Larry Niven - Los árboles integrales

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Los árboles integrales: краткое содержание, описание и аннотация

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Durante largo tiempo el Estado empleó naves espaciales, cuya velocidad era menor que la de la luz, para preparar los sistemas para su colonización por el hombre. Normalmente las máquinas sembradoras viajaban en circuitos que duraban siglos y que tenían su punto de partida y de llegada en la Tierra. Normalmente las tripulaciones estaban compuestas por ciudadanos y convictos corpiscilos. Normalmente, el último control de la misión era ejercido por un cyborg informante, un verdadero déspota del Estado microcósmico que era la nave. Pero la normalidad se alteró levemente cuando
penetró en el sistema de la doble estrella T 3 y le Voy’s Star. Allí se había formado una inmensa capa gaseosa en forma de anillo alrededor de una estrella neutrón y el amplio espacio que quedaba libre en el interior podía ser un lugar habitable por el hombre. A pesar de que había muy poca tierra, el Anillo de Humo había desarrollado una amplia variedad de formas de vida, la mayoría de las cuales eran comestibles y todas ellas podían volar. El Anillo de Humo se presentó como un paraíso para la mermada tripulación de
y por tanto, volaron hacia él, desprendiéndose del cyborg.

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—Te los llevaremos cuando… podamos. —El Jefe del Pelotón parecía distraído, y con razón. Salvajes larguiruchos más altos que un hombre y que debían haber estado hirviendo al salir de la nube verde, cabalgaban en vainas amarillo verdosas más grandes que ellos mismos. Iban vestidos de verde, difíciles de distinguir del fondo.

Hubo un rápido intercambio de flechas entre los ejércitos cuando se acercaron uno al otro. Los guerreros del Árbol de Londres empleaban largos arcos de pie: el arco se agarraba con los dedos de uno o de ambos pies, la cuerda con las manos. La nube de flechas soltada por los salvajes se movía más lentamente, y las flechas eran más cortas.

—Arcos Cruzados —murmuró el piloto. Actuó los propulsores, apartando el mac de la lucha. Lawri había sentido cierta tranquilidad hasta que el piloto empezó a actuar.

—¡Ibas a poner en peligro el mac! ¡Esos salvajes pueden agarrarse a las redes!

—Cálmate, Aprendiz del Científico. Nos movemos demasiado deprisa para ellos. —El mac se curvó hacia atrás, rumbo a la masa de luchadores—. No los queremos tan cerca como para practicar la esgrima, no en caída libre.

Si el Científico lo deseaba, el mac nunca sería empleado en misiones de guerra. Colocar a bordo al Aprendiz había sido una gran victoria estratégica. El se lo había dicho:

—Lo único que te debe importar es el mac, no los soldados. Si el mac es amenazado, debes alejarlo del peligro. Si el piloto no quiere hacerlo, oblígalo.

El Científico no le había dicho cómo sofocar una lucha encarnizada, ni cómo hacer volar la antigua máquina. El Científico nunca había volado.

Los salvajes volaban hacia la ventana arqueada. Lawri pudo ver los ojos aterrorizados de los salvajes antes de que el piloto diera la vuelta al mac. Las tropas golpearon contra la panza del mac. Lawri se estremeció. Por aquella vez, no podía hacer nada. Más le gustaría ver agrietarse el mac que salvarlo… e incluso tendría que pagar un precio excesivo si conseguía volver a su hogar en el Árbol de Londres.

Los salvajes se estaban agrupando para atacar de nuevo. El piloto los ignoró. Condujo al mac hacia el centro de sus propios guerreros.

—Maravillosa huida —dijo el Jefe del Pelotón.

El mac giró y costeó a lo largo del algodón verde, hacia el sudeste. Los salvajes chillaron o se burlaron al verles partir. No tenían esperanzas de alcanzarlos.

Era tiempo de mirar, y tiempo de sentir miedo. Gavving intentó gastarlo todo antes de que llegara el fin.

Había curvas y ondulaciones de verde en la pared punteada de flores: amarillo, azul, escarlata, un millar de sombras y tonos. Los insectos formaban enjambres como nubes. Había pájaros de diversas formas, hundiéndose entre las sombras o entre las nubes de insectos. Algunos eran parecidos a cintas y se agitaban con un revoloteo, algunos tenían membranas colas triangulares. Algunos eran triangulares ellos mismos, con colas como látigos brotando de sus vértices.

Muy lejos hacia el este había un hoyuelo en el verdor, con forma de embudo, quizá de medio klomter de diámetro; las distancias eran difíciles de juzgar. ¿Podría tener una jungla, una boca de árbol? ¿Podría estar bordeada de gigantescos pétalos plateados? La flor más grande del universo se alzaba, detrás del horizonte de la jungla mientras caían.

