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Isaac Asimov: Los propios dioses

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Isaac Asimov Los propios dioses

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Esta novela se divide en tres secciones ubicadas en diferentes tiempos y lugares, incluso en dos universos diferentes. Originalmente fue publicada en revistas como tres historias consecutivas. El título, así como cada una de las partes de la novela fueron tomadas de la frase «Contra la estupidez, los mismos dioses luchan en vano», de la cita original «Mit der Dummheit kämpfen Götter selbst vergebens.» de Friedrich Schiller (1759–1805). La trama principal es una conspiración de alienígenas que habitan un universo paralelo moribundo, con el propósito de convertir el Sol en una supernova y poder colectar la energía resultante para su propio uso y continuidad de su forma de vida (curiosamente en su novela «El fin de la Eternidad» el sol se convierta en una nova, no en una supernova, cuya energía es utilizada con provecho para los viajes transtemporales).

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— Bueno, pues refrésqueme la memoria. Hábleme de él. De manera informal, claro, como si hablara con un profano. Después de todo añadió con una risita—, en cierto modo soy un profano. Ya sabe que soy radioquímico; y no precisamente un gran teórico, a menos que tengamos en cuenta sólo ciertos conceptos.

En aquella ocasión, Lamont aceptó estas palabras como una declaración de sinceridad, y es posible que la parrafada no fuese tan obscenamente condescendiente como más tarde insistió en calificarla. Sin embargo, era típica en él, como Lamont descubrió después; era el método que Hallam usaba para entresacar los puntos esenciales del trabajo hecho por los demás. En ocasiones posteriores solía mencionarlos como de pasada, sin hacer hincapié, o incluso sin nombrar, los méritos ajenos.

Pero el joven Lamont se sintió bastante halagado, y de inmediato comentó con el voluble entusiasmo que le embarga a uno al exponer sus propios descubrimientos

— No puedo envanecerme de haber hecho gran cosa, doctor Hallam. Deducir las leyes de la naturaleza del parauniverso (las paraleyes) es una cuestión muy intrincada; contamos con muy poco para empezar. Yo partí de lo que sabemos y descarté las ideas nuevas que no me ofrecían suficientes garantías. Con una acción nuclear más potente, parece evidente que la fusión de los núcleos pequeños se produce con mayor rapidez.

— Parafusión dijo Hallam.

— Sí, señor. El truco era calcular simplemente los posibles detalles. Las matemáticas implicadas eran algo sutiles, pero una vez hechas unas cuantas transformaciones, las dificultades tendieron a desaparecer. Resulta, por ejemplo, que se puede provocar una fusión catastrófica del litio hídrico a temperaturas de cuatro órdenes de magnitud más bajas allí que aquí. Se precisan temperaturas de una bomba nuclear para que aquí explote el litio hídrico, pero en el parauniverso se conseguiría con una simple carga de dinamita, por así decirlo. Incluso es posible que en el parauniverso pudiera encenderse el litio hídrico con una cerilla, aunque no es muy probable. Les hemos ofrecido litio hídrico, puesto que la energía de fusión puede ser natural para ellos, pero no quieren aceptarlo.

— Sí, ya estoy enterado.

— Seguramente es demasiado peligroso para ellos; como usar nitroglicerina a toneladas en los motores de los cohetes, sólo que aún es peor.

— Muy bien. Y también está usted escribiendo una historia de la Bomba.

— Una historia informal, señor. Cuando haya terminado el manuscrito se lo daré a leer, si me lo permite, para aprovecharme de sus íntimos conocimientos sobre la cuestión. De hecho, me gustaría aprovecharme ahora mismo de ellos, si usted dispone de un poco de tiempo.

— Puedo explicarle algo. ¿Qué quiere saber? — Hallam estaba sonriendo. Fue la última vez que sonrió en presencia de Lamont.

— El desarrollo de una Bomba efectiva y práctica, profesor Hallam, tuvo lugar a una rapidez vertiginosa — empezó Lamont—. En cuanto al proyecto de la Bomba…

— El Proyecto de la Bomba de Electrones Interuniversal — corrigió Hallam, sin dejar de sonreír.

— Sí, claro — dijo Lamont, carraspeando—: Me he limitado a usar el nombre popular. En cuanto se inició el proyecto, los detalles de ingeniería se desarrollaron con gran rapidez y sin pérdida de tiempo.

— Es cierto — convino Hallam, en tono complaciente— La gente ha intentado atribuirme la vigorosa e imaginativa dirección, pero yo no querría que usted lo recalque demasiado en su libro. La verdad es que disponíamos de un enorme fondo de cerebros en el proyecto, y no me gustaría que se quitara importancia a la inteligencia de los individuos que intervinieron, exagerando mi papel.

