Bob Shaw - Otros días, otros ojos

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El “vidrio lento” es un cristal que absorbe poco a poco la luz de los sucesos que ocurren delante de él, los cuales resultan visibles meses o años después.
A partir de esta idea, Bob Shaw construye una excelente y a la vez original novela. La profética visión de lo que podría ser un invento de estas características y la problemática social de su uso, desde el crimen casi perfecto hasta la verificación por parte de la justicia al cabo de cinco años— hacen de esta novela una obra maestra de ciencia ficción en el mas puro sentido de la palabra.

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Evans levantó la cabeza con patente esfuerzo.

—Dos diminutas cúpulas de cristal. Parecen lentes de contacto. ¿Son para mí?

—Sí. Muy bien, Larry. Usted hará un viaje.

—¿Adónde?

La voz de Evans mostró cautela.

—¿Ha oído hablar alguna vez de una población vietnamita llamada My Lay?

—No estoy seguro.

—Le refrescaremos la memoria. Su viaje le llevará a My Lay a un centenar de lugares similares. En algunos casos lo que verá será material filmado, pero conforme se vaya poniendo al día se encontrará mirando a través de un vidrio lento que estuvo en los escenarios reales. Estará allí, Larry. Por lo que respecta a la evidencia de sus ojos, usted estará realmente presente en todos esos lugares. Y seguirá estando allí, aunque se encuentre dormido, contemplando y contemplando y…

—¿De qué clase de lugares está hablando?

—Ya lo verá. Va a participar en un recorrido por el mundo que su nación ha liberado con la ayuda del napalm y de las bombas antipersonales. Va a verse como otros le han visto a usted.

—Usted… usted no puede obligarme a mirar una cosa que no deseo ver.

—¿No?

El Diseñador hizo un ademán con la cabeza y los dos expectantes enfermeros dispusieron correas alrededor de la cama, anudándolas fuertemente sobre el pecho, caderas y piernas de Evans. El enfermo respondió haciendo girar sus ojos frenéticamente, a fin de evitar que los otros pudieran actuar. El doctor Sing cogió una reluciente pistola hipodérmico de su bandeja de instrumentos y disparó una minúscula nube de anestésico muy especializado en dirección a la sien de Evans. Los rápidos movimientos oculares cesaron casi al instante, y la mandíbula del norteamericano se aflojó. Mediante un objeto parecido a un pequeño calzador revestido de cromo, el doctor Sing hizo girar los ojos del prisionero en sus cuencas hasta dejarlos mirando hacia delante. El Diseñador le entregó la caja forrada de cuero.

Está seguro de que se halla en estado consciente?

—Está completamente consciente —replicó Sing—. Solamente le hemos privado del control de ciertos músculos sensibles.

Introdujo una gota de un líquido transparente en ambos ojos de Evans, cogió los discos de vidrio lento con un tubo de succión y los colocó en los inmovilizados globos oculares. Se aseguró de que los discos tenían la orientación correcta, comprobando que los puntos rojos del borde se hallaran en la posición doce en punto de un supuesto reloj, y se apartó de la cama. Evans tenía discos multicolores y fulgurantes en lugar de ojos. Sing cogió un objeto similar a una linterna negra, accionó el mando y apuntó la luz a la cara del prisionero durante algunos instantes.

Las joyas cobraron vida con torbellinos de movimiento microscópico.

El Diseñador aguardó a que el prisionero hubiera efectuado una gira por Ciudad atrocidad de doce horas seguidas, y entonces volvió junto al lecho. Miró un largo instante la barbuda faz, propia del pincel de El Greco, con una mezcla de compasión y desprecio.

La boca de Evans estaba abierta, con los labios apartados de los ennegrecidos vestigios de sus dientes, y un fino reguero de saliva brillaba en su mejilla. El Diseñador tomó asiento y acercó la boca a la oreja de Evans.

—Larry —dijo suavemente—, sigo siendo su amigo, y lamento que hayamos tenido que forzarle a decir la verdad de esta forma. Quiero hacerle volver del lugar donde se halla ahora mismo… Lo único que ha de hacer es firmar la confesión. ¿Cuál es su respuesta, Larry?

Examinó el rostro de Evans, y los ojos, las anaranjadas puertas del infierno. Los ojos del Diseñador se desorbitaron de asombro.

Se levantó y retrocedió, con los dedos revoloteando nerviosamente hacia su boca.