La tormenta había ocultado una jungla. Gavving nunca había visto ninguna de cerca, ¿pero qué otra cosa podía ser? El moby lo ha planeado todo muy bien, pensó Gavving.

Los pájaros empezaban a percibir la masa que caía. Alas inmóviles y colas desdibujadas para hacerlas invisibles. Las bandas revolotearon, como si estuvieran siendo arrastradas por un fuerte viento. Largas formas como de torpedos emergieron del verdor para estudiar la descendente plancha de corteza.

Clave estaba impartiendo órdenes. —¡Inspeccionad los ronzales! ¡Protegeos! Algunas de esas cosas parecen hambrientas. Nos organizaremos después de chocar. ¿Alguien se ha dado cuenta de que puedo desaparecer?

Gavving pensó que veía el sitio donde iban a chocar. Una nube verde. ¿Podría ser tan suave como parecía? Este y norte, muy a lo lejos, más enjambre de… puntos a aquella distancia… podrían ser ¿hombres?

—Hombres, Clave. Esto está habitado.

—Los veo. ¡Comida de árbol, están luchando! Sólo necesitábamos eso, otra guerra. ¿Ahora qué? Grad, ¿puedes ver algo como una caja móvil?

—Sí.

—¿Y…?

Gavving localizó una cosa con forma de ladrillo de esquinas y bordes redondeados. Se movía de forma ostensible, dirigiéndose hacia la batalla. Un vehículo… grande… y tan resplandeciente como si estuviera hecho de metal o de vidrio. Hombres colgando de sus costados.

El Grad habló.

—Nunca he visto nada parecido a eso. Materia estelar.

La popa de la caja estaba erizada de estructuras acampanadas: cuatro en cada esquina y otra, mucho más grande, en el centro. Cerca había llamas invisibles, no llamas coloreadas, sino el color blanco azulado de Voy, y salían de un agujero de pequeño tamaño. El vehículo detuvo su giro y se alejó de la batalla.

—Con eso podríamos escoger un sitio —dijo Clave. Gavving se volvió y vio lo que Clave había estado haciendo: reventar sus últimas vainas surtidor para orientar el giro de la balsa a fin de que la parte inferior chocara primero. Parecía que la cosa funcionaba, pero la jungla estaba ahora fuera de la vista. Gavving se agarró a la corteza, y esperó.

Su cabeza estaba repiqueteando, su brazo derecho dolorido, su estómago buscando algo que expulsar, y además no podía recordar dónde estaba. Gavving abrió los ojos y vio el pájaro.

Era torpediforme, con la masa aproximada de un hombre. Colgaba por encima de Gavving, las largas alas extendidas e inmóviles mientras lo estudiaba con dos ojos inexpresivos hundidos en profundas cuencas. El otro lado de la cabeza del pájaro mostraba una cresta de dientes de sierra. Su cola era una cinta con forma de abanico; las cuatro costillas terminaban cada una de ellas en una garra ganchuda.

Gavving buscó a su alrededor buscando el arpón. El golpe se lo había arrebatado de entre las manos. Estaba alejado de él varios metros, girando lentamente. Agarró en su lugar el cuchillo y salió fácilmente de entre la vegetación en la que estaba medio enterrado.

—Soy carne ¿verdad? —susurró Gavving intentando qua pareciese una amenaza.

El pájaro vaciló. Dos compañeros se unieron a él. Sus bocas eran grandes, hoscas y cerradas. No están fanfarroneando, pensó Gavving.

Un cuarto pájaro pasó rozando la nube verde, moviéndose rápidamente, a la derecha de la cabeza de Gavving. Se volvió para cubrirse mientras el pájaro hundía en el follaje los garfios de la cola y paraba en seco. Gavving siguió donde estaba, medio cubierto por la balsa. Los Pájaros le observaban burlonamente.

Un arpón atado con un ronzal se clavó en el costado de uno de los pájaros.

Graznó. La boca abierta no tenía dientes, sólo un filo dentado. El pájaro giró como intentando librarse de lo que tenía clavado. Tras la cresta había un tercer ojo, mirando hacia atrás.

Los demás tomaron una decisión. Echaron a volar. Con los dedos de los pies anclados en el follaje, Alfin se acercó al pájaro hasta el alcance del cuchillo. Por entonces, Gavving ya había recuperado su propio arpón. Lo usó para apuntalar la cola del pájaro mientras Alfin terminaba de matarlo, una tarea que dejó las mangas de Alfin empapadas en una sangre rosada. Una amplia sonrisa le alisó las arrugas de un modo desacostumbrado.

—La cena —dijo, sacudiendo la cabeza como si hubiera bebido mucha cerveza—. No me lo creo. Lo hemos conseguido. ¡Estamos vivos!

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