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Isaac Asimov: Los propios dioses

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Isaac Asimov Los propios dioses

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Esta novela se divide en tres secciones ubicadas en diferentes tiempos y lugares, incluso en dos universos diferentes. Originalmente fue publicada en revistas como tres historias consecutivas. El título, así como cada una de las partes de la novela fueron tomadas de la frase «Contra la estupidez, los mismos dioses luchan en vano», de la cita original «Mit der Dummheit kämpfen Götter selbst vergebens.» de Friedrich Schiller (1759–1805). La trama principal es una conspiración de alienígenas que habitan un universo paralelo moribundo, con el propósito de convertir el Sol en una supernova y poder colectar la energía resultante para su propio uso y continuidad de su forma de vida (curiosamente en su novela «El fin de la Eternidad» el sol se convierta en una nova, no en una supernova, cuya energía es utilizada con provecho para los viajes transtemporales).

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Se interrumpió a sí mismo para preguntar

—¿Sabe usted algo acerca de la Bomba de Electrones Interuniversal?

— Un poco — repuso Bronovski—. Lo suficiente para seguirle, doctor, si no usa demasiados tecnicismos.

Lamont se apresuró a continuar:

— Punto segundo: nos enviaron instrucciones respecto a la fabricación de nuestra parte de la Bomba. Nosotros no podíamos comprenderlas, pero sí pudimos interpretar los diagramas lo bastante bien como para deducir muchas cosas. Punto tercero: de algún modo, son capaces de tener conciencia de nosotros. Un ejemplo es que por lo menos se enteran de que dejamos tungsteno para que ellos lo recojan. Saben dónde está y saben manejarlo. Nosotros no sabemos hacer nada comparable a esto. Hay otros puntos, pero éstos son suficientes para demostrar que los parahombres son más inteligentes que nosotros.

Bronovski dijo:

— Me imagino, sin embargo, que aquí usted forma parte de la minoría. Con seguridad, sus colegas no aceptan esto.

— No, no lo aceptan. Pero, ¿qué le hace llegar a esta conclusión?

— Que usted está completamente equivocado, según mi opinión.

— Mis datos son correctos. Y puesto que lo son, ¿cómo puedo estar equivocado?

— Usted prueba simplemente que la tecnología de los parahombres es más avanzada que la nuestra. ¿Qué tiene que ver esto con la inteligencia? Escuche — Bronovski se levantó para quitarse la chaqueta y, entonces, volvió a sentarse en una posición reclinada, para relajar y acomodar su macizo cuerpo como si el descanso físico le ayudase a pensar—, hace unos dos siglos y medio, el comandante de la marina americana mandó una flotilla al puerto de Tokio. Los japoneses, aislados hasta entonces, — se encontraron frente a una tecnología que sobrepasaba en mucho la suya propia y decidieron que era improcedente oponer resistencia. Una nación guerrera de millones de habitantes se vio indefensa frente a unos cuantos barcos procedentes del otro lado del océano. ¿Probaba aquello que los americanos eran más inteligentes que los japoneses o, simplemente, que la cultura occidental había tomado otro rumbo? Resulta obvio que se trataba de esto último, ya que medio siglo después los japoneses imitaron con éxito la tecnología de Occidente, y al cabo de otro medio siglo se convirtieron en una importante potencia industrial, pese al hecho de haber sido derrotados en una de las guerras de la época.

Lamont escuchó con gravedad y, entonces, dijo: —Yo también he pensado en eso, doctor Bronovski, aunque ignoraba la historia japonesa; me gustaría disponer de tiempo para estudiar historia. Sin embargo, la analogía está mal aplicada. Es más que superioridad. técnica, es una cuestión de diferencia en el grado de inteligencia.

—¿Cómo puede afirmarlo, basándose sólo en la intuición?

— Por el mero hecho de que nos mandaron directrices. Estaban ansiosos de que nosotros construyéramos nuestra parte de la Bomba; tenían que inducirnos a fabricarla. No podían venir físicamente; incluso las finas chapas de hierro (la sustancia más estable en ambos mundos) sobre las que grababan sus mensajes, pronto se hicieron demasiado radiactivas para conservarlas enteras, aunque, naturalmente, antes tomamos copias permanentes con nuestros propios materiales.

Se detuvo para recobrar el aliento, pues se sentía demasiado excitado, demasiado ansioso. No quería demostrar un exceso de entusiasmo.

Bronovski le contemplaba con curiosidad.

— Muy bien, nos enviaron mensajes. ¿Qué intenta usted deducir de ello?

