—Tus padres vendrán pronto —dijo.
—No; les dije que esta noche deseábamos estar solos.
—Pero la compañía te sentaría bien.
—Tú eres las única compañía que deseo.
Cenaron a solas y después volvieron a la biblioteca. En todas las ocasiones en que Garrod intentó iniciar una conversación, Esther indicó con claridad que prefería no hablar. Garrod miró su reloj de pulsera: la medianoche estaba muy lejos, en la cresta de una montaña de tiempo.
—¿Qué me dices de los libros sonoros que te he comprado? ¿No te gustaría escuchar algo?
—No. Ya sabes que nunca me ha preocupado demasiado la lectura.
—Pero eso sería distinto. Sería como escuchar la radio.
—Escucharía la radio real si quisiera hacerlo.
—La cuestión es… Olvídalo.
Garrod se esforzó en guardar silencio; cogió un libro y se puso a leer.
—¿Qué haces?
—Nada… Sólo leer.
—Alban, hay algo que me gustaría mucho hacer —dijo Esther unos quince minutos después.
—¿Qué es?
—¿Podríamos ver juntos algún programa de televisión?
—No sé a qué te refieres.
—Llevaremos gafas distintas. —Esther denotaba un ansia infantil—. Yo escucharé el sonido con mis auriculares, y si hay algún detalle de la imagen que no pueda captar, tú me explicarás lo que ocurre. De esa manera ambos tomaremos parte, juntos.
Garrod vaciló. La palabra juntos había aflorado de nuevo, como sucedía con mucha frecuencia aquellos días en las conversaciones con Esther. Ninguno de los dos había vuelto a referirse a la cuestión del divorcio.
—De acuerdo, cariño —dijo Garrod.
Se acercó a un cajón, sacó los accesorios tridimensionales y puso uno de los juegos en el rostro serenamente expectante de su esposa. El ascenso cuesta arriba, hacia la medianoche, se estaba haciendo más largo y empinado.
La cuarta mañana Garrod asió a Esther por los hombros y la mantuvo frente a sí.
—Lo acepto —dijo—. Acepto que tengo parte de culpa en que hayas perdido la vista, pero ya no aguanto más.
—Ya no aguantas más qué, Alban?
Esther parecía herida y sorprendida.
—Este castigo. —Garrod suspiró, tembloroso—. Estás ciega, pero yo no. Tengo que proseguir mi trabajo…
—Para eso tienes directivos.
—… y mi vida, Esther.
—¡Todavía quieres divorciarse!
Esther se retorció para desasirse, dio unos pasos y cayó en una mesa baja. No intentó levantarse; se quedó tendida en el suelo, sollozando en silencio. Garrod contempló a su esposa un instante, desesperado, y luego la cogió en sus brazos.
Aquella misma tarde recibió una llamada de McFarlane. El jefe de investigación estaba pálido y fatigado, pero sus ojos, empequeñecidos por las lentes cóncavas, destellaban igual que circones.
Empezó preguntando por Esther con un tono casual que no logró ocultar su excitación.
—Esther está bien —dijo Garrod—. Pasa por un periodo de adaptación…
—Lo imagino. Eh…, ¿cuándo volverás al laboratorio, Al?
—Pronto. Dentro de algunos días. ¿Me has llamado sólo para pasar el rato?
—No. En realidad…
—Lo has conseguido; ¿es eso, Theo?
Garrod sintió un presentimiento. McFarlane asintió con solemnidad.
—Hemos obtenido emisión acelerada controlada. Un efecto pendular bastante definido, aunque con una frecuencia variable controlada mediante realimentación de la frecuencia de los rayos X. Los chicos tienen un trozo de vidrio lento en el dispositivo, y ahora mismo lo están acelerando como si fuera una película casera. Acelerándolo hasta una hora por minuto, decelerándolo cuando les apetece, casi congelando las imágenes.
—¡Control perfecto!
—Te dije que lo conseguiríamos al cabo de tres meses, Al… y eso fue hace diez semanas.
