Bob Shaw - Otros días, otros ojos

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Otros días, otros ojos: краткое содержание, описание и аннотация

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El “vidrio lento” es un cristal que absorbe poco a poco la luz de los sucesos que ocurren delante de él, los cuales resultan visibles meses o años después.
A partir de esta idea, Bob Shaw construye una excelente y a la vez original novela. La profética visión de lo que podría ser un invento de estas características y la problemática social de su uso, desde el crimen casi perfecto hasta la verificación por parte de la justicia al cabo de cinco años— hacen de esta novela una obra maestra de ciencia ficción en el mas puro sentido de la palabra.

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Pobjoy estaba hablando en un tono mordaz, sosegado, pero las apenas perceptibles inflexiones de su pregunta espolearon a Garrod. Una fría intuición se agitó en las profundidades de su conciencia. Se volvió de espaldas e hizo ver que estaba atareado buscando y encendiendo otro cigarrillo, tanto para ocultar su cara a Pobjoy como para tener tiempo de pensar.

—Sí —dijo, con la mente a pleno rendimiento—. Puedo sugerir un método.

—¿Cuál?

—Un uso muy ilegal de la retardita.

—Eso es simplemente una vaga generalidad, señor Garrod… no un método.

—De acuerdo, seré un poco menos vago. —Garrod se sentó frente a Pobjoy y le miró fijamente a los ojos, con la mente henchida de una nueva certidumbre—. El vidrio lento ya se ha usado en satélites, pero el ordinario hombre de la calle, incluso el miembro normal de la Liga por la Defensa de la Intimidad, no se preocupa por eso, porque la información grabada es transmitida por televisión, y nadie cree que poseamos un sistema capaz de mostrar detalles tan pequeños como un ser humano cualquiera. La pérdida de calidad en la imagen en altitudes orbitales imposibilita esto último.

—Prosiga —dijo precavidamente Pobjoy.

—Sin embargo, la nitidez de las imágenes del vidrio lento es tan perfecta que, en las circunstancias y condiciones atmosféricas apropiadas y con los instrumentos ópticos al caso, compensadores de turbulencias, etcétera, es posible seguir los movimientos de las personas y de los automóviles… si se lleva el cristal a un laboratorio para examinarlo. Y para hacer esto sólo se necesita un sistema de traslado, una nave robot, un torpedo en realidad, que el satélite nodriza dispara en dirección a zonas ya seleccionadas.

—Bonita idea…, ¿pero ha pensado en el costo?

—Astronómico, aunque justificable en determinadas circunstancias… como por ejemplo asesinatos políticos.

Pobjoy hundió la cara en las manos, guardó silencio un instante y luego habló a través de sus dedos.

—¿No le horroriza esa idea?

—Es la mayor invasión de la intimidad de toda la historia.

—Cuando íbamos a Bingham ayer por la tarde, usted dijo algo acerca del enorme descenso en el número de delitos, que compensa la pérdida de derechos de los ciudadanos.

—Cierto… pero esta nueva idea lleva el caso a un punto en que ningún hombre puede sentirse seguro de estar solo, ni siquiera en la cima de una montaña o en pleno Valle de la Muerte.

—¿Cree usted que el gobierno de los Estados Unidos gastaría millones de dólares simplemente para observar la comida campestre de una familia?

Garrod meneó la cabeza.

—¿Admite que tengo razón? —dijo.

—¡No! —Pobjoy se puso de pie bruscamente y se acercó a la ventana. Contempló las verticalidades de la ciudad y, con voz más calmada, añadió—: Si… si tal cosa fuera cierta, ¿cómo iba a admitirla?

—Sin embargo, si fuera cierta, usted se encontraría en la curiosa posición de saber quién asesinó a Wescott y, sin embargo, tener que demostrarlo, o aparentar demostrarlo, mediante otro medio.

—Ya hemos considerado ese argumento, señor Garrod, pero en todo caso no es más que la situación en que nos encontraríamos. Lo que me hace falta saber es si…

—¿Sigue resuelto a difundir su teoría?

—Tal como usted observa, sólo es una teoría.

—Pero una teoría que causaría un enorme… —Pobjoy eligió la palabra con manifiesto tacto— daño.

Garrod se levantó y se acercó también a la ventana.

—Tal vez me persuada a no hacerlo. Como inventor del vidrio lento me siento un poco responsable. Además, me disgusta dejar a medias un problema no resuelto.

