—Eres melindroso en el respeto de nuestras leyes, mi amigo nacido una vez. Antaño eras distinto.
Gundersen se mordió el labio. Sintió que algo reptaba por su pantorrilla desde la profundidad del lago pero se obligó a mirar serenamente al nacido muchas veces. Escogió cuidadosamente las palabras y dijo:
—A veces tardamos en comprender la naturaleza de otro y le ofendemos sin saber lo que hacemos.
—Así es.
—Pero luego llega la comprensión —agregó Gundersen— y uno siente remordimientos por los actos del pasado y espera perdón para sus pecados.
—El perdón depende de la calidad de los remordimientos —observó Vol'himyor — y también de la calidad de los pecados.
—Creo que conoces mis fallos.
—No han sido olvidados —dijo el nildor.
—También creo que para tu credo no es desconocida la posibilidad de la redención personal.
—Es verdad, es verdad.
—¿Me permitirás enmendar mis pecados del pasado contra tu pueblo, tanto los conocidos como los desconocidos?
—Enmendar los pecados desconocidos es cosa insensata —afirmó el nildor—. De todos modos, nosotros no buscamos una disculpa. Tu redención del pecado es asunto tuyo, no nuestro. Quizás encuentres aquí esa redención, tal como esperas. Percibo un grato cambio en tu alma y ello pesará enormemente a tu favor.
—¿Entonces cuento con tu permiso para ir al norte? —inquirió Gundersen.
—No tan rápido. Quédate un tiempo con nosotros como invitado. Debemos pensar en esto. Ahora puedes volver a la orilla.
La despedida era evidente. Gundersen agradeció al nacido muchas veces su paciencia, no sin cierta autosatisfacción por la forma en que había llevado la entrevista. Siempre había mostrado la deferencia correspondiente a los nacidos muchas veces —incluso un imperialista realmente kiplinguesco sabía que le convenía mostrar respeto hacia los venerables líderes tribales—, pero en la época de la Compañía sólo era una burla para él, una muestra fingida de humildad ya que el poder fundamental correspondía al agente de sector de la Compañía y no a ningún nildor, por muy sagrado que fuese. Ahora el viejo nildor tenía realmente el poder de impedirle entrar en la región de las brumas y quizá viera incluso cierta justicia poética en el hecho de impedírselo. Pero Gundersen sintió que ahora su actitud deferente y apologética había sido bastante sincera y que había transmitido a Vol'himyor parte de esa sinceridad. Sabía que no podía engañar al nacido muchas veces haciéndole creer que un antiguo servidor de la Compañía como él súbitamente deseaba arrastrarse ante las ex víctimas del expansionismo terrestre, pero a menos que hiciese alguna muestra de sinceridad, no tenía la menor posibilidad de conseguir el permiso que necesitaba.
Repentinamente, mientras aún se encontraba bastante lejos de la orilla, algo dio a Gundersen un golpe terrible entre los hombros y lo lanzó, atontado y jadeante, de cara al agua.
Al sumergirse, le pasó por la cabeza la idea de que Vol'himyor le había seguido traicioneramente y golpeado con la trompa. Un golpe de ese tipo podía resultar fatal si se aplicaba con verdadera malicia. Atragantado, con la boca llena del licor del lago y los brazos entumecidos por el impacto del golpe, Gundersen salió cautelosamente a la superficie, dispuesto a encontrar al anciano nildor sobre él, preparado para lanzar el golpe de gracia.
Abrió los ojos y momentáneamente tuvo dificultades para centrar la mirada. No, el nacido muchas veces estaba lejos, en el lago, y miraba en otra dirección. En ese momento Gundersen tuvo una extraña y espinosa premonición y hundió la cabeza a tiempo para evitar que lo mismo que le había golpeado antes le decapitara. Se acurrucó en el agua cubierto hasta la nariz y lo vio girar en lo alto: una barra gruesa y amarillenta como un trueno descontrolado. En ese momento oyó violentos gritos de dolor y sintió que unas olas cada vez más altas recorrían el lago. Miró a su alrededor.
