Morgan suspiró con un gesto de tristeza.
—Me temo que…
—No me vengas con suspiros, Grant. Te aseguro que eso es lo que debió de pasar. Además, el problema de las drogas es improcedente. No pueden acusarme de atropellar a ese hombre mientras conducía bajo la influencia de drogas… porque frené y paré el coche antes de que sucediera nada.
Garrod se acercó al lecho.
—Eso no tiene sentido, Boyd. He visto la evidencia fotográfica.
—No me importa cuántas fotos has visto. Yo estaba allí, y aunque alguien me hubiera envenenado a medias, sé qué hice y qué no hice.
Livingstone cogió la mano de Garrod y la aferró, al tiempo que miraba a la cara a su yerno. Garrod experimentó una punzada de compasión por el otro hombre, y con la punzada llegó la repentina e ilógica convicción de que su suegro estaba diciendo la verdad, de que a pesar de las pruebas concluyentes quedaba espacio para la duda. Morgan dejó a un lado su cuaderno de notas.
—Creo que tengo bastante para empezar, Boyd. Lo primero que hay que hacer ahora es sacarte de aquí.
—Quiero volver a hablar con el teniente Mayrick —dijo impulsivamente Garrod—. Recuerda, Boyd. ¿Hay algún otro detalle que pudiera ser de utilidad?
Livingstone volvió a dejarse caer en el almohadón y cerró los ojos.
—Yo…, yo estaba inmóvil junto al bordillo… y oía el motor… No, es imposible porque debí de apagarlo… y… y veo a ese hombre delante de mí, y me abalanzo hacia él muy de prisa… El ruido del motor es muy fuerte… piso el freno pero no sirve de nada… El chasquido, Al, ese terrible chasquido carnoso…
Livingstone dejó de hablar; acalló su acento de sorpresa, como si estuviera enterándose de algo en aquel mismo momento, y las lágrimas se escaparon de sus cerrados párpados.
Garrod se levantó temprano y desayunó a solas debido a que Esther había pasado la noche en la vivienda de sus padres. Experimentaba la sensación de tener arena en los ojos por culpa de la falta de sueño, pero se dirigió directamente a la planta con la intención de ponerse a trabajar con McFarlane y los expertos en derecho patentarlo de la empresa.
Le resultó difícil concentrarse, empero, y al cabo de una hora de fútiles esfuerzos delegó la responsabilidad de la reunión en Max Fuente, su ejecutivo principal. En la intimidad de su despacho interior, Garrod llamó a la comisaría de Portston y preguntó por el teniente Mayrick. La telefonista, muy agradable, le dijo que Mayrick no iniciaría su tumo hasta el mediodía.
Garrod pensó que estaba mostrándose irrazonable. Morgan, con su experta mente legal, creía obviamente en la culpabilidad de Livingstone. Esther ya lo había aceptado y, al final, hasta el mismo Livingstone se creía culpable… Pero había algo en las pruebas que roía la tranquilidad mental de Garrod. ¿O se trataba de una muestra del egotismo intelectual de que le había acusado Esther? Si otras personas implicadas creían que Livingstone había matado a un hombre mientras conducía su coche bajo los efectos de un ofuscamiento provocado por las drogas, ¿iba él, Alban Garrod, a maldecir a esas personas, y a ponerse por encima de ellas, llevado por el impulso de descubrir una verdad insospechada? «Aunque así fuera —decidió—, el resultado final será el mismo.»
Meditó unos instantes, y se resolvió a utilizar una vieja técnica estimuladora de inspiración. Sacó un gran taco de papel de un cajón y empezó a escribir, a intervalos muy espaciados, títulos relativos a todos los aspectos de las declaraciones de Mayrick y Livingstone que recordaba. A continuación anotó detalles, sin importarle que fueran triviales, y pensamientos inducidos. La hoja de papel estaba casi llena después de transcurrir treinta minutos. Garrod pidió café y contempló la hoja mientras sorbía el caliente líquido. Finalmente, cuando casi había vaciado la segunda taza, cogió el bolígrafo y trazó un círculo en torno a una frase que Livingstone había pronunciado el día anterior. Se hallaba bajo el encabezamiento AUTOMÓVIL, y decía: «El ruido del motor es muy fuerte».
