Bob Shaw - Otros días, otros ojos

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Otros días, otros ojos: краткое содержание, описание и аннотация

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El “vidrio lento” es un cristal que absorbe poco a poco la luz de los sucesos que ocurren delante de él, los cuales resultan visibles meses o años después.
A partir de esta idea, Bob Shaw construye una excelente y a la vez original novela. La profética visión de lo que podría ser un invento de estas características y la problemática social de su uso, desde el crimen casi perfecto hasta la verificación por parte de la justicia al cabo de cinco años— hacen de esta novela una obra maestra de ciencia ficción en el mas puro sentido de la palabra.

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Esther dio la vuelta al jarrón, poniendo al descubierto un disco del color original situado en la parte inferior, que había estado protegida por la luz. La sensación de alarma de Garrod se hizo más fuerte, y se esforzó por poner en acción su entumecido cerebro. Puesto que la ventanorama había desprendido la luz que conservaba, qué peligro podía existir en el laboratorio? La luz había sido absorbida por paredes y techo, y…

—Tápate los ojos y sal de ahí, Esther —dijo ásperamente—. El lugar está lleno de fragmentos experimentales de vidrio lento, y algunos tienen dilaciones de sólo…

La voz de Garrod enmudeció mientras la pantalla se encendía por segunda vez. Esther chilló en medio de un entramado de brillantes rayos, y su imagen emitió un destello espectral, como una persona sorprendida en un fuego cruzado de rayos láser. Garrod corrió hacia la puerta de su despacho, pero la voz de Esther le persiguió por el pasillo y durante todo el trayecto hasta su casa.

—¡Estoy ciega! —gritaba ella—. ¡Estoy ciega!

7

Eric Hubert era un hombre sorprendentemente joven para hallarse en la cúspide de su profesión. Era rechoncho, tenía la piel sonrosada y probablemente había perdido el cabello de un modo prematuro, puesto que lucía una de las modernísimas pelucas de fijación directa (un adhesivo orgánico extendido sobre el cuero cabelludo, formando un exagerado pico en el centro de la frente, y una sedosa borra, también de color negro, esparcida encima mediante aire a presión). A Garrod le resultó difícil creer que era uno de los mejores oculistas del hemisferio occidental. Se sintió vagamente feliz porque Esther, sentada muy erguida al otro lado del enorme y liso escritorio, no pudiera ver a Hubert.

—Éste es el momento que todos esperábamos —dijo Hubert arrastrando las palabras, con una voz profunda que estaba en total desacuerdo con su aspecto—. Las fatigosas pruebas han quedado atrás, señora Garrod.

«Esto va mal —pensó Garrod—. No habría empezado así si la noticia fuera buena.» Esther se inclinó un poco hacia delante; su menudo rostro estaba sereno, al parecer, detrás de las gafas oscuras. El tono sosegado de Hubert estaba proporcionándole solaz en sus tinieblas. Garrod, escapando a pensamientos no pertinentes, recordó a una amiga de edad madura de su tía Marge que deseaba aprender a tocar el piano y, cohibida por su edad, eligió a un profesor ciego.

—¿Cuál es el resultado de las pruebas?

La voz de Esther fue firme y clara.

—Bien, le han dado un auténtico puñetazo en la mandíbula, señora Garrod. La córnea y el cristalino de ambos ojos han quedado opacos a causa del destello y, en el estado presente de la ciencia, la cirugía óptica no puede hacer nada por remediarlo.

Garrod meneó la cabeza con aire de incredulidad.

—Todos los días hay gente que se somete a transplantes de córnea. Y en cuanto a la opacidad del cristalino… ¿no es lo mismo que una catarata? ¿Qué le impide efectuar ambas operaciones con el intervalo apropiado?

—Estamos considerando un estado físico enteramente nuevo. La estructura actual de la córnea se halla alterada de un modo tal que se produciría un rechazo de los injertos al cabo de pocos días. De hecho, tenemos suerte de que no se haya producido una degeneración progresiva del tejido. Naturalmente, podríamos operar los cristalinos del mismo modo que lo hacemos con una catarata ordinaria, tal como usted ha indicado. —Hubert hizo una pausa y pasó los dedos por el incongruente y demoníaco pico de su postizo—. Pero su esposa no quedaría mejor sin una córnea sana y transparente que transmitiera luz.

