Agnew desatasco su pipa con suaves golpecitos y se sentó dentro del coche. Remmert tomó asiento en la cerca del jardín y pareció interesarse mucho por las formaciones nubosas. Deseando que los otros se fueran y le dejaran solo, Garrod dio un último paseo dentro del garaje y vio un fragmento de vidrio cerca de la pared que lo unía a la casa. Se arrodilló y lo recogió, pero la prueba más sencilla —mover un dedo detrás del cristal— demostró que se trataba de vidrio ordinario. Remmert dejó de examinar el cielo.
—¿Ha encontrado algo?
—No. —Garrod meneó la cabeza, falto de ánimo—. Vámonos.
—Por supuesto.
Remmert bajó la levantada puerta, oscureciendo el garaje.
La cara de Garrod se hallaba cerca de la pared interna, que no estaba pintada, y al moverse, en el mismo instante de erguirse, vio que una tenue imagen circular aparecía en las secas tablas. Había la difusa silueta de un tejado, un fantasmal árbol con las ramas al viento… y boca abajo. Dando la vuelta rápidamente, miró la pared externa del garaje y vio una reluciente estrella blanca situada a metro y medio de altura sobre el suelo. Había un diminuto agujero en el maderamen. Se acercó y miró por la minúscula abertura. Un chorro de aire frío procedente del exterior actuó sobre su ojo como una manguera, provocándole lagrimeo, pero Garrod contempló el mundo iluminado por el sol, la ladera ascendente con las casas acurrucados en cobijos de arbustos. Se acercó a la puerta, se agachó por debajo del borde inferior e hizo una seña a Remmert.
—Hay un agujero en esta pared —dijo—. Forma un ligero ángulo hacia abajo, por eso es imposible verlo cuando estás cerca.
—¿Qué importancia…? —Remmert se agachó y miró a través del agujero—. No sé si…
—Cree que es lo bastante grande para servir de algo?
—¡Naturalmente! Si es cierto que Sala estuvo aquí dentro, un observador habría visto la hendidura luminosa brillando de un modo intermitente. Pero si Sala no estaba dentro, si únicamente estaba programado en los vidrios lentos de las ventanas, la luz habría permanecido constante.
»¿Cuántas casas se divisan desde aquí?
—Pues… exactamente doce. Pero algunas están bastante alejadas.
—No importa. Si una casa tiene una ventanorama mirando en esta dirección, podrá ventilar el caso esta tarde.
Garrod dio una patada al fragmento de cristal que había descubierto en la variable luz del sol. Estaba convencido de que se encontraría un testigo de vidrio lento.
Remmert le miró fijamente un momento y luego te dio una palmada en el hombro.
—Tengo prismáticos en el coche.
—Vaya a buscarlos —dijo Garrod—. Haré un bosquejo con la situación de las casas que nos interesan.
Sacó su cuaderno de notas y volvió a mirar por el agujero, pero decidió que el bosquejo no era necesario. La colina había quedado sumida en la sombra de las nubes, y Garrod vio, incluso a simple vista, que una de las viviendas poseía una ventana con un resplandor verde que transportaba luz solar, igual que una esmeralda rectangular.
La noticia de que Ben Sala había sido detenido por el asesinato del senador Wescott fue transmitida a últimas horas de la tarde. Garrod estaba solo en su habitación color oro y verde oliva, esperando que Jane acabara su jornada laboral con John Mannheim. Llevaba casi una hora ante una ventana mirando la calle, veinte pisos por debajo, y no había sido capaz de liberarse de la sensación de recelo que se agitaba fríamente en su estómago.
Al regresar al hotel después de comer, había recibido un mensaje de Esther, un mensaje que esperaba. La nota decía:
Llego a Augusta esta tarde y estaré en tu hotel a las siete. Con cariño,
Esther.
Desde que había enviado su mensaje, Garrod esperaba tener noticias de su esposa, ya que deseaba que el enfrentamiento final fuera cosa del pasado, tal como debía ser. Pero en aquel momento, de repente, tenía miedo. La frase final de su esposa: «Con cariño, Esther», interpretada en su contexto, significaba que la ruptura no iba a ser elegante, que ella aún seguía considerándole de su propiedad. Todo iba a ser largo, violento y abrasivo.