McFarlane parecía intranquilo, como si hubiera dicho algo que prefería haber callado; Garrod lo captó inmediatamente. Si él no hubiera sido tan egoísta, si no hubiera intentado hacer el descubrimiento por su cuenta pese a llevar años de atraso en los avances de los laboratorios, su esposa aún conservaría la vista. La responsabilidad y la culpabilidad eran suyas, y de nadie más.
—Felicidades, Theo —dijo Garrod.
—Esperaba sentirme contento. La retardita ya está perfeccionada. La dilación fija era lo único que lo impedía. A partir de ahora un simple trozo de vidrio lento es superior a la cámara más costosa del mundo. Todo lo anterior no es nada comparado con lo que se avecina.
—Entonces, cuál es tu problema, Theo?
—Acabo de comprender que jamás volveré a estar completamente solo.
—No te preocupes por eso —dijo tranquilamente Garrod—. Todos tendremos que aprender a vivir así.
TERCERA LUZ SECUNDARIA:
Una cúpula de vidrio multicolor
La vida, cual cúpula de vidrio multicolor, mancilla el albo resplandor de la eternidad.
P.B. SHELLEY
El duelo entre el Diseñador y el Soldado Raso estaba entrando en su sexto año.
Era una lucha tranquila, amarga, caracterizada y hecha notable por el hecho de que había durado más que el invariable número de semanas. De acuerdo con las reglas no escritas que rigen ese tipo de cosas, el Diseñador debía de haber triunfado en una fase anterior, porque. todos los recursos y todas las ventajas estaban de su parte.
El Diseñador se llamaba Lap Wing Chon, y aunque en último término era responsable ante el presidente Lin, la reputación de que gozaba en su provincia era tal que poseía la autoridad de un emperador. Brillante ingeniero civil —la profesión que le había valido su apodo popular—, Lap Wing Chon se había graduado en política, se había hecho famoso como teórico y en cierta fase de su vida había parecido estar destinado a ser primer mandatario de la República Popular. Su progreso en esa dirección se vio obstaculizado por los defectos afines del egotismo y el provincialismo, pero esos mismos puntos débiles reforzaron su posición entre la gente del estuario en que había nacido. El sistema de instalaciones para controlar la pleamar diseñado por él, y que insistió en construir pese a ciertas quejas importantes del plan nacional respecto a la productividad de la zona, había salvado un número aproximado de medio millón de vidas al cabo de cinco años de terminarse. Era un hombre rudo, terco, inteligente, patriotero…, y la gente le quería. Dentro de las fronteras de su provincia, Lap Wing Chon poseía el equivalente del poder absoluto. Por ejemplo, podía haber ordenado la ejecución del Soldado Raso en cualquier instante de los seis años de su duelo, pero ése no era su estilo, y tampoco se había propuesto hacer tal cosa.
El Soldado Raso no era ni mucho menos soldado raso, y la explicación de que sólo él y Lap Wing Chon supieran o comprendieran por qué le llamaban así estaba en la naturaleza de su lucha. Se llamaba Lawrence Bell Evans. Había nacido en Portsmouth, Inglaterra, pero se había educado en Massachusetts, y era teniente de las Fuerzas Aéreas Norteamericanas cuando su avión fue alcanzado por un rayo durante un vuelo Manila-Seúl. El aparato se vio obligado a caer en dominios del Diseñador, y Evans, el piloto, fue el único miembro de la tripulación que sobrevivió al accidente. Dos décadas antes habría sido transportado hasta Pekín para ser ofrecido a su país en una subasta diplomática, pero se habían producido considerables evoluciones y cambios en el seno del Partido. El aviador no tenía valor político, de modo que su destino se hallaba únicamente en manos de Lap Wing Chon.
Ambos, el Diseñador y el Soldado Raso, se conocieron fugazmente una tarde cuando el primero se hallaba en una rutinaria visita a la fortaleza del siglo XII que supuestamente era un monumento histórico, pero que servía como lugar conveniente para albergar a diversos inadaptados y monstruos políticos.
Читать дальше