Garrod miró la serena cara de Esther y apartó la vista rápidamente.

—Debo decir que me parece enormemente increíble que se pueda poner en mi pecho un corazón de cerdo, casi como una rutina, y que en cambio una sencilla operación de los ojos…

—En este caso la operación no sería sencilla, señor Garrod —dijo Hubert—. Mire, a su esposa le han dado una patada en la espinilla, y ahora tendrá que levantarse y seguir andando.

—¿Ah, sí? —Garrod se sintió repentinamente encolerizado por la manía de Hubert de usar analogías, puñetazos en la mandíbula y patadas en la espinilla, al referirse a la catástrofe de quedarse ciego—. A mí me parece que…

—¡Alban! —La voz de Esther tuvo un extraño tono regio—. El señor Hubert me ha ofrecido la mejor atención y los mejores consejos que el dinero puede comprar. Y estoy segura de que tendrá muchos pacientes que atender.

—No pareces entender lo que está diciendo.

Garrod notó que el pánico crecía en su interior.

—Pero si lo comprendo perfectamente, cariño. Estoy ciega, eso es todo. —Esther sonrió, mirando un punto situado justo a la derecha del hombro de Garrod, y se quitó las gafas, enseñando los globos blanqueados que eran sus ojos—. Llévame a casa.

Garrod sólo imaginaba una forma de describir su reacción ante el coraje y la sangre fría de Esther: se sentía humillado.

Durante el descenso hasta el nivel de la calle, en el ascensor, Garrod se esforzó vanamente en pensar algo que decir, pero su silencio no pareció preocupar a Esther. Ella siguió cogida de su brazo con ambas manos, la cabeza bien echada hacia atrás, sonriendo un poco. Varios hombres aguardaban con cámaras en la entrada principal del edificio de Artes Médicas.

—Lo lamento, Esther —musitó Garrod—. Los de la televisión están esperando… Alguien ha debido de ponerles sobre aviso de que estamos en la ciudad.

—No importa. Eres un hombre famoso, Alban.

Esther se aferró con más fuerza a su brazo mientras ambos pasaban entre el grupo de periodistas y entraban en el automóvil que les aguardaba. Garrod se negó a efectuar comentarios ante los micrófonos, y al cabo de pocos instantes el coche se deslizó hacia el aeropuerto. Esther no había exagerado la fama de Alban Garrod. Su marido estaba en el centro de dos noticias distintas que habían captado y retenían el interés del público. La primera era una versión sensacionalista de cómo él, sin ninguna ayuda, había puesto al descubierto la tentativa de un sindicato del juego de Portston para hundir a su padre político. La segunda era el difundidísimo relato de una investigación secreta para producir una nueva y terrible arma con el vidrio lento, la cual se había cobrado la primera víctima en la persona de la esposa del inventor. Los primeros esfuerzos de Garrod para lograr que los medios de comunicación expusieran los hechos en su debida perspectiva había obtenido el efecto opuesto, y él había adoptado una línea contraria a la comunicación.

Al llegar al aeropuerto, Garrod distinguió el rostro y la barba pelirroja de Lou Nash entre la multitud y guió a Esther hacia el piloto. Otros periodistas y camarógrafos aguardaban cerca del avión de Garrod, pero el aparato se elevó rápidamente y efectuó el breve vuelo hasta Portston. Allí les aguardaba un mayor gentío de periodistas, pero en esa ocasión Garrod gozó de la ayuda de Manston, su director de relaciones públicas, y llegaron a casa en un tiempo sorprendentemente corto.

—Sentémonos en la biblioteca —dijo Esther—. Es la única habitación que veo sin ojos.

—Por supuesto.

Acompañó a Esther hasta el sillón favorito de ésta y él tomó asiento delante. El frío y dorado silencio de la sala se cerró sobre ellos.

—Debes de estar cansada —dijo Garrod al cabo de unos momentos—. Pediré café para ti.

—No quiero nada.

—¿Algo de beber?

—Nada. Sólo quiero estar contigo, Alban. Tengo tantas cosas que reajustar…

—Entiendo. ¿Hay algo que yo pueda hacer?

—Sólo estar conmigo.

Garrod asintió, y volvió a sentarse para contemplar el sol de media tarde que cruzaba los elevados ventanales. El viejo reloj del rincón emitía su impasible tictac, creando y destruyendo distantes universos con cada oscilación de su péndulo.

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