Haviland Tuf volvió la cabeza hacia el gatito que tenía en el hombro.
—Detecto cierta nota de sarcasmo en su voz —le dijo a Dax.
Tolly Mune suspiró, metió la mano en el bolsillo y sacó de él un estuche de cristales de datos.
—Ahí tienes, querido mío —dijo, lanzándolos al aire. Tuf alargó la mano y pilló al vuelo el estuche con su pálida manaza sin decir palabra.
—Todo lo necesario está ahí. Sacado directamente de los bancos de datos del Consejo. Naturalmente, forma parte de los archivos clasificados como supersecreto. Todos los informes, proyecciones y análisis, exclusivamente para ser vistos por personas de la mayor confianza. ¿Lo entiende? Ésa es la razón de que me mostrara tan condenadamente misteriosa y de que nos dirigiéramos al Arca. Creg y el Consejo estimaron que nuestro romance iba a ser una pantalla magnífica. Que los incontables espectadores de noticiarios pensaran que estábamos haciendo el amor apasionadamente, sin enterarnos de nada más. Mientras tengan la cabeza llena de románticas imágenes del pirata y la Maestre de Puerto abriéndose paso entre las llamas de nuevas fronteras sexuales, no se detendrán a pensar en qué estamos haciendo realmente y todo podrá hacerse con la cautela necesaria. Queremos panes y peces, Tuf, pero esta vez los queremos servidos en una fuente bien tapada, ¿lo entiende? Ésas son mis instrucciones.
—¿Cuál es la previsión más reciente? —dijo Haviland Tuf con voz átona.
Dax se irguió repentinamente en su hombro, lanzando un bufido de alarma.
Tolly Mune tomó un poco de cerveza y se dejó caer cansinamente en su sillón. Cerró los ojos y dijo:
—Dieciocho años. —Ahora parecía realmente la mujer de cien años de edad que era y no una joven de sesenta años. En su voz había un agotamiento infinito—. Dieciocho años —repitió—, y sigue bajando.
Tolly Mune podía ser muchas cosas, pero no era una provinciana. Habiendo pasado la vida en S’uthlam, con sus ciudades tan vastas como continentes y sus miles de millones de habitantes, sus torres que se alzaban diez kas hasta el cielo, sus enormes carreteras subterráneas a gran distancia de la superficie y su gran ascensor orbital, no se dejaba impresionar fácilmente por el tamaño de algo. Pero en el Arca la invadía una sensación indefinible.
Lo había notado desde que llegó, cuando la enorme cúpula de la cubierta de aterrizaje se abrió bajo ellos y Tuf hizo descender el Feroz Rugido del Veldt en las tinieblas, posándolo finalmente entre sus lanzaderas y sus naves espaciales en ruinas, justo en el centro del tenue anillo azulado que ardía con una luz apagada en una especie de bienvenida. La cúpula se cerró nuevamente sobre ellos y la atmósfera fue bombeada en la cubierta. Para llenar un espacio tan grande, en el corto espacio de tiempo empleado, el aire tuvo que fluir a su alrededor con la fuerza de una galerna, aullando y gimiendo. Finalmente, Tuf abrió la escotilla y la precedió por una barroca escalinata que brotaba de la boca de la nave-león como una lengua dorada. En la cubierta les esperaba un pequeño vehículo de tres ruedas. Tuf pasó de largo junto a las naves muertas y abandonadas, algunas mucho más extrañas e incomprensibles de lo que nunca había visto Tolly Mune anteriormente. Tuf conducía en silencio, sin mirar ni a derecha ni a izquierda. Dax parecía una flácida bola de piel sin huesos que alguien hubiera dejado sobre sus rodillas, ronroneando sin cesar.
Tuf le asignó toda una cubierta para ella. Centenares de literas, terminales de ordenador, laboratorios, pasillos, baños y sanitarios, salas de recreo, cocinas y ningún ocupante salvo ella. En S’uthlam un espacio tan grande habría albergado a mil personas en apartamentos más diminutos que los armarios utilizados en el Arca para guardar el equipo. Tuf desconectó la rejilla gravitatoria en ese nivel, sabiendo que ella prefería moverse sin gravedad.
