»Un momento crucial fue cuando McCullough entró y cerró la puerta del camión, pero no reparó en que estaba viendo el garaje con un aspecto distinto al que en realidad tenía aquella noche. Y Sala se preocupó de permanecer debajo del vehículo durante todo el rato. Las ruedas delanteras del camión estaban en charcos de espeso aceite, que permitía moverlas con facilidad, y Sala, que había cronometrado el trayecto por una ruta sencilla y libre de cruces fuera de la ciudad, hizo que McCullough girara el volante de acuerdo con el programa ya trazado.
»Con las hojas de vidrio lento adecuadamente cargadas de imágenes de McCullough, Sala redujo casi a cero la velocidad de emisión y guardó los cristales para usarlos en el futuro. Otra noche, actuando al abrigo de la lona, quitó los cristales de la puerta del garaje, los sustituyó por placas de retardita y pasó una hora ocupándose en fruslerías. También sacó estas hojas, redujo casi a cero el ritmo de emisión y las reservó para cuando fueran necesarias. Ya estaba listo para cometer el crimen perfecto.
»La noche que recibió el mensaje codificado para que procediera, Sala suministró a Matt McCullough un potente sedante que le mantendría apartado de las ventanas del piso superior durante el tiempo en que se suponía que estaba conduciendo el camión. Sala se aseguró entonces de que las puertas del garaje estuvieran tapadas por fuera, y metió en el camión el cañón láser ya montado. Aseguró las placas de retardita en la puerta del garaje y en la carrocería, aceleró la emisión hasta el ritmo normal, y salió de la ciudad en dirección a Bingham.
»Fue en este momento cuando el singular diseño del Burro desempeñó un papel vital, porque de haber ido en un vehículo normal, Sala no habría visto la carretera tal como estaba aquella noche Hizo girar el parabrisas hasta dejar una finísima hendidura entre el cristal y el marco, para poder ver delante. La visión, enormemente restringida, hizo que el viaje fuera bastante dificultoso, con el inesperado problema de que el sonido del motor y la sensación de movimiento, en contraste con la visión estática del interior del garaje, le provocaron desorientación y náuseas.
»Una vez en el campo, sin embargo, más allá de la vigilancia de las cámaras de vidrio lento, Sala pudo abrir un poco más el parabrisas y conducir con relativa comodidad. Además, redujo casi a cero la velocidad de emisión de la retardita, conservando las imágenes de McCullough para el viaje de vuelta a través de la ciudad. Las cámaras de todos los coches con los que se encontró aquella noche sólo emitirían imágenes de un McCullough inmóvil al volante, aunque eso era aceptable en una autopista, cuando prácticamente no se requiere del conductor que efectúe movimientos de control. En cualquier caso, lo más probable era que todas estas precauciones fueran innecesarias, ya que no iba a seguirse el rastro del asesino hasta el punto de que Sala quedara comprometido. Simplemente, una parte del plan exigía disponer de toda una línea alternativa de defensa.
»Sala dispuso su cañón en el escenario elegido para el asesinato. Poco tiempo después, un mensaje personal emitido mediante radio de corto alcance indicó a Sala que el coche del senador se aproximaba… y cuando el vehículo llegó a la parte baja de la depresión, abrasó a conductor y automóvil hasta dejarlos convertidos en un montón de reluciente y crujiente escoria.
»En el viaje de regreso, Sala se detuvo a varios kilómetros de distancia y enterró el cañón. Hizo el resto del trayecto sin incidentes y volvió al garaje bastante antes del amanecer. La artimaña del cabo suelto que había dispuesto cuidadosa y discretamente hizo que la lona alquitranada cayera sobre las ventanas al cerrarse la puerta del garaje. Sala quitó las hojas de retardita de la puerta y del camión y las sustituyó por cristal ordinario. Después usó un regenerador para desorganizar la estructura cristalina del vidrio lento, anulando para siempre la muda evidencia. Como precaución adicional rompió las placas en pequeños fragmentos y echó éstos al horno del sótano.
