los hombres. Lamont lo creía de un modo casual hasta entonces, basándose en su intuición. Ahora se había convertido en algo vital. Debía probarlo y hacérselo tragar a Hallam; de través, a ser posible, y con todos los cantos hacia fuera.

Lamont se sentía ya tan liberado de su reciente admiración que disfrutaba con aquella perspectiva.

Bronovski aún estaba en la universidad, y Lamont dio con él e insistió en verle. Al ser abordado, Bronovski demostró una plácida cortesía. Pero Lamont correspondió bruscamente a las frases corteses, se presentó con evidente impaciencia y dijo:

— Doctor Bronovski, estoy encantado de haberle visto antes de que se haya marchado. Espero poder convencerle de que se quede aquí durante algún tiempo.

Bronovski contestó:

— Quizá no le resulte difícil. Me han ofrecido un puesto en la facultad.

—¿Y usted va a aceptarlo?

— Lo estoy pensando. Es posible que sí.

— Debe hacerlo. Lo hará cuando oiga lo que tengo que decirle. Doctor Bronovski, ¿cuál será su tarea ahora que ha descifrado las inscripciones etruscas?

— Este no es mi único trabajo, joven. — Tenía cinco años más que Lamont—. Soy arqueólogo, y la cultura etrusca consiste en algo más que en simples inscripciones, y también deben investigarse otros aspectos de la cultura italiana preclásica.

— Pero, con seguridad, no existe nada tan emocionante y atractivo para usted como las inscripciones etruscas.

— En eso tiene razón.

— Por lo tanto, acogería con los brazos abiertos algo igualmente emocionante y atractivo, pero un trillón de veces más importante que esas inscripciones.

—¿En qué está pensando usted, doctor Lamont?

— Tenemos unas inscripciones que no forman parte de una cultura muerta, ni de nada existente en el mundo ni en el universo. Tenemos algo que se llama parasímbolos.

— He oído hablar de ellos. Mejor dicho, los he visto.

— Entonces habrá sentido el deseo de solucionar este problema, ¿no es cierto, doctor Bronovski? ¿Habrá deseado descifrar su significado?

— En absoluto, doctor Lamont, porque no existe tal problema.

Lamont le miró con suspicacia.

—¿Quiere decir que sabe leerlos?

Bronovski meneó la cabeza.

— No me ha comprendido. Quiero decir que no es posible descifrarlos. Carecemos de pase. En el caso de las lenguas de la Tierra, por más muertas que estén, siempre existe la posibilidad de encontrar una lengua viva, o una lengua muerta ya descifrada, que tenga alguna relación con ellas, por vaga que sea. En caso contrario, por lo menos contamos con el hecho de que cualquier lengua de la Tierra ha sido escrita por seres humanos, con una mentalidad humana. Esto representa un punto de partida, aunque sea insignificante. Nada de esto puede aplicarse a los parasímbolos, por lo cual constituyen un problema insoluble. Una insolubilidad no es un problema.

Lamont había hecho un gran esfuerzo para no interrumpirle, y ahora exclamó

— Se equivoca, doctor Bronovski. No quiero producirle el efecto de que le enseño su profesión, pero usted desconoce algunos de los facto. — es que mi profesión ha descubierto. Estamos tratando con parahombres, de los cuales no sabemos casi nada. No sabemos cómo son, cómo piensan, en qué mundo viven; casi nada, por fundamental y básico que sea. Hasta aquí, usted tiene razón.

— Pero hay algo que usted sí sabe, ¿verdad?

Bronovski no parecía impresionado. Sacó del bolsillo un paquete de higos secas, lo abrió y empezó a comer. Ofreció a Lamont, pero éste rehusó y dijo:

— Exacto. Sabemos una cosa de crucial importancia. Son más inteligentes que nosotros. Punto primero: pueden hacer el intercambio a través del interuniverso, mientras nosotros sólo desempeñamos un papel pasivo.

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