Cuando terminó faltaba menos de una hora para la llegada de Esther, y no tenía humor para dormir. Entró en el cuarto de baño y, tras desestimar la idea de hacerlo a oscuras, tomó una ducha con todas las luces encendidas. Comprendió que su breve relación con Jane Wason le hacía no preocuparse por los espías indirectos. Jane, consciente de la belleza de su cuerpo y enaltecido por esa misma belleza, se negaba a mantenerse al abrigo de la oscuridad fuera la hora que fuera, y también durante las horas que pasaba con Garrod. La visión de Jane vino acompañada por una punzada de deseo y pena. La vida con Jane habría sido tan…
Garrod sintió pánico al darse cuenta de que ya estaba previendo la victoria de Esther antes de hablar una sola palabra.
«Elijo a Jane —se dijo al salir de la ducha—. Elijo la vida.» Pero más tarde, al sonar el timbre de la puerta, creyó que estaba agonizando. Abrió muy despacio y vio a Esther en compañía de su enfermera personal. Iba esmeradamente vestida, con un mínimo de maquillaje, y llevaba el tipo de gafas oscuras usado por personas con ojos desfigurados.
—¿Alban? —dijo ella con voz agradable.
«Va a ser valiente —pensó tristemente Garrod—. Ciega, por eso lleva las gafas oscuras, pero valiente.»
—Adelante, Esther.
Garrod incluyó a la enfermera en su gesto, pero lógicamente la otra mujer estaba aleccionada por su esposa y retrocedió por el corredor, con su antiséptica cara rojo coral mostrando censura hacia Garrod.
—Gracias, Alban.
Esther extendió la mano, pero Garrod la cogió por el codo y la condujo hasta un sillón. Él tomó asiento frente a ella.
Has tenido un buen viaje?
—Sí. Tenías razón, Alban. Puedo ir por ahí a pesar de mi impedimento. He viajado miles de kilómetros sólo para estar contigo.
—Yo… —El significado de las palabras finales de Esther no le pasó desapercibido a Garrod—. Eso es maravilloso para ti.
Esther, por su parte, captó las palabras finales de su esposo.
—¿No te alegras de verme?
—Naturalmente que me alegro de verte en perfectas condiciones otra vez.
—No te he preguntado eso.
—¿No?
—No. —Esther estaba muy erguida, con las manos casi cruzadas en su regazo— ¿Cuándo empezaste a odiarme, Alban?
—¡Por el amor de Dios! ¿Por qué tengo que odiarte?
—Eso mismo me pregunto yo. Debo de haber hecho algo muy…
—Esther —atajó Garrod con firmeza—, no te odio.
Contempló los rasgos precisos, las tenues arrugas de tensión, y su corazón dio un vuelco.
—¿Pero no me amas, verdad?
«Aquí está —pensó Garrod—. Aquí está el instante preciso del que depende todo tu futuro.» Abrió la boca para dar la respuesta que su esposa buscaba, pero su mente estaba sumida en un frío criogénico. Se levantó, se acercó a la ventana y contempló la calle. Las motas anónimas que se consideraban personas seguían pululando. ¿«Cómo demonios podrá un observador desde un satélite, mirando perpendicularmente, diferenciar a un hombre de otro?», se preguntó.
—Contéstame, Alban.
Garrod tragó saliva, deseando poder huir, pero imágenes inconexas estaban fluctuando en su mente. Una avioneta de aspersión aérea planeando en el cielo, brillante como un crucifijo de plata. Schickert al borde del pánico porque su factoría no podía atender la demanda de polvo de retardita. La oscura campiña centelleante…
Las vacilantes manos de Esther tocaron su espalda. Se había levantado del sillón sin que él lo advirtiera.
—Me has dado la respuesta que necesitaba —dijo su esposa.
—Lo he hecho?
—Sí. —Esther respiró profundamente, temblorosa—. ¿Dónde está ella en estos momentos?
—¿Quién?
Esther se echó a reír.
—¿Quién? Tu nueva compañera de cama, a ella me refiero. Esa… ramera que lleva los labios plateados.
Garrod se quedó consternado. Tenía la impresión de que Esther había usado un poder terrible para sondear su mente.
—¿Qué te hace pensar que…?
—¿Crees que soy tonta, Alban? ¿Olvidas que llevabas encima mis discos oculares durante la comida del día en que llegaste aquí? ¿Crees que no me fijé en el modo en que te miraba la chica de John Mannheim?