— Que confiaban en que les comprenderíamos. ¿Podían ser tan tontos como para mandar mensajes tan intrincados y, en algunos casos, de considerable longitud, sabiendo que no los comprenderíamos…? De no haber sido por sus diagramas, no hubiéramos conseguido nada. Y si confiaban en nuestra comprensión, ha de ser únicamente porque consideraban que unos seres como nosotros, con una tecnología más o menos avanzada como la suya (y deben haberla calculado de algún modo… otro punto a favor de mi tesis), también teníamos que ser tan inteligentes como ellos y no encontrar mucha dificultad en interpretar sus símbolos.

— Esto podría achacarse a su ingenuidad — comentó Bronovski, sin impresionarse.

—¿Se refiere usted a que piensan que sólo existe una lengua, hablada y escrita, y que otra inteligencia en otro universo habla y escribe como ellos? ¡No me diga!

Bronovski replicó

— Incluso aunque le dé la razón, ¿qué quiere que haga yo? He visto los parasímbolos; supongo que los han visto todos los arqueólogos y filólogos de la Tierra. No comprendo qué puedo hacer yo, o cualquier otra persona. En más de veinte años no se ha progresado nada.

Lamont dijo vehementemente:

— Lo cierto es que durante veinte años no se ha querido progresar. La Autoridad de la Bomba no quiere resolver los símbolos.

—¿Por qué no habría de quererlo?

— A causa de la humillante posibilidad de que la comunicación con los parahombres demuestre que son mucho más inteligentes. Porque ello implicaría que los seres humanos somos unos socios marionetas en relación con la Bomba, algo ofensivo para nuestra vanidad. Y, específicamente — y Lamont procuró ocultar el veneno de su voz—, porque Hallam perdería el título de Padre de la Bomba de Electrones.

— Suponga que, en efecto, querían progresar. ¿Qué puede hacerse? Usted sabe que querer no es poder.

— Se puede conseguir que los parahombres cooperen. Se pueden enviar mensajes al parauniverso. No se ha hecho nunca, pero puede hacerse. Podría colocarse un mensaje impreso en una chapa de metal debajo de una bola de tungsteno.

—¿Usted cree? ¿Todavía siguen buscando nuevas muestras de tungsteno con las Bombas en operación?

— No, pero se fijarán en el tungsteno y supondrán que lo estamos utilizando para llamar su atención. Incluso podríamos mandar el mensaje en una chapa de tungsteno. Si recogen el mensaje y lo comprenden, aunque sea en una mínima parte, nos enviarán otro, describiendo sus deducciones. Es posible que elaboren una tabla de equivalencia entre sus palabras y las nuestras, o que usen una mezcla de ambas lenguas. Sería un intento de diálogo, primero por su parte, después por la nuestra, después por la suya, hasta el infinito.

— Y ellos — dijo Bronovski— harían la mayor parte del trabajo.

— Sí.

Bronovski meneó la cabeza.

— Poco divertido, ¿no cree? La idea no me seduce.

Lamont le miró con visible cólera.

—¿Por qué? ¿Teme que no le reporte la suficiente fama? ¿Qué es usted, un aficionado a la celebridad? Por todos los diablos, ¿qué fama le han reportado sus inscripciones etruscas? Ha vencido a cinco personas en todo el mundo. Tal vez a seis. Para ellas es usted muy conocido, muy famoso, y el objeto de su odio. ¿Qué más? Se pasea dando conferencias sobre el tema a un grupo de oyentes que al día siguiente ya se han olvidado de su nombre. ¿Es esto lo que persigue?

— No sea dramático.

— Muy bien, no lo seré. Buscaré a otro. Tardaremos más, pero como usted dice, los parahombres harán la mayor parte del trabajo, de todos modos. Si es necesario, lo haré yo mismo.

—¿Le ha sido asignado este proyecto?

— No, no me ha sido asignado. ¿Y qué? ¿O es ésta otra de las razones por las cuales no quiere verse implicado? ¿Problemas disciplinarios? No existe una ley contra las traducciones y siempre puedo poner tungsteno sobre mi mesa. Me negaré a informar sobre los mensajes que reciba en lugar del tungsteno, con lo cual infringiré el código de la investigación. Una vez hecha la traducción, ¿quién podrá quejarse? ¿Trabajaría usted para mí si le garantizaba su seguridad y mantenía en secreto su participación en el asunto? No ganaría la fama, pero es posible que valore más su seguridad. En fin — añadió Lamont, encogiéndose de hombros—, si lo hago yo mismo, tendré la ventaja de ahorrarme preocupaciones por la impunidad de otra persona.

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