Lamont meneó la cabeza, un poco fastidiado. Consideraba superflua aquella observación. Dijo:

— No me refiero a esto en absoluto. Me refiero a la inteligencia que hay al otro lado: a los parahombres, para usar la expresión popular. Ellos lo iniciaron. Nosotros les descubrimos después de la primera transferencia de plutonio a tungsteno; pero ellos nos descubrieron primero para poder hacer la transferencia, trabajando sobre la teoría pura, sin la ventaja de la indicación que nos dieron a nosotros. También entra en juego la chapa de hierro que nos enviaron.

La sonrisa de Hallam se había desvanecido. Con el ceño fruncido, le interrumpió bruscamente:

— Los símbolos no fueron comprendidos. Nada en ellos…

— Comprendimos las figuras geométricas, señor. Yo las he examinado y es evidente que estaban dirigiendo la geometría de la Bomba. Me da la impresión de que…

Hallam apartó su silla con un ominoso ruido. Replicó

— Dejemos esta cuestión, jovencito. Nosotros hicimos el trabajo, no ellos.

— Sí, pero ¿no es cierto que ellos…?

—¿Que ellos qué?

Lamont observó la arrolladora emoción que había suscitado, pero no pudo comprender la causa. Con vacilación, insistió.

— Que son más inteligentes que nosotros, que ríos hicieron el verdadero trabajo. ¿Existe alguna duda sobre esto, señor?

Hallam, con el rostro congestionado, se levantó.

— Existen muchas dudas — gritó—. No admitiré í misticismo aquí. Ya hay demasiado. Escuche, jovencito. — Y acercándose a Lamont, que seguía senado y no podía salir de su asombro, le señaló con n dedo gordinflón—: Si su historia va a mantener la hipótesis de que fuimos marionetas en manos de los parahombres, este instituto no va a publicarla; nadie, si, puedo evitarlo. No quiero degradar a la humanidad y a su inteligencia, y no consentiré en elevar a los parahombres a la categoría de dioses.

Lamont tuvo que retirarse, muy perplejo y profundamente disgustado por haber creado malestar cuando sólo pretendía inspirar buena voluntad.

Y entonces descubrió que sus fuentes de información se estaban agotando. Los hombres que habían sido locuaces una semana antes, ahora no recordaban nada y no tenían tiempo para más entrevistas.

Al principio, Lamont se irritó y después empezó a sentirse embargado por una lenta cólera. Lo contempló todo desde un nuevo punto de vista, y ahora comenzó a agobiar y a insistir, cuando antes se había limitado a preguntar. Siempre que se encontraba con Hallam en las reuniones del departamento, éste fruncía el ceño y simulaba no verle, y Lamont, a su vez, le miraba desdeñosamente.

Como resultado, Lamont advirtió que empezaba a naufragar su vocación de parateórico y se dedicó con más firmeza que nunca a investigar la historia de la ciencia.

6 (continuación)

— El maldito estúpido — murmuró Lamont, recordando—. Hubiera tenido que estar allí, Mike, para ver su pánico ante cualquier sugerencia de que el otro lado era la fuerza motora. Lo recuerdo y me pregunto: ¿Cómo era posible conocerle, aunque fuera superficialmente, y no saber que reaccionaría de aquel modo? Puede considerarse dichoso de no haber tenido que trabajar nunca con él.

— Lo estoy — dijo Bronovski, con indiferencia—, aunque en ciertas ocasiones usted no es ningún ángel.

— No se lamente. En su trabajo no tiene problemas.

— Pero tampoco interés. ¿A quién le importa mi trabajo, excepto a mí mismo y a cinco personas más en todo el mundo? Tal vez a seis…, si usted se acuerda.

Lamont se acordaba.

—¡Ah! Tal vez — dijo.

4

El aspecto plácido de Bronovski nunca engañaba a quien llegaba a conocerle moderadamente bien. Era inteligente y no dejaba de preocuparse por un problema hasta que tenía la solución u hasta que lo había desmenuzado de tal manera que se convencía de que no existía solución.

Consideremos las inscripciones etruscas a las cuales debía su reputación. La lengua se había mantenido viva hasta el siglo primero de la era cristiana, pero el imperialismo cultural de los romanos la absorbió y la hizo desaparecer casi por completo. Las inscripciones que sobrevivieron a la hostilidad romana y — aún peor— a su indiferencia estaban escritas en letras griegas para que pudieran ser pronunciadas, pero nada más. El etrusco no parecía tener afinidades con ninguna de las lenguas vecinas; era muy arcaico, ni siquiera parecía indoeuropeo.

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