George Martin - Los viajes de Tuf

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Los viajes de Tuf: краткое содержание, описание и аннотация

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Haviland Tuf es un ser curioso: un mercader independiente de gran tamaño, obeso, calvo y con la piel blanca como el hueso. Es vegetariano, bebe montones de cerveza, come demasiado y le encantan los gatos. Y además es completa y absolutamente honesto. Tuf logra poseer una enorme nave espacial, el Arca, la única superviviente del antiguo Cuerpo de Ingeniería Ecológica de la Vieja Tierra. Al Arca es un artilugio desaparecido hace más de mil años, pero que revive gracias a Tuf y a sus gatos. A lo largo de los siete relatos que forman este libro, Tuf consigue la nave, la repara y resuelve un sinfín de problemas espaciales con la ayuda de la ingeniería ecológica, una profesión que él recupera y a la que añade la impronta de su personalidad, astucia e ironía.

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—Cierto —dijo ella. —Por lo que yo recuerdo, en ningún momento se incluyó el conocimiento carnal de su cuerpo en los términos de dicho pacto, Maestre de Puerto Mune. Yo sería desde luego el último en negar la bravura que demostró en los momentos de adversidad, cuando el Consejo cerró los tubos neumáticos y clausuró los muelles. Puso en peligro tanto su carrera como su persona; hizo pedazos una ventana de plastiacero; voló a través de kilómetros de inhóspito vacío, llevando sólo un dermotraje y contando como único medio de locomoción con unos propulsores de aire; logró esquivar a las patrullas de seguridad durante todo el trayecto y, finalmente, escapó por un escaso margen a la destrucción cuando su Flota Defensiva Planetaria me atacó. Incluso un hombre tan sencillo y desprovisto de fantasía como yo, debo admitir que dichos actos poseen cierta cualidad heroica. E, incluso, romántica, y en los tiempos de la antigüedad podrían haber acabado originando una leyenda. Sin embargo, el propósito de ese tan melodramático como osado viaje era devolver a Desorden sana y salva a mi custodia, tal y como había sido estipulado en nuestro acuerdo, y no el entregar su cuerpo, Maestre Mune, a mis… —Tuf pestañeó —a mis afanes concupiscentes. Lo que es más, usted dejó perfectamente claro entonces que sus actos fueron motivados por el sentido del honor y el miedo a que la influencia corruptora del Arca contaminara a sus líderes. Tal y como yo lo recuerdo, ni la pasión física ni el amor romántico jugaron parte alguna en sus cálculos.

La Maestre de Puerto Tolly Mune sonrió. —Mírenos, Tuf. Somos una pareja más bien improbable de amantes que se encontraron entre las estrellas. Pero debo admitir que de ese modo la historia gana mucho.

El largo y pálido rostro de Tuf seguía inmóvil e inexpresivo.

—Estoy seguro de que no pensará usted defender ese vídeo, tan grosero como falto de exactitud —le dijo con voz átona.

La Maestre de Puerto volvió a reír.

—¿Defenderla? ¡Infiernos y maldición! Yo lo escribí. Haviland Tuf pestañeó seis veces seguidas.

Antes de que hubiera logrado articular una contestación la puerta de deslizó a un lado y los mirones de los noticiarios entraron en la oficina como un enjambre enloquecido. Habría como mínimo dos docenas de ellos y todos hablaban a la vez haciendo preguntas, más bien impertinentes, que se confundían entre sí. En el centro de cada frente se veía el rápido guiñar del tercer ojo y se oía su leve zumbido.

—Oiga, Tuf, póngase de perfil y sonría.

—¿Tiene algún gato aquí?

—Maestre de Puerto, ¿piensa aceptar un contrato de matrimonio?

—¿Dónde está el Arca?

—¡Eh! ¡Que se abracen bien fuerte!

—Oiga, mercader, ¿dónde se ha puesto tan moreno? —¿y el bigote?

—¿Tiene usted alguna opinión sobre Tuf y Mune, Ciudadano Tuf?.—¿Qué tal anda Desorden estos días?

Inmóvil en su silla provista de arneses, Haviland Tuf, miró primero hacia arriba y luego hacia abajo. Luego, moviendo la cabeza en una larga serie de gestos tan rápidos como precisos, examinó el enjambre de mirones que le rodeaba. Pestañeó y siguió callado. El torrente de preguntas no se interrumpió hasta que la Maestre de Puerto Tolly Mune se abrió paso nadando sin el menor esfuerzo a través de la jauría, apartando a los mirones con ambas manos, y se instaló junto a Tuf. Luego pasó un brazo por debajo del suyo y le besó levemente en la mejilla.