Garrod había estado en el Rolls con motor de turbina de Livingstone, y estaba familiarizado con ese tipo de coche. Según su experiencia, era prácticamente imposible oír el motor, incluso a plena potencia.
Mientras terminaba el café trazó un círculo en torno a otro detalle; después llamó a Grant Morgan.
—Buenos días. ¿Cómo está el viejo?
—Completamente dormido, gracias a los sedantes. —Morgan parecía impaciente—. ¿Quería verme por algo especial, Al? Estoy trabajando bastante en provecho de Boyd.
—Igual que yo, si quiere que le diga la verdad. Anoche mi suegro dijo algo respecto a que le había drogado alguien que deseaba que perdiera sus insignificantes elecciones. Sé que esto le parecerá una locura, pero ¿hay alguien que tenga un buen motivo para apartar a Livingstone del consejo del condado?
—Caramba, Al, va usted al galope…
—Desbocado, lo sé, pero va a responder a mi pregunta, o quiere que investigue en la ciudad?
Morgan hizo un gesto de indiferencia, un gesto extrañamente incongruente.
—Bien, ya sabe las ideas de Boyd respecto al juego. Lleva tiempo presionando para que se controlen los casinos de una manera más estrecha, y si llega al consejo no hay duda de que apretará las clavijas. Lo dudo, pero…
—Con eso me basta. En realidad no estoy interesado en el motivo, sólo en la posibilidad. Bien, ¿ha estado alguna vez en el coche de Boyd?
—Un Rolls, ¿verdad? Sí, Boyd me ha llevado varias veces. ¿Cómo suena el motor?
—¿Tiene motor? —Morgan aventuró una sonrisa—. Tuve la sensación de que un cable invisible tiraba del automóvil.
—¿Quiere decir que nunca ha podido oír el motor?
—Pues… efectivamente.
—En ese caso, ¿cómo explica la observación que hizo Boyd anoche? —Garrod cogió su taco de papel y leyó—: «El ruido del motor es muy fuerte».
—Si yo tuviera que explicarlo, diría que un posible efecto secundario del MSR es un acrecentamiento de la percepción sensorial.
—Esa percepción sensorial acrecentada ¿es compatible con que Boyd cayera inconsciente sobre el volante?
—No soy experto en narcóticos, aunque…
—Déjelo, Grant. Ya le he hecho perder bastante tiempo.
Garrod cortó la conexión y volvió a estudiar sus notas. Poco antes del mediodía dijo a su secretaria, la señora Werner, que iba a salir por asuntos personales; abandonó la planta y se dirigió a la comisaría bajo un cielo gris acero. El edificio estaba atestado, y tuvo que aguardar veinte minutos antes de que se le permitiera entrar en el despacho del teniente Mayrick.
—Lamento el retraso —dijo Mayrick en cuanto ambos tomaron asiento—, pero usted es culpable en parte del exceso de trabajo que hay en esta sección.
—¿Cómo es eso?
—Han tantos vidriospías en estos tiempos… Los mirones solían ser un problema; si había una queja, el tipo se largaba corriendo o lo cogías, y el riesgo implícito impidió que esos actos se convirtieran en pasatiempo popular. Ahora hay gente que coloca vidriospías por todas partes: habitaciones de hotel, lavabos, en cualquier sitio imaginable. Y cuando alguien lo advierte y presenta una queja, no tienes más remedio que vigilar el lugar y esperar a que el mirón regrese y recoja lo que le pertenece. Después tienes que demostrar que él fue la persona que lo puso allí.
—Lo siento.
Mayrick agitó la cabeza ligeramente.
—¿Para qué ha venido a verme?
—Bueno, ya debe de suponer que es por las acusaciones que hay en contra de mi padre político. ¿Está totalmente cerrada su mente a la posibilidad de que Livingstone haya sido mera víctima de un complot?
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