A Kurtz le habían permitido bailar. A Kurtz le habían permitido bailar.
Había ocurrido en otra latitud, hacía mucho tiempo, y los participantes fueron otros nildores, pero a Kurtz le habían permitido bailar.
—Sí —le gritó un nildor—. ¡Ven a bailar con nosotros!
¿Era Vol'himyor? ¿Era Srin'gahar? ¿Era Thali'vanoom del tercer nacimiento? Gundersen no sabía quién de ellos había hablado. En la oscuridad, en la sudorosa bruma, no veía con claridad y todas esas formas gigantes le parecían idénticas. Llegó al final de la pendiente. Los nildores le rodeaban y le abrían paso de una punta a otra del lago. Sus cuerpos emitían olores acres que, mezclados con los vapores del lago, ahogaban y mareaban a Gundersen. Oyó que varios le decían:
—¡Si, sí, baila con nosotros!
Y danzó.
Encontró una zona libre de terreno pantanoso y se apoderó de ella, avanzó, retrocedió y pisó y volvió a pisar su pequeño espacio presa del fervor. Ningún nildor se le acercó. Agitaba la cabeza, ponía los ojos en blanco, balanceaba los brazos, mecía y hamacaba su cuerpo mientras los pies le transportaban incansablemente. Ahora aspiró el aire denso. Gritó en lenguas extrañas. Su piel parecía incendiada y se quitó la ropa, pero no percibió ninguna diferencia. Bum bum bum bum. Incluso en ese momento, persistía un fragmento de su viejo desarraigo, lo suficiente para maravillarse del espectáculo de sí mismo danzando desnudo en medio de un rebaño de bestias gigantes y extrañas. ¿Acaso ellos, en sus arrebatos finales de pasión, invadirían su terreno y le aplastarían en el fango? Seguramente era peligroso permanecer allí, en medio del rebaño. Pero se quedó. Bum bum bum bum, una vez y otra y otra. En uno de sus giros, observó, gracias a la resplandeciente luz refractada de las lunas, que los malidares mascaban plácidamente las malas hierbas, sin hacer caso del frenesí circundante; Ellos carecen de g'rakh pensó. Son bestias y, cuando mueren, sus espíritus abatidos descienden a las entrañas de la tierra. Bum bum bum bum.
Notó que unas sombras satinadas se deslizaban por el terreno y se movían cautelosamente entre las hileras de nildores danzantes. ¡Las serpientes! El fuerte son de los aporreos con las patas las había atraído desde los tupidos claros en los que vivían.
Los nildores permanecieron totalmente impávidos ante el movimiento de esos gusanos letales. Una sola cuchillada de las dos púas erizadas derribaría incluso a un nildor poderoso, pero no le daban importancia. Al parecer, las serpientes eran bien recibidas. Se deslizaron hacia Gundersen, que sabía que el veneno no significaba un peligro mortal para él, pero no deseaba volver a probarlo. De todos modos, no modificó el ritmo de su danza mientras cinco de esos seres gruesos y rosados se retorcieron a su lado. No le tocaron.
Las serpientes pasaron y desaparecieron. Pero el bullicio continuaba. Y todo seguía temblando. El corazón de Gundersen martilleaba pero no se detuvo. Se entregó plenamente, se fundió con los que le rodeaban y compartió tan profundamente como pudo la intensidad de la experiencia.
Las lunas se pusieron. Las primeras vetas del amanecer mancharon el cielo.
Gundersen descubrió que ya no podía oír el trueno de las patas. Bailó solo. Los nildores se habían acomodado a su alrededor y de nuevo era posible oír sus voces en esa letanía extraña e ininteligible. Hablaban quedamente pero con apasionamiento. Ya no podía seguir el hilo de sus palabras: todo se fundió en un rugido retumbante de tonos, sin definición ni forma. Incapaz de detenerse, se sacudió y agitó en medio de sus giros obsesivos hasta el momento en que sintió la caricia del sol matinal.
Entonces cayó agotado, permaneció inmóvil y se durmió.
