Mayrick sonrió y cogió su paquete de tabaco.
—Sé que en este caso no es correcto admitir que se tiene la mente cerrada a algo, pero a veces me canso de parecer liberal, consciente y todas esas cosas… Sí, mi mente está cerrada a esa posibilidad. ¿Y bien?
—¿Le importa que exponga algunos puntos?
—No. Adelante.
Mayrick le animó con visibles ademanes, creando remolinos de humo.
—Gracias. Primero: esta mañana he oído por la radio que William Kolkman, el hombre que resultó muerto, frecuentaba las salas de apuestas que hay a lo largo del río. Bien, ¿qué hacía Kolkman paseando precisamente por la avenida Ridge a esa hora de la noche?
—No sabría decirlo. Quizás iba a robar en una de esas viviendas construidas por encargo… Pero eso no autorizaría a los conductores a ir en su caza.
—¿No le parece importante el detalle?
—No.
—¿Ni siquiera pertinente?
—Tampoco. ¿Tiene otros puntos?
—Uno de los recuerdos de mi suegro es que oyó un ruido muy fuerte de motor, pero… —Garrod vaciló, súbitamente consciente de lo superficiales que debían de parecer sus palabras—. Pero su coche no produce ningún ruido.
—Debe de ser magnífico que su padre político posea un coche tan perfecto —dijo Mayrick, con calculada voz neutral—. ¿Cómo afecta al caso ese detalle?
—Bien, si él oyó…
—Escuche, señor Garrod —atajó bruscamente Mayrick, perdiendo la paciencia—. Dejando aparte el hecho de que su padre político estaba tan drogado con MSR que probablemente debió de pensar que estaba pilotando un bombardero, hay otras personas que oyeron ese automóvil supuestamente silencioso. Tengo declaraciones firmadas de personas que oyeron el impacto, que estuvieron en la escena del crimen al cabo de treinta segundos, que encontraron a Kolkman aún vertiendo sangre en su agonía, y que vieron al señor Livingstone en el automóvil que le mató.
—Usted no mencionó testigos anoche.
Garrod estaba sorprendido.
—Quizá porque anoche estaba ocupado. Y voy a estar ocupado hoy.
Garrod se levantó, dispuesto a marcharse, pero se encontró con que seguía hablando en tono de obstinación.
—Sus testigos no presenciaron el accidente.
—No, señor Garrod.
—¿Qué tipo de iluminación existe en la avenida Ridge? ¿Hojas de retardita?
—Todavía no. —Mayrick parecía estar maliciosamente divertido—. Mire, los residentes adinerados de esa zona han puesto objeciones a que se cuelguen grandes placas de vidriospía cerca de sus hogares, y el municipio sigue peleando con ellos al respecto.
—Comprendo.
Garrod tartamudeó una disculpa por haberse entremetido en la jornada laboral del teniente y salió del edificio. El tenue e ilógico destello de esperanza de poder demostrar que el mundo estaba equivocado respecto al accidente de Livingstone se había esfumado, pero Garrod se dio cuenta de que era incapaz de regresar a la planta. Condujo hacia el norte, lentamente al principio y cobrando velocidad después al admitir finalmente que iba a un lugar concreto.
La avenida Ridge era una faja de hormigón armado bordeado por árboles que serpenteaban hacia un ramal de las Cataratas. Garrod localizó el escenario del accidente, indicado por marcas de tiza amarilla, y aparcó en las cercanías. Sintiéndose extrañamente cohibido, salió del coche e inspeccionó la somnolencia típica del mediodía de los tejados verdes e inclinados, el césped y el oscuro follaje. Se trataba de una zona donde en realidad no hacían falta las ventanoramas; las vistas que había desde las viviendas eran lo bastante placenteras. Sin embargo, las hojas de vidrio con tamaño de ventanas seguían siendo lo suficientemente costosas para convertirlas en excelentes símbolos de posición social. De las seis casas que tenían vista al lugar donde había ocurrido el accidente, dos poseían ventanas que parecían secciones rectangulares tajadas en las laderas de una colina.