—No recuerdo que me mirara de un modo especial —dijo Garrod para evadir la respuesta directa.
—Estoy ciega —repuso Esther, en tono de amargura—, pero no tan ciega como tú finges estar.
Garrod la miró fijamente y, de nuevo, sus pensamientos rebotaron. «Miller Pobjoy no habló de satélites. Yo fui el único que inventó la historia de los satélites, ¡y lo único que hizo él fue dejarme seguir hablando! Hace días que lo sé, y es una cosa que ha estado carcomiéndome, pero no podía enfrentarme…»
La puerta se abrió bruscamente y Jane Wason entró en la habitación.
—Acabo de terminar, Al, y… ¡Oh!
—Calma, Jane —dijo Garrod—. Entra y te presentaré a mi esposa. Esther, ésta es Jane Wason. Trabaja como secretaria para… John Mannheim.
Esther sonrió dulcemente, aunque mirando deliberadamente en la dirección incorrecta a fin de poner de manifiesto su ceguera.
—Sí, entra, Jane. Estábamos hablando de ti.
—Creo que será mejor que no me entremeta.
—Creo que será mejor que te quedes —dijo Esther en un tono más duro—. Estamos intentando decidir exactamente quién es la verdadera entremetida.
Jane se acercó al matrimonio, con los enormes ojos fijos en la cara de Garrod, aguardando a que él dijera algo. Garrod se sintió extremadamente incapaz de hacer frente a la situación.
—Habla, Alban. Habla clara, precisa y definitivamente —dijo Esther.
Garrod contempló la cara de Esther. La edad y el cansancio se hallaban reflejados allí, en contraste con la lozana juventud de Jane. Esther había atravesado un continente, ciega, para vérselas con él. De las tres personas que había en la habitación ella era la única con un impedimento físico, y sin embargo estaba dominando la situación. Esther era fuerte. Era una mujer valiente, pese a la indefensión de su ceguera; ahora aguardaba con la cara vuelta hacia Garrod. Lo único que tenía que hacer él era agarrar firmemente el hacha verbal con ambas manos… y dejarla caer sobre su esposa.
Cerró un momento los ojos, y cuando los abrió Jane estaba saliendo de la habitación. Garrod corrió tras ella.
—Jane —dijo desesperadamente—, dame una oportunidad para pensar.
—No. El coronel Mannheim ha terminado su estancia en Augusta. Sólo he venido a decirle que nos iremos a Macon en el último vuelo del día.
Garrod la cogió por la muñeca, pero ella se revolvió y liberó con inesperada fuerza.
—Déjame en paz, Al.
—Puedo resolver este asunto.
—Sí, Al. Puedes hacerlo… del mismo modo que resolviste el asunto de los…
La última palabra de la frase se perdió con el ruido de la puerta al cerrarse, pero Garrod no tenía necesidad de oírla. Sabía que la última palabra era «satélites».
Creyó que sus piernas eran de goma cuando volvió a la habitación y se sentó. Esther avanzó a tientas hacia él y apoyó las manos en sus hombros.
—Mi pobre y querido Alban —musitó.
Garrod hundió la cara en sus manos. «No hay ningún satélite —pensó—. Ningún torpedo con ojos de retardita desciende de su órbita. A ellos no les hacen falta. ¡No cuando están rociando de vidrio lento el mundo entero!»
Una calma preternatural pareció dominar su cerebro mientras consideraba la mecánica de la idea. El análisis óptico que permitía la estructura cristalina de la retardita era tan definido que era posible obtener una imagen útil de una partícula con micrones de diámetro. Y sin embargo las motas serían invisibles a simple vista en condiciones normales. Estaban siendo utilizadas millares y millares de toneladas de polvo de retardita con dilaciones diversas, que era lanzado por todo el continente con avionetas de aspersión. Ese tipo de aviones solía usar eyectores eléctricamente cargados, comunicando a las partículas un potencial electromagnético; de ese modo, eran atraídas por los cultivos en vez de flotar hacia el suelo. Pero en este caso los ojos microscópicos de vidrio lento se lanzaban desde gran altura a fin de que se pegaran a cualquier cosa: árboles, edificios, postes telegráficos, flores, laderas de montañas, pájaros, insectos voladores… La retardita iba a estar en la ropa de la gente, en los alimentos, en el agua que todo el mundo bebía.
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