Robert Silverberg - Regreso a Belzagor

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Regreso a Belzagor: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando los humanos abandonan el planeta Belzagor, siguiendo la política de descolonización consistente en dar independencia a todos los alienígenas con cultura propia, el administrador imperial Gundersen retorna para emprender un viaje etnológico-sentimental-místico-iniciático… donde hallará o no hallará lo que esperaba, pero en todo caso no retornará el mismo que se puso en camino… como tampoco el lector volverá a ser el mismo después del viaje maravilloso que esta novela propone.

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Comería la carne. Pero lo haría a la manera de los terráqueos.

Arrancó algunas hojas de las plantas acuáticas y las extendió hasta formar una estera. Colocó la carne sobre las hojas. Extrajo de su túnica la antorcha de fusión, a la que dio amplia apertura y poca intensidad, y la dirigió hacia la carne hasta que la parte externa de ésta quedó chamuscada y crujiente. Con un rayo más delgado dividió la carne asada en trozos fáciles de ingerir. Luego se sentó con las piernas cruzadas, cogió un trozo y empezó a masticarlo.

La carne, aunque tierna, tenía un sabor desagradable y estaba cubierta de masas correosas que formaban una compleja red. Mediante un enorme esfuerzo de voluntad, Gundersen logró ingerir tres trozos. Cuando decidió que ya había comido bastante, se levantó, dio las gracias a los sulidores y se arrodilló junto al lago para coger un poco de agua. Necesitaba un trago de alcohol.

Durante ese espacio de tiempo, nadie le dirigió la palabra ni se acercó a él.

Los nildores habían salido del agua pues comenzaba a anochecer. Habían formado varios grupos lejos de la orilla. El festín de los sulidores continuó ruidosamente, pero se acercaba a su fin; algunos pequeños animales carroñeros se habían unido a la comilona y se ocupaban de la mitad inferior del cuerpo del malidar mientras los sulidores liquidaban la otra parte.

Gundersen miró a su alrededor en busca de Srin'gahar. Deseaba preguntarle algunas cosas.

Aún le preocupaba el hecho de que los nildores hubiesen aceptado tan fríamente la matanza en el lago. Comprendió que por algún motivo siempre había considerado a los nildores más nobles que a las demás grandes bestias del planeta debido a que no cobraban vidas salvo a causa de una provocación exacerbada y a veces ni siquiera en esos casos. Esa era una raza inteligente libre del pecado de Caín. De esta actitud, Gundersen extrajo una conclusión: puesto que no mataban, los nildores considerarían el asesinato como un acto detestable, pero comprendió en eí acto que su razonamiento era erróneo e incluso ingenuo. Los nildores no mataban, sencillamente, porque no eran come* dores de carne; la superioridad moral que les atribuyó en ese sentido debía de ser, en realidad, un producto de su imaginación culpable. Cayó la noche con la velocidad característica de los trópicos. Una sola luna brillaba con luz trémula. Gundersen vio a un nildor, creyó que era Srin'gahar y se acercó a él.

—Quiero hacerte una pregunta, Srin'gahar, amigo de mi viaje —dijo Gundersen—. Cuando los sulidores se metieron en el agua…

El nildor respondió seriamente:

—Cometes un error. Soy Thali'vanoom, del tercer nacimiento.

Gundersen se disculpó y se alejó despavorido. Un error típicamente terrícola, pensó. Recordó que su antiguo jefe de sector cometía el mismo error infinidad de veces, confundía siempre a los nildores y comentaba furioso: «¡No puedo distinguir a estos grandes cabrones! ¿Por qué no usan placas?». El insulto definitivo, la incapacidad de reconocer a los nativos como individuos. Gundersen siempre consideró una cuestión de principio el evitar insultos tan injustificados. Por eso, en ese difícil momento en que dependía por completo de ganar el favor de los nildores…

Se acercó a un segundo nildor y en el último momento vio que tampoco se trataba de Srin'gahar. Se alejó tan graciosamente como pudo. En el tercer intento dio finalmente con su compañero de viaje. Srin'gahar descansaba plácidamente contra un árbol estrecho y tenía las gruesas patas plegadas bajo el cuerpo. Gundersen le planteó la pregunta y Srin'gahar respondió:

—¿Por qué la visión de la muerte violenta nos asombraría? Al fin y al cabo, los malidares carecen de g'rakh. Y es evidente que los sulidores tienen que comer.

—¿Carecen de g'rakh'? —repitió Gundersen—. No conozco esta palabra.

—Es la cualidad que separa a los animados de los inanimados —explicó Srin'gahar—. Sin g'rakh, un ser es sólo una bestia.

—¿Los sulidores tienen g'rakh?

—Por supuesto.

—Y los nildores también, naturalmente. Pero los malidares no. ¿Y los terráqueos?

—Está ampliamente demostrado que los terráqueos poseen g'rakh.