—Si me necesita, me encontrará en mis aposentos de la cubierta superior. Allí hay gravedad normal —le dijo—. Tengo la intención de consagrar todas mis energías a los problemas de S’uthlam. No le pido ni su consejo ni su asistencia. Maestre de Puerto, le aseguro que no pretendo ofenderla con mis palabras, pero he tenido la amarga experiencia de que tales relaciones dan mucho más problemas que soluciones y sólo servirán para distraerme. Si hay una respuesta a su tremendo apuro, llegaré a ella más pronto mediante mis propios medios y sin que se me moleste continuamente. Programaré un rumbo sin demasiadas prisas hacia S’uthlam y su telaraña y tengo la esperanza de que cuando lleguemos me encontrará en condiciones de resolver sus dificultades.
—Si no puede hacerlo —le recordó ella con cierta sequedad—, nos quedaremos con la nave, ésos eran los términos del acuerdo.
—Soy plenamente consciente de ellos —dijo Haviland Tuf—. Por si se diera el caso de que acabara cansándose del encierro, el Arca puede ofrecerle una gama muy completa de ocupaciones, entretenimientos y diversiones. Deseo igualmente que utilice con toda libertad los equipos automáticos de cocina. Sus capacidades no igualan a mis menús personales, pero estoy seguro de que saldrán muy bien librados de toda posible comparación con lo que se come habitualmente en S’uthlam. Puede usted hacer todas las colaciones que desee durante el día, pero me complacería que cenara conmigo cada noche a las dieciocho horas, tiempo de la nave. Tenga la bondad de ser puntual —y, con estas últimas palabras, se marchó.
El sistema de ordenadores que gobernaba la nave, observaba rigurosamente los ciclos del día y de la noche para simular de tal modo las condiciones de un planeta normal. Tolly Mune se pasó noches enteras ante un monitor holográfico, contemplando dramas que tenían varios milenios de antigüedad y que habían sido grabados en mundos convertidos ya en leyenda. Los días transcurrían dedicados a la exploración: primero la cubierta que Tuf le había cedido y luego el resto de la nave. Cuanto más veía y aprendía, más atónita e inquieta se iba sintiendo Tolly Mune.
Pasó días enteros sentada en el puesto del capitán, situado en la torre de control, que Tuf había abandonado por no ser demasiado conveniente para sus necesidades, contemplando secciones en el cuaderno de bitácora escogidas al azar y proyectadas luego en la gran pantalla.
Caminó por un laberinto de pasillos y cubiertas, descubrió tres esqueletos en zonas apartadas del Arca {sólo dos de ellos eran humanos) y le sorprendió encontrar un cruce de pasillos donde los resistentes mamparos de acero especial estaban ennegrecidos y algo resquebrajados, como si hubieran soportado los efectos de un intenso calor.
Pasó horas en una librería que había hallado, tocando los viejos libros y sosteniendo en sus manos los tomos compuestos por delgadas hojas de metal o plástico y maravillándose al descubrir algunos fabricados con papel auténtico.
Volvió a la cubierta de aterrizaje y estuvo inspeccionando alguna de las naves en ruinas que Tuf había ido amontonando en ella. Fue a la armería y contempló una aterradora colección de armas, algunas de ellas tan viejas que ya no funcionaban, otras imposibles de reconocer, varias absolutamente prohibidas en todos los mundos civilizados.
Recorrió la inmensa penumbra del eje central, que perforaba la nave de un extremo al otro, y el eco de sus pisadas resonó en el techo a lo largo de sus treinta kas de extensión, respirando algo agitadamente al final del trayecto. A su alrededor había cubas de clonación, tanques de crecimiento, aparatos de microcirugía y una asombrosa profusión de terminales de ordenador. El noventa por ciento de los tanques estaban vacíos pero, de vez en cuando, la Maestre de Puerto encontró vida en su interior. Pegó la nariz al cristal polvoriento y mucho más grueso de lo normal, distinguiendo en el fluido traslúcido tenues siluetas de criaturas que estaban vivas, algunas tan pequeñas como su mano y otras tan grandes como un tubotrén. Todo aquello la hizo estremecer.
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