Gundersen despertó poco después del mediodía. El campamento había reanudado su vida normal; un numeroso grupo de nildores se había metido en el lago, unos pocos mascaban la vegetación de la cumbre de la pendiente y la mayoría descansaba a la sombra. El único indicio del frenesí de la noche anterior se veía en la turba esponjosa cercana a la orilla del lago, la cual estaba muy desgastada y rasgada.
Gundersen se sentía rígido y embotado. También estaba avergonzado, con la perplejidad de alguien que se ha metido demasiado ávidamente en la diversión de otro ser. Apenas podía creer que había hecho lo que sabía que había hecho. Preso de semejante vergüenza, sintió el impulso de abandonar de inmediato el campamento, antes de que los nildores pudieran mostrar su desprecio por un terráqueo capaz de dejarse esclavizar por sus ritos, de quedar seducido por sus conjuros. Pero puso trabas a esa idea y recordó que su presencia allí tenía un objetivo. Cojeó hacia el lago y vadeó las aguas hasta que le llegaron al pecho. Se mojó frotándose el sudor de la noche anterior. Al salir encontró su ropa y se vistió.
Un nildor se acercó y le dijo:
—Vol'himyor hablará ahora contigo.
El nacido muchas veces se encontraba en la mitad de la pendiente. Al llegar ante él, Gundersen no logró recordar las palabras de ninguna de las fórmulas de saludo, por lo que miró ásperamente al anciano nildor hasta que éste dijo:
—Bailas bien, mi amigo nacido una vez. Bailas con alegría. Bailas con amor. Bailas como un nildor, ¿lo sabes?
—No me resulta fácil comprender lo que me ocurrió anoche —se justificó Gundersen.
—Nos demostraste que nuestro mundo ha atrapado tu espíritu.
—¿Fue ofensivo que un terráqueo bailara entre vosotros?
—Si hubiese sido ofensivo —replicó Vol'himyor lentamente—, no habrías bailado entre nosotros. —Se produjo un prolongado silencio y a continuación el nildor dijo—: Nosotros dos haremos un trato. Te daré permiso para ir a la región de las brumas. Permanece allí hasta que estés listo para volver. Pero cuando regreses, trae contigo al terráqueo conocido con el nombre de Cullen y ofrécele el campamento de nildores más septentrional, el primero de mi pueblo que encontrarás. ¿Queda acordado?
—¿Cullen? —preguntó Gundersen. Por su mente pasó la imagen de un hombre bajo, delgado, de cara ancha, pelo dorado y ojos de color verde claro—. ¿Cedric Cullen? ¿El que estuvo aquí mientras yo estuve aquí?
—El mismo.
—Trabajó conmigo cuando estuve en la estación del Mar de Polvo.
—Ahora vive en la región de las brumas —dijo Vol'himyor— y ha ido sin permiso. Lo buscamos.
—¿Qué ha hecho?
—Es culpable de un delito grave. Se ha refugiado entre los sulidores, donde no podemos acceder a él. Si nosotros mismos lo recogiésemos, violaríamos nuestro pacto con los sulidores. Pero podemos pedirte que lo hagas.
Gundersen frunció el ceño.
—¿No me explicarás la naturaleza de su delito?
—¿Tiene importancia? Lo buscamos. Nuestros motivos no son insignificantes. Te pedimos que nos lo traigas.
—Pides a un terráqueo que coja a otro y lo entregue para ser castigado —dijo Gundersen—. ¿Cómo puedo saber de qué lado está la justicia?
—¿Acaso no somos los jueces de este planeta, según el tratado de retirada? —inquirió el nildor. Gundersen reconoció que sus palabras se atenían a la verdad— Entonces tenemos derecho a tratar a Cullen como se merece —agregó Vol'himyor.
Desde luego, ello no volvía correcto el hecho de que Gundersen actuase como intermediario en la entrega de su viejo camarada a los nildores. Pero la amenaza implícita de Vol'himyor era evidente: haz lo que queremos o no te otorgaremos favores.
Gundersen preguntó:
—¿Qué castigo recibirá Cullen si queda bajo vuestra custodia?
—¿Castigo? ¿Castigo? ¿Quién habla de castigo?
—SÍ el hombre es un delincuente…
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