Garrod cogió el delgado paquete de cintas-mensaje que estaba sobre su escritorio. La mayor parte eran copias mecánicas de mensajes orales, un sistema que a él le parecía más conveniente que tener que escuchar una serie de grabaciones. La que estaba encima del montón databa de hacía sólo una hora, y procedía de Theo McFarlane, el jefe de investigación de los laboratorios que Garrod tenía en Portston. Decía así:
«ESTRICTAMENTE CONFIDENCIAL. ESTOY UN NOVENTA POR CIENTO SEGURO DE LOGRAR EMISIÓN ACELERADA ESTA NOCHE. SÉ QUE TE GUSTARÍA ESTAR PRESENTE. PERO Mi PACIENCIA TIENE UN LÍMITE, AL. ME CONTENDRÉ HASTA MEDIANOCHE. THEO.»
Una helada excitación se apoderó de Garrod mientras ojeaba rápidamente las cintas y veía una serie de mensajes de McFarlane, todos relativos al mismo terna. Habían sido enviados a intervalos durante aquel mismo día. Al mirar el reloj vio que pasaban veinticinco minutos de la medianoche. Cruzó la habitación y arrojó los mensajes en el regazo de Esther para desviar su atención de la televisión.
—¿Por qué nadie se ha puesto en contacto conmigo para informarme de los proyectos de Theo?
—A nadie le está permitido interrumpir tus paseítos, Alban. Recuérdalo. Para eso tienes directivos.
—Sabes que el trabajo de los laboratorios es diferente —contestó bruscamente Garrod, reprimiendo el impulso de arrancar las gafas de la cara de Esther y partirlas por la mitad.
Se precipitó hacia el videófono y marcó el número del canal directo de la oficina de McFarlane. Un instante después, el seco rostro con gafas de McFarlane apareció en la pantalla. Sus ojos parpadeaban de fatiga detrás de las lentes bicóncavas que los hacían parecer de tamaño menor que el normal.
—Por fin, Al —dijo en tono desaprobador—. He intentado localizarte todo el día.
—He estado fuera de la ciudad. ¿Ya lo has hecho?
McFarlane negó con la cabeza.
—Problemas laborales. Los técnicos han insistido en descansar para tomar un café.
Su aspecto era de disgusto.
—Nunca te amoldarás a trabajar con seres humanos, Theo. Estaré ahí dentro de veinte minutos.
Garrod cortó la conexión, salió de la vivienda y se dirigió al garaje. Eligió el Mercedes de dos plazas y motor de rotor doble como mejor vehículo para un viaje por las afueras de la ciudad. Mientras lanzaba el coche por el sinuoso camino cercado de arbustos que salía de la casa, Garrod se dio cuenta de que se había ido sin avisar a Esther; pero no había nada que decir aparte de que él iba a conseguir el divorcio como fuera…, y eso podía esperar hasta el día siguiente.
Durante el agitado trayecto, Garrod pensó en las implicaciones del mensaje que había recibido de McFarlane. Pese a nueve años de continua investigación, el vidrio lento había conservado su integridad en un aspecto vital: se negaba a suministrar información antes del momento determinado por el periodo de dilación inherente a su estructura cristalina. Una sección de retardita de un año de espesor conservaría durante un año las imágenes que almacenaba, y ningún tipo de coacción a cargo de un ejército de investigadores lo persuadiría a obrar de otro modo. Incluso con esa inflexibilidad, la retardita había encontrado miles de aplicaciones en todos los campos, desde la bisutería a la exploración de planetas. Pero de haber sido posible rebajar el periodo de retraso y liberar la información a voluntad, el vidrio lento habría sido enteramente independiente.