—Algo va mal —murmuró—. El Soldado Raso está sonriendo.

—Le advertí que podía suceder esto, camarada —contestó el doctor Sing, detrás de Lap Wing Chon, en un tono desapasionado—. El prisionero ha escapado de usted.

Finalmente, Evans logró completar la transición a la psicosis sin más problemas. Había sido un largo trayecto, repleto de dolor y horror, pero todo había quedado atrás. Había vuelto a Inglaterra; la reina Victoria estaba segura en su trono, y él no tardaría en estar en su hogar. Quedaba muy poco camino que recorrer.

Los lejanos campos de lúpulo de Kent en torno a él parecían,
cual sueños, surgir y desvanecerse;
brillantes extensiones de cerezos en flor resplandecían,
una nívea capa viviente;
el humo sobre el hogar paterno,
en grises y apacibles remolinos ascendía…

El Soldado Raso Evans limpió el polvo de su raído uniforme color caqui, se echó el rifle al hombro y caminó a grandes zancadas, gozosamente, hacia el sol de un siglo de otros días.

8

La noticia de que Esther volvería a ver —aunque de un modo singularmente artificial— llegó cuando Garrod estaba envuelto en una serie de compromisos.

A primera hora de la mañana tenía una reunión con Charles Manston para discutir «asuntos generales de la política de relaciones públicas». Manston era un hombre alto y enjuto de facciones aguileñas y suelto cabello negro. Gustaba de un estilo de vestir muy británico, que incluía corbatas azul oscuro con lunares blancos, y hablaba con lo que Garrod definía como un acento del Atlántico medio; pero había sido un sobresaliente periodista y en la actualidad era un perspicaz y eficiente experto en relaciones públicas.

—Lo he estado viendo venir desde hace un año o más —dijo, encendiendo un cigarrillo de boquilla dorada—. La corriente de opinión pública está volviéndose en contra de nuestros productos.

Garrod ojeó los montones de recortes de periódico y copias de emisiones de radio y televisión que Manston había puesto en su escritorio.

—¿Seguro que no estás exagerando? ¿Existe ese animal, la corriente de opinión pública?

—Créeme, Alban, la corriente es muy real y muy potente. Si va en la dirección que tú deseas, maravilloso. Si va en contra de ti…, tienes problemas. —Manston le entregó una hoja de papel—. Es un análisis de la aceptación de nuestra imagen de acuerdo con estos recortes. Casi el sesenta por ciento de los artículos es abiertamente desfavorable a la retardita y productos derivados, y otro doce por ciento tiene connotaciones hostiles.

»Esto, Alban, es lo que en la profesión se denomina mala prensa.

Garrod examinó las cifras tabuladas, aunque el hábito de Manston de dirigirse a él utilizando su nombre completo le había recordado a Esther y el mensaje recibido de Eric Hubert. La operación había sido un éxito, y Esther volvería a ver…, si se aceptaba que la sorprendente propuesta del cirujano era un medio de «visión».

—Fíjate en el análisis —estaba diciendo Manston—. Fíjate en el número de noticias que se ocupan de huelgas y otras acciones laborales provocadas por los sindicatos que se oponen a la instalación de cámaras de vidrio lento en las fábricas. Fíjate en esos artículos sobre las asociaciones pro derechos civiles opuestas a la decisión gubernamental de que todos los vehículos a motor lleven cámaras de vidrio lento. Y tenemos la nueva Liga por la Defensa de la Intimidad… Está haciéndose cada vez más…

—¿Qué propones al respecto? —dijo Garrod.

—Tendremos que gastar dinero. Puedo encargarme de planear una campaña de relaciones públicas, pero costará un mínimo de un millón.

La reunión se prolongó veinte minutos más, en los que Manston expuso sus ideas preliminares respecto a cómo planear la campaña. Garrod, que sólo escuchó a medias, dio su aprobación, y Manston se marchó corriendo, lleno de entusiasmo y gratitud. Garrod pensaba que si los recortes de periódico hubieran sido totalmente favorables a la retardita, su experto en relaciones públicas le habría urgido igualmente a invertir un millón, para flotar en la cresta de la ola. En aquellos momentos un millón tenía menos importancia que un solo dólar durante su infancia en Barlow, Oregon, aunque jamás había logrado quebrar el conocimiento impuesto por los años de tacañería pasados con su tío. Siempre que firmaba un cheque importante o autorizaba una fuerte inversión de capital, veía a su tío palideciendo de temor.

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