—¿Quiere decir que seguirá siendo miembro del equipo de asesores?

—Ni en sueños —dijo alegremente Garrod—. Deseo trabajar en la investigación real. Si conoce a su hombre, tendremos que encontrar alguna forma de acusarlo.

Diez minutos más tarde, Garrod se hallaba en la habitación de Jane Wason, en la cama. Después de que otra unión de cuerpos ratificara su nuevo contacto con la vida, Garrod, aunque obligado al secreto, hizo saber a Jane que sus sospechas sobre las maniobras de Pobjoy con la investigación eran correctas.

—Así lo creía —dijo ella—. John nunca me ha dicho nada al respecto, pero sé que ha intentado deducir el método secreto.

—Quieres decir que no lo conoce? —Garrod era incapaz de no vanagloriarse—. No debe de haber abordado correctamente a Pobjoy. He trabajado con John el tiempo suficiente para saber que siempre aborda correctamente todos los asuntos. —Se apoyó en un brazo y miró a Garrod—. Si él no ha sido capaz de averiguarlo…

Garrod se echó a reír al ver la mirada especulativa que había en los ojos de Jane y el esbozo de una arruga que deformaba la fina línea de las cejas de la mujer.

—Olvídalo —dijo tranquilamente, mientras atraía hacia su cuerpo el ya familiar torso.

13

Desde el principio quedó claro que el capitán Peter Remmert desaprobaba la intrusión de Garrod. (Remmert era un hombre caprichoso, variable; a veces se mostraba lacónico, y en otras ocasiones su lengua se soltaba de un modo incongruentemente pedante. En un momento dado, mientras tomaban café, le dijo a Garrod: «El hombre rico cuya afición es resolver crímenes ya no es una figura creíble, ni siquiera en la literatura barata, gracias a la nivelación en la distribución de la riqueza. Su apogeo tuvo lugar en la primera mitad del siglo, cuando lo anormal de su situación pasaba desapercibido para el hombre pobre, que consideraba a los ricos como seres incomprensibles capaces de convertirse en detectives como mero pasatiempo».) Pero Remmert cooperaba al máximo en lo que, bajo su punto de vista, debía de ser un caso aburrido y frustrante. Al principio, lo único que sabía era que él y un selecto grupo de hombres habían jurado guardar secreto, que se les había comunicado un nombre y una dirección de Augusta y que se les había dicho que hicieran todo lo que pudieran para relacionar al sospechoso con el asesinato del senador Wescott.

El sospechoso se llamaba Ben Sala. Tenía cuarenta y un años, era de origen italiano y regentaba un pequeño negocio de venta al por mayor especializado fundamentalmente en detergentes y desinfectantes. Habitaba, en compañía de su esposa, en una modesta casa de un distrito de clase media del oeste de la ciudad. El matrimonio no tenía hijos, y el piso superior de la vivienda estaba subarrendado a un soltero de cincuenta años, Matthew H. McCullough, que trabajaba como conductor en los transportes locales.

A modo de rutina, Remmert hizo ciertas averiguaciones sobre el origen italiano y la familia de Ben Sala, en busca de una conexión con la mafia, pero obtuvo resultados nulos. Puesto que había recibido instrucciones de no entrar en contacto directo con Sala por lo que al asesinato concernía, la investigación parecía estar a punto de concluir tal como había empezado… hasta que se conoció otra muerte.

La mañana siguiente a la muerte del senador Wescott entre los explosivos vapores metálicos de su coche, el inquilino de Sala, McCullough, falleció a causa de un ataque cardiaco mientras entraba en su autobús.

La coincidencia no fue advertida por el equipo de Remmert durante varias horas, y cuando la consideraron les pareció poco más que una excusa preconcebida para hacer una visita al hogar de Sala…, en principio. En ese momento tuvieron acceso a los resultados de ciertos exámenes de las cámaras de vidrio lento del departamento de tráfico. Y estos resultados constituyeron para Remmert una desagradable e inesperada sorpresa. Sus instrucciones eran demostrar que Sala había sido el ejecutor del asesinato, y las cámaras colaboraron hasta el punto de mostrar el abollado camión de reparto de Sala saliendo de su casa, dirigiéndose hacia el norte, hacia Bingham, horas antes del asesinato y regresando por la misma ruta varias horas después del crimen. Pero había una pega.

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