La base de la dificultad residía en que las imágenes no estaban almacenadas en el material en calidad de imágenes. Las variaciones en la disposición de luz y sombra se traducían en modelos de deformación que poco a poco pasaban de un lado a otro del vidrio. El descubrimiento de este hecho había resuelto una objeción teórica al principio de la retardita. En los primeros tiempos, cuando se creía que el retraso temporal estaba en función del grosor del material cristalino, algunos físicos habían observado que las imágenes que entraran con cierto ángulo debían surgir mucho más tarde que otras que atravesaran el material perpendicularmente. Para superar la anomalía había sido preciso postular que la retardita poseía un índice de refracción infinitamente grande, cosa que a Garrod, de un modo instintivo, no le gustó. Y por ello obtuvo una gran satisfacción personal al establecer la verdadera naturaleza del fenómeno de la transferencia piezolumínica, y al ver que dicho fenómeno recibía el nombre de efecto Garrod en los textos científicos.
No obstante, establecer la naturaleza del efecto no había alterado el hecho de que no existía acceso a las imágenes almacenadas. Si el retraso temporal hubiera estado directamente relacionado con el grosor, habría sido posible fraccionar la retardita en hojas más delgadas y obtener antes la información. Pero en la práctica cualquier tentativa —por sutil o insidiosa que fuera— de intervenir en la estructura cristalina producía la eliminación de los modelos de deformación. Ni siquiera había un vislumbre de luz emitida. El material se limitaba a aflojar su asimiento al pasado, y se volvía negro como el azabache, una pizarra vítrea a la espera de grabar nuevos recuerdos.
Aunque le resultaba cada vez más difícil dedicar tiempo a los laboratorios, Garrod seguía teniendo gran interés personal en resolver el problema de la emisión acelerada. Ello se debía en parte a su egoísmo científico en relación con lo que él había descubierto, y en parte al vago conocimiento de que existían casos en que el vidrio lento actuaba como el agua y la fruta de Tántalo, torturando a los individuos cuya irresistible necesidad era sentir inmediatamente el frescor del conocimiento. No hacía mucho, Garrod había leído el relato periodístico de un juez fallecido poco después de una espera de cinco años para saber si el hombre al que había condenado a la silla eléctrica era declarado igualmente culpable por una hoja de vidrio lento, único testigo del crimen. No recordaba el nombre del juez, pero la realidad de su sufrimiento formaba parte de un modo desagradable de la imagen del mundo que tenía Garrod.
Sobre la calle por la que conducía, las hojas de vidrio lento relucían con el azul del cielo diurno, creando el efecto de ir a toda velocidad por un amplio túnel que tenía agujeros rectangulares en el techo. En una de las hojas vislumbró el dardo plateado de un avión de línea regular que había sobrevolado aquel punto hacía algunas horas.
El vigilante nocturno saludó desde su caseta cuando Garrod introdujo el Mercedes entre las puertas del edificio de investigación y desarrollo. La mayor parte del inmueble se hallaba a oscuras, excepto la sección de McFarlane, iluminada con una luz dorada. Garrod se quitó la chaqueta y la echó encima de una silla al entrar en el laboratorio. Un grupo de hombres se hallaban reunidos en tomo a uno de los bancos. El único que no estaba en mangas de camisa era el mismo McFarlane; el jefe de investigación vestía, como siempre, un pulcro traje de calle de rectas hombreras. Se decía que McFarlane no había tocado un soldador desde el día en que pasó al directorio, pero su control sobre lo que ocurría en su departamento era absoluto y minucioso.
—Llegas justo a tiempo —dijo McFarlane, saludando con la cabeza a Garrod—. Tengo el presentimiento de que vamos a dar en el blanco.
—¿Sigues aplicando la técnica modificada de radiaciones Cerenkov?
—Y obteniendo resultados, además. —McFarlane señaló una hoja de vidrio lento, totalmente negra, montada en un armazón y rodeada por un conjunto de cajas grises, osciloscopios y un improvisado tablero de mandos—. Es una hoja de vidrio de tres días que fue regenerada ayer. Las imágenes que ha captado a partir de entonces no llegarán a este lado hasta mañana, pero creo que las haremos correr un poco más de prisa.
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