—¿Qué? —dijo ella, sobresaltada, poniéndose en pie tan abruptamente que casi dejó caer el ordenador.
El gatito (que en realidad era ya casi un gato pero seguía siendo el más joven de todos los que Tuf poseía) tenía un largo y sedoso pelaje, tan negro como los abismos del espacio, unos brillantes ojos dorados y una curiosa indolencia en todos sus movimientos. Tuf lo sacó del bolsillo, lo puso sobre su brazo y le acarició.
—Es Dax —le dijo a la inspectora. Los s’uthlameses tenían la desconcertante costumbre de considerar a todos los animales como alimañas y Tuf no deseaba que la inspectora actuara de modo precipitado al respecto—. Es totalmente inofensivo, señora.
—Ya sé lo que es —le respondió ella secamente—. Manténgalo bien lejos de mí. Si decide lanzarse a mi cuello se meterá en un buen apuro, mosca.
—Ciertamente —dijo Haviland Tuf—. Haré cuanto esté en mi mano para controlar su ferocidad.
La inspectora pareció algo aliviada. —¿No es más que un gato pequeño, verdad? ¿Cómo se les llama… gatines?
—Posee usted un astuto conocimiento de la zoología —replicó Tuf.
—No tengo ni idea de zoología —dijo la inspectora de aduanas, apoyando la espalda en su asiento y aparentemente más tranquila—, pero de vez en cuando miro los programas de vídeo.
—Entonces, no me cabe duda de que habrá visto algún programa educativo —dijo Tuf.
—Qué va —replicó la mujer—, nada de eso, mosca. Me gustan más los de aventuras y romances.
—Ya veo —dijo Haviland Tuf—. y supongo que en uno de tales dramas debía figurar un felino, ¿verdad?
Ella asintió y en ese mismo instante su colega emergió por la escotilla.
—Todo limpio —dijo la otra inspectora. Entonces vio a Dax, instalado cómodamente en los brazos de Tuf, y sonrió—. Vaya, una alimaña gato —dijo con voz despreocupada—. Es bastante gracioso, ¿verdad?
—No dejes que te engañe —dijo la primera inspectora de aduanas, advirtiéndola—. Se muestran amables y suaves y en un abrir y cerrar de ojos te pueden arrancar los pulmones a zarpazos.
—Parece bastante pequeño para eso —dijo su compañera.
—¡Ja! Recuerda el que salía en Tuf y Mune.
—Tuf y Mune —repitió Haviland Tufsin el menor asomo de expresión en su voz.
La segunda inspectora tomó asiento junto a la primera. —El Pirata y la Maestre del Puerto —añadió.
—Él era el implacable señor de la vida y de la muerte y viajaba en una nave tan grande como el sol. Ella era la reina araña, desgarrada entre el amor y la lealtad. juntos cambiaron el mundo —dijo la primera inspectora.
—Si le gustan ese tipo de cosas puede alquilarlo en la Casa de la Araña —le explicó la segunda inspectora—. Además, sale un gato.
—Ciertamente —dijo Haviland Tuf, pestañeando. Dax empezó a ronronear.
Su dique se encontraba a cinco kilómetros del eje del muelle, por lo que Haviland Tuf se vio obligado a utilizar un tubotrén neumático para dirigirse al centro de! Puerto.
Fue implacablemente oprimido por todos lados. En el tren no había asientos de ninguna clase y tuvo que soportar que un extraño le clavara rudamente el codo en las costillas, la fría máscara de plastiacero de un cibertec, a unos pocos milímetros de su cara y el resbaladizo caparazón de algún alienígena, rozándole la espalda cada vez que el tren reducía la velocidad. Cuando desembarcó fue como si el vagón hubiera decidido vomitar la sobrecarga de seres humanos que había ingerido. La plataforma era un caos de ruido y confusión, en tanto que a su alrededor se apelotonaba un tropel de gente que iba y venía en todas direcciones. Una joven, de baja estatura y rasgos afilados como la hoja de un estilete, agarró sus pieles sin ningún tipo de invitación previa y le sugirió que se dirigieran a un salón sexual. Apenas había logrado Tuf deshacerse de ella cuando se encontró prácticamente encima a un reportero de los noticiarios, equipado con un tercer ojo en forma de cámara, y fue informado de que éste se hallaba realizando un artículo sobre moscas más extrañas de lo habitual y deseaba entrevistarle.
Tuf le apartó de un empujón y se dirigió con ciertas dificultades hacia un puesto que vendía escudos de intimidad. Adquirió uno y lo colgó de su cinturón, consiguiendo con ello un cierto respiro. Cuando le veían los s’uthlameses desviaban cortésmente la mirada al darse cuenta de que tal era su deseo y con ello tuvo libertad para abrirse paso a través del gentío sin ser apenas molestado.
Su primera parada fue en un establecimiento de vídeos. Pidió una habitación con diván, ordenó que le trajeran una ampolla de, la más bien acuosa, cerveza de S’uthlam y alquiló una copia de Tuf y Mune.
Su segunda parada fue en la oficina principal del Puerto. —Caballero —le dijo al hombre sentado tras la consola de