—¡Infiernos y maldición! —dijo—. Mantengan quietas sus dichosas cremalleras, acaba de llegar —levantó la mano—. Lo siento, nada de preguntas. Invocamos al derecho de intimidad. Después de todo, han pasado cinco años. Deben concedernos un poco de tiempo para que volvamos a conocernos mutuamente.

—¿Irán juntos al Arca? —preguntó uno de los reporteros más agresivos, flotando a medio metro de la cara de Tuf, mientras su tercer ojo zumbaba incesantemente.

—Por supuesto —dijo Tolly Mune—.¿Dónde si no?

Cuando el Feroz Rugido del Veldt se encontraba ya bien lejos de la telaraña y dirigiéndose hacia el Arca, Haviland Tuf se dignó hacer una visita al camarote que le había asignado a Tolly Mune. Había tomado una ducha y se había frotado hasta liminar todos los restos de su disfraz. Su rostro parecía una hoja de papel blanco y resultaba tan indescifrable como ésta. Vestía un mono de color gris, sin ningún adorno, que poco hacía para ocultar su formidable tripa y una gorra de color verde, con la insignia dorada de los Ingenieros Ecológicos, cubría su calva.

Tolly Mune estaba tomando una ampolla de Malta de San Cristóbal pero, al verle entrar, se levantó con una sonrisa.

—Una cerveza condenadamente buena —dijo—. Vaya, ¿quién es? Veo que no es Desorden.

—Desorden se halla sana y salva en el Arca junto con su compañero y sus gatitos, aunque, a decir verdad, ya no se les puede calificar con mucha precisión de tales. La población felina de mi nave ha crecido tanto desde mi última visita a S’uthlam, aunque no de forma tan precipitada como parece inclinada a hacerlo la población humana de S’uthlam —con gestos algo envarados, Haviland Tuf ocupó un asiento—. Le presento a Dax. Aunque naturalmente, cada felino es especial, bien podría decirse, sin faltar a la verdad, que Dax entra en lo extraordinario. Es bien sabido que todos los gatos poseen ciertos poderes psíquicos pero, debido a unas circunstancias más bien fuera de lo corriente, con las que me topé en el planeta conocido como Namor, inicié un programa para expandir y hacer más potente esa habilidad innata en los felinos. Dax es el resultado final de dicho programa, señora mía. Compartimos un cierto lazo muy peculiar y Dax posee una habilidad psíquica que se encuentra muy lejos de lo rudimentario.

—Siendo breves —dijo Tolly Mune—, acabó clonando un gato capaz de leer mentes.

—Su perspicacia sigue siendo tan aguda como siempre, Maestre de Puerto —replicó Tuf, cruzando luego las manos—. Tenemos mucho por discutir. Quizá tenga la amabilidad de explicamos por qué me ha pedido que traiga nuevamente el Arca a S’uthlam, la razón de que haya insistido en acompañarme y, lo más crucial de todo, por qué se me ha enredado en este engaño tan extraño como pintoresco, llegando al extremo de tomarse ciertas libertades físicas con mi persona.

Tolly Mune suspiró. —Tuf, ¿recuerda cómo estaban las cosas cuando nos despedimos hace cinco años?

—Mi memoria no ha sufrido ninguna merma —dijo Haviland Tuf.

—Estupendo. Entonces, recordará que me dejó metida en un lío de mil diablos.

—Preveía usted la inmediata deposición de su cargo como Maestre de Puerto, el juicio, acusada de alta traición, y la condena de reclusión en una granja penal en la Despensa —dijo Tuf—. Pese a ello, rechazó mi oferta de llevarla gratuitamente a cualquier otro sistema estelar de su elección, prefiriendo, en vez de ello, volver para enfrentarse a la prisión ya la caída en desgracia.

—No sé qué diablos soy, pero soy s’uthlamesa —dijo ella—. Tuf, son mi gente. Puede que a veces se porten como unos condenados idiotas, pero, ¡maldición!, siguen siendo mi gente.

—Su lealtad me parece sin duda encomiable. Dado que sigue siendo Maestre de Puerto, asumo que las circunstancias han cambiado.

—Yo las cambié —dijo Tolly Mune.

—Ya veo.

—Tuve que hacerlo. De lo contrario hubiera pasado el resto de mi vida conduciendo una cosechadora a través de la neohierba mientras la gravedad me iba haciendo pedacitos —torció el gesto—. Apenas volví al Puerto, los de seguridad me hicieron prisionera. Había desafiado al Consejo, roto las leyes, causado daños en abundantes propiedades, y le había ayudado a huir con una nave que deseaban confiscar. Condenadamente dramático, ¿no le parece?

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