Al analizar sus sentimientos, Garrod comprendió que estaba asustado de su blandura moral, de la incapacidad casi patológica de herir a otras personas, aun cuando fuera necesario, aun cuando ambas partes resultaran beneficiadas con un golpe rápido y decisivo. Podía pensar en numerosos ejemplos, aunque su mente, introvertida, se lanzaba hacia los casos más antiguos, cuando él tenía diez años y formaba parte de una pandilla de Barlow, Oregon.
El joven Alban Garrod no se adaptaba demasiado bien, y estaba desesperadamente ansioso por obtener la aprobación del jefe de la pandilla, un chico rollizo, aunque fuerte, llamado Rick. Su oportunidad se presentó un día al volver a casa después de la escuela en compañía de un muchacho mal visto llamado Trevor, que ocupaba un puesto alto en la «lista de ejecuciones» de la banda. Trevor hizo una insensata observación menospreciativa acerca de Rick, y Alban, pese a sentir asco de sí mismo, relató el incidente al ofendido. Rick acogió la noticia con agrado y concibió un plan. La pandilla rodearía a Trevor en un callejón y Rick expondría una acusación formal. Si Trevor admitía su culpa, le darían una paliza a manera de lección, y si la negaba, estaría llamando mentirosos a Rick y Alban, lo que le valdría un castigo igualmente severo. Todo marchó bien hasta que llegó el momento crucial.
Tras el ritual de romperle la bragueta, cosa que siempre se hacía para que el enemigo quedara en desventaja psicológica, Trevor fue acorralado contra la pared, con las solapas recogidas en el puño de Rick. El acusado negó frenéticamente haber pronunciado las fatales palabras. De acuerdo con su poco claro código, Rick aún no estaba autorizado a darle un puñetazo. Miró a Alban en busca de confirmación.
—Él lo dijo, ¿verdad?
Alban contempló a Trevor, un chico al que despreciaba, y se acobardó al ver el terror y la súplica que había en aquellos ojos. Notando que estaba poniéndose enfermo, dijo:
—No. No le oí decir nada contra ti.
Rick soltó al prisionero y le dejó escabullirse, ponerse a salvo. Después se volvió hacia Alban con una mirada de asombro que se convirtió en desprecio y enfado. Avanzó hacia él haciendo oscilar sus potentes puños. Alban, a sus diez años, aceptó la paliza con algo parecido a alivio. Lo único importante era que no había tenido que machacar a otro ser humano.
Dada la historia personal de Garrod, y sin la presencia de Jane para darle fuerzas, existía la posibilidad —muy débil, pero posibilidad a pesar de todo— de que él conviniera con su esposa, si ella le hablaba del modo adecuado, en volver al hogar en su compañía y convertirse de nuevo en un fiel marido. El pensamiento hizo que un hormigueo de frío sudor brotara de su cara. Apoyó la cabeza en el cristal de la ventana y contempló los minúsculos rectángulos de color que eran los coches y las manchas todavía más pequeñas que eran las personas que iban por la calle. Vistos desde arriba, los peatones carecían de identidad —apenas era posible diferenciar hombres y mujeres—, y a Garrod le resultó arduo aceptar que todos y cada uno de aquellos restantes puntitos se consideraban el centro del universo. La depresión de Garrod aumentó en intensidad.
Entró en el dormitorio, se tumbó sobre la cama e intentó dormir, pero el sueño era imposible. Al cabo de veinte minutos quebrantó una de sus estrictas normas activando el videófono situado junto al lecho y llamando a sus oficinas de Portston para ver cómo iban las cosas. En primer lugar habló con la señora Werner, y ésta le ofreció un detallado informe de los importantes acontecimientos de los últimos días. Después habló con diversos jefes, entre ellos Manston, que solicitó consejo para ocuparse de la relación de Garrod con los recientes sucesos de interés periodístico. También habló con Schickert, al borde del pánico ante el hecho de que una agencia comercial del gobierno estaba presentando nuevos pedidos prioritarios de partículas de retardita a un ritmo imposible de satisfacer aun cuando la nueva factoría de pinturas luminosas estuviera en funcionamiento. Garrod tranquilizó a Schickert y estuvo una hora en conferencia con otros miembros directivos.
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