Garrod volvió a su automóvil, cogió el videófono y marcó el número de su secretaria.
—Hola, señora Werner. Quiero que averigüe qué almacén suministró una ventanorama de gran tamaño a los ocupantes del dos mil ocho de la avenida Ridge. Ocúpese de ello ahora mismo, por favor.
—Sí, señor Garrod.
La imagen en miniatura de la señora Werner denotó la desaprobación que siempre acompañaba a cualquier tarea considerada por la secretaria como aparte de sus deberes normales.
—En cuanto haya hecho eso, póngase en contacto con el director del almacén y oblíguele a volver a comprar la ventanorama. Que invente cualquier motivo que le venga en gana y que pague el precio que sea.
—Sí, señor Garrod. —La cara de la señora Werner se oscureció todavía más—. ¿Y después?
—Ocúpese de que me envíen la ventanorama a mi domicilio. Esta noche, si es posible.
Garrod pretendía estar fuera de la oficina durante un periodo indefinido, pero una ausencia de tan sólo cinco días creó tal presión de trabajo, combinado con indirectas de dimisión de la señora Werner, que Garrod, de mala gana, convino en pasar varias horas en la planta. Metió el coche en la zona del aparcamiento que tenía reservada y se quedó allí unos instantes, intentando sacudiese la fatiga. El sol de primeras horas de la tarde llenaba el mundo de una luz rojizo-dorada que daba un aspecto curiosamente irreal a los edificios circundantes; y en la distancia, enmarcada en perspectivas industriales, Garrod vio diminutas figuras blancas que jugaban un partido de tenis. Un dulce y nostálgico rayo de luz resaltaba a los silenciosos jugadores, transformándolos en una perfecta miniatura clásica. Garrod tenía el vago recuerdo de haber observado la misma escena hacía años, y ese recuerdo estaba repleto de significado, como si estuviera relacionado con una importante etapa de su vida; pero no pudo determinar la ocasión. El sonido de pisadas en la grava interrumpió sus pensamientos, y al volverse vio a Theo McFarlane acercándose al automóvil. Garrod cogió el maletín y salió del coche. McFarlane le señaló.
—Siempre constante, ¿eh, Planck?
—Desiste, chico. —Garrod le saludó con la cabeza—. ¿Algo nuevo?
—Nada de momento. He estado probando una gama completa de frecuencias y analizando las curvas distancia-tiempo con el ordenador, pero es preciso que pase cierto tiempo antes de que demos en el clavo. ¿Y tú?
—Más o menos igual; no obstante, estoy experimentando con varias frecuencias superpuestas, en heterodinaje, para comprobar si es posible acelerar el efecto pendular.
—Creo que pretendes ir demasiado rápido, Al —adujo McFarlane en tono de duda—. Ya hemos acelerado otras cincuenta hojas de vidrio en el laboratorio y la reacción sigue siendo incontrolable. Me gusta bastante tu método de frecuencias múltiples pero, sinceramente, no creo que estabilice…
—Ya te he explicado la razón de que no pueda dedicar más tiempo. Esther cree que su padre no podrá resistir una estancia en la cárcel, teniendo en cuenta su salud, y mi suegro se enfrenta a la muerte política a menos que…
—¡Oye, Al! Aunque alguien hubiera querido complicarle la vida no podría haberío hecho, no en esas circunstancias. Es decir, resulta tan lastimosamente obvio que Livingstone atropelló y mató a un hombre…
—Quizá no sea tan obvio —dijo obstinadamente Garrod—. Quizá todos los detalles cuadren con excesiva perfección.
McFarlane suspiró y arrastró el pie por la grava, dejando al descubierto capas húmedas.
—Y no deberías estar trabajando en tu casa con vidrio de dos años, Al. Ya viste la llamarada que conseguimos con una acumulación de dos días.
—No hay almacenamiento calorífico. No hay peligro de que una reacción incontrolado haga arder mi laboratorio.
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