Doce salidores habían entrado en el lago y estaban matando a un malidar. Habían arponeado a la enorme bestia con palos aguzados; en ese momento el malidar se debatía y enroscaba en la agonía final y fue la poderosa cola del animal la que derribó a Gundersen. Los cazadores se habían desplegado en los bancos, hundidos hasta la cintura, con su grueso pelaje manchado de lodo y deslustrado. Cada grupo aferró el mástil de un arpón y gradualmente arrastraron al malidar hacia la orilla. Gundersen ya no corría peligro, pero siguió sumergido, recuperó la respiración y movió los hombros para comprobar que no tenía ningún hueso roto. La primera vez, la cola del malidar sólo debió rozarle; sin duda alguna, la segunda vez le habría destrozado si no se hubiese sumergido. Empezaba a sentir dolor y estaba medio ahogado a causa del agua que había tragado. Se preguntó cuándo comenzaría a estar borracho. Los sulidores habían arrastrado a la orilla a su presa. Sólo quedaban en el agua la cola y las gruesas patas traseras palmeadas del malidar, que se movían espasmódicamente. El resto del animal, de un peso de varias toneladas y su estatura cinco veces superior a la de un hombre, estaba en la orilla y los sulidores le clavaban metódicamente largas estacas, una en cada uno de los miembros delanteros y varias en la ancha cabeza en forma de cuña. Algunos nildores presenciaban la operación con ligera curiosidad. La mayoría de ellos la ignoraban. Los demás malidares siguieron ramoneando en el bosque como si no hubiese ocurrido nada.
Un último arponazo dividió en dos la columna vertebral del malidar. La bestia se estremeció y quedó inmóvil.
Gundersen nadó rápidamente, vadeó el fango desagradablemente voluptuoso y se dejó caer en la orilla. Súbitamente se le doblaron las rodillas y trastabilló hacia delante, tembloroso, atragantado y asqueado. Un delgado hilillo de líquido surgió de sus labios. Después se echó de lado y vio que los sulidores cortaban gigantescos trozos de carne de color rosa claro de los flancos del malidar y los repartían entre ellos. Otros sulidores salían de las chozas para participar del festín. Gundersen se estremeció. Sufría una especie de conmoción y transcurrieron algunos minutos hasta que comprendió que el motivo de su malestar no sólo se debía al golpe que había recibido y el agua que había tragado sino a la comprobación de que se había perpetrado un acto de violencia en presencia de un rebaño de nildores y éstos no parecían preocupados en lo más mínimo. Había supuesto que esos seres pacíficos y no beligerantes reaccionarían horrorizados ante la matanza de un malidar. Pero no les importaba. Lo que Gundersen sentía era el malestar de la desilusión.
Un sulidor se acercó y se detuvo ante él. Gundersen miró inquieto a la figura alta y peluda. El sulidor sostenía entre las patas delanteras un trozo de carne de malidar, del tamaño de la cabeza de Gundersen.
—Para ti —dijo el sulidor en el idioma de los nildores—. ¿Comes con nosotros?
No esperó respuesta. Arrojó el trozo de carne al suelo, junto a Gundersen, y se reunió con sus compañeros. Al terráqueo se le revolvió el estómago. La carne cruda no le apetecía.
Súbitamente el silencio reinó en la orilla.
Todos le miraban, tanto los sulidores como los nildores.
Tembloroso, Gundersen se puso de pie. Aspiró aire tibio hasta el fondo de los pulmones y ganó unos minutos agachándose en la orilla del lago para lavarse la cara. Encontró la ropa que se había quitado y demoró unos minutos más en ponérsela. Ahora se sentía un poco mejor, aunque el problema de comer carne cruda seguía existiendo. Los sulidores, que disfrutaban del festín, arrancaban y desgarraban porciones de carne y mordisqueaban huesos; le miraban a menudo para averiguar si estaba dispuesto a aceptar la hospitalidad que le ofrecían. Los nildores, que obviamente no habían probado la carne, también parecían interesarse por su decisión. Si rechazaba la carne, ¿ofendería a los sulidores? Si la comía, ¿aparecería como bestial ante los ojos de los nildores? Llegó a la conclusión de que lo mejor era obligarse a comer unos trozos como gesto de buena voluntad hacia los bípedos de aspecto amenazante. Al fin y al cabo, a los nildores no parecía preocuparles el hecho de que los sulidores comieran carne. ¿Por qué se molestarían si un terráqueo, un carnívoro conocido, hacía lo mismo?
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