»Sólo quedaba la fase final del plan. Sala subió al dormitorio de McCullough, se quitó el sombrero de éste y lo colgó en su lugar habitual detrás de la puerta. A continuación extrajo un frasco de veneno trombogénico especialmente preparado que la organización había enviado. McCullough continuaba dormido a causa de la droga y no se despertó mientras Sala frotaba el veneno en la piel de su brazo izquierdo. El punto elegido por Sala para aplicar el veneno haría que McCullough falleciera por embolia aguda aproximadamente cuatro horas después.
»Muy satisfecho con su trabajo nocturno, Sala tomó un vaso de leche y un bocadillo antes de acostarse con su esposa.
—Cuando usted trama una teoría —dijo lentamente Remmert—, lo hace realmente en grande.
—Estuve en el negocio de trama de teorías —Contestó Garrod, indiferente—. En realidad esta teoría es buena en cuanto que explica la totalidad de hechos observados, pero falla en un aspecto importante.
—Excesivamente complicada. Demasiadas suposiciones, según Occam.
—No, en estos tiempos los planes criminales han de ser complejos. Pero no puedo imaginar un modo de demostrar la verdad de mi teoría. Apuesto a que habrá arañazos recientes en los mar cos de las ventanas del camión y en la puerta del garaje, pero eso no demostraría nada.
—Tal vez encontremos restos de retardita en el horno.
—Tal vez —concedió Garrod—. Pero no existe ninguna ley que prohíba quemar vidrio lento, ¿no le parece?
—¿No existe ninguna ley? —Remmert se dio una palmada en la frente como si intentara poner en acción su memoria. Un sarcasmo visual—. ¿Le gustaría ir a la casa de Sala? Echar un vistazo a la realidad?
—De acuerdo.
Acompañado por otro detective llamado Agnew, se dirigieron hacia el sector oeste de la ciudad. El cielo matutino estaba casi en su apogeo, con la nubes flotando en la cerámica azul y cambiando la calidad de la luz reflejada por las cuidadas viviendas. El coche ascendió por un empinado arrabal y se detuvo cerca de una casa pintada de blanco. Garrod experimentó un peculiar escalofrío al reconocer el hogar de Sala y cuando sus ojos fueron captando los familiares detalles de la estructura, el jardín y el garaje.
—Parece en silencio —dijo—. ¿Habrá alguien en la casa?
—No lo creo. Dejamos que Sala atienda su negocio, pero tenemos llaves, y él nos dijo que podíamos entrar cuando quisiéramos. Está cooperando al máximo.
—En la posición en que se encuentra ha de hacer todo lo que pueda para ayudarles a culpar a McCullough.
—Supongo que el garaje le interesará más que cualquier otra cosa.
Recorrieron el corto camino de la casa y Remmert usó una llave para abrir manualmente la puerta del garaje. El interior olía a pintura, gasolina y polvo. Contemplado por los dos agentes, Garrod deambuló cohibido por el garaje, alzando extraños objetos, latas vacías y viejas revistas, y dejando caer todo lo que cogía.
Tenía la convicción de que estaba poniéndose en ridículo, pero no estaba dispuesto a irse del garaje.
—No veo manchas de aceite en el suelo —dijo Remmert—. ¿Cómo pudo Sala hacer girar las ruedas?
—Con esto. —La memoria de Garrod vino en su ayuda. Señaló dos lustrosas revistas con marcas de neumáticos en las portadas y páginas internas muy arrugadas—. Es un viejo truco de aficionados. Se hacen girar las ruedas delanteras sobre el papel satinado de las revistas y dan vueltas con gran facilidad.
—¿Eso no demuestra nada, no es cierto?
—Para mí sí —repuso tercamente Garrod.
Remmert encendió un cigarrillo y Agnew una pipa, y los dos detectives salieron a dar un paseo en aquel ambiente extrañamente opresivo. Siguieron fumando diez minutos largos, conversando en voz baja, y luego empezaron a mirar sus relojes de pulsera para indicar que estaban preparados para la comida. Garrod compartía el deseo de los agentes —iba a comer con Jane—, pero tenía la sensación de que si no lograba avances importantes en esta visita, cuando estaba contemplando el interior del garaje con la especial claridad que sólo se tiene al ver una cosa por primera vez, jamás llegaría a ninguna parte.
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