—¿Y uno puede matar libremente a un ser que carece de esa cualidad?

—Si uno tiene necesidad de hacerlo, sí —repuso Srin'gahar—. Son materia elemental. ¿No tenéis estos conceptos en vuestro mundo?

—En mi mundo —dijo Gundersen— sólo se le ha otorgado g'rakh a una especie y quizá por ese motivo pensamos tan poco en estas cuestiones. Sabemos que todo lo que no corresponde a nuestra] especie debe de carecer de g'rakh.

—Por ese motivo, cuando venís a otro planeta, ¿tenéis dificultades para aceptar la existencia de g'rakh en otros seres? —inquirió Srin'gahar—. No hace falta que contestes. Comprendo.

—¿Puedo hacer otra pregunta? —agregó Gundersen—. ¿Por qué los sulidores están aquí?

—Les permitimos hacerlo.

—En el pasado, en la época en que la Compañía gobernaba Belzagor, los sulidores jamás salían de la región de las brumas.

—Entonces no les permitíamos venir aquí.

—Pero ahora sí. ¿Por qué?

—Porque ahora nos resulta más fácil hacerlo. Antes había dificultades.

—¿Qué dificultades? —insistió Gundersen.

—Tendrás que preguntárselo a alguien que haya nacido más veces que yo —replicó Srin'gahar suavemente—. He nacido sólo una vez y para mí muchas cosas son tan extrañas como para ti.; ¡Mira, hay otra luna en el cielo! Bailaremos a la salida de la tercera luna.

Gundersen levantó la mirada y vio el pequeño disco blanco que se desplazaba rápidamente a poca altura y que, en apariencia, rozaba las copas de los árboles. Las cinco lunas de Belzagor estaban situadas muy distantes entre sí, de modo que la más cercana estaba apenas fuera del Límite de Roche y la más lejana tan distante que sólo era visible a los ojos atentos en una noche clara. En cualquier momento, en el cielo nocturno había dos o tres lunas, pero las órbitas de la cuarta y la quinta eran tan excéntricas que nunca se las podía ver desde extensas regiones del planeta y cruzaban la mayor parte de las zonas restantes sólo tres o cuatro veces al año. Cada año, durante una sola noche, era posible ver al unísono las cinco lunas a lo largo de una franja de diez kilómetros de ancho en un ángulo de alrededor de cuarenta grados con respecto al ecuador, de noreste a sudoeste. Gundersen fue testigo una sola vez de la noche de las Cinco Lunas.

En ese momento los nildores avanzaban hacia la orilla del lago.

Salió la tercera luna y apareció girando retrógradamente desde el sur.

Entonces volvería a verlos bailar. Con anterioridad, había visto una vez esa ceremonia, al principio de su carrera, cuando se encontraba en las Cataratas de Shangri-la, en los trópicos septentrionales. Aquella noche los nildores se reunieron aguas arriba de las cataratas, en ambas orillas del río Madden, y durante horas, después del anochecer, pudieron oírse sus gritos confusos a pesar del rugido de las aguas. Al final Kurtz, que en esa época también estaba destinado en Shangri-la, propuso: «¡Vamos, presenciemos el espectáculo!». Hizo salir a Gundersen. Ello ocurrió seis meses antes del episodio en la estación de las serpientes y Gundersen todavía no comprendía cuan extraño era Kurtz. Pero lo comprendió rápidamente después de que Kurtz se uniera a la danza de los nildores. Las enormes bestias formaban semicírculos irregulares, pataleaban, trompeteaban estridentemente, haciendo estremecer el suelo, y súbitamente apareció Kurtz entre ellos, con los brazos en alto y el pecho descubierto perlado de sudor y brillante a la luz de las lunas, bailando tan intensamente como cualquier nildor, lanzando imponentes y resonantes rugidos, golpeando con los pies, agitando la cabeza. Los nildores formaron un grupo a su alrededor, dejándole bastante espacio, permitiéndole así entrar plenamente en el frenesí, acercándosele o separándose de él alternativamente: una sístole y diástole de estremecedora energía. Gundersen permaneció allí en estado de estupefacción y no se movió cuando Kurtz le llamó para que se uniese a la danza. Miró durante lo que le parecieron varias horas, hipnotizado por el bum bum bum bum de los nildores danzantes hasta que al final logró quebrar el trance, buscó a Kurtz y lo encontró en incesante movimiento: una figura delgada, huesuda y esquelética que se sacudía como un títere colgado de hilos invisibles y que, a pesar de su gran altura, parecía frágil al moverse dentro del círculo de colosales nildores. Kurtz no podía oír las palabras de Gundersen ni reparar en su presencia y al final éste regresó solo a la estación. Por la mañana, encontró a Kurtz, que parecía agotado y gastado, agazapado en el banco que daba a las cataratas. Kurtz se limitó a decir: «Debiste quedarte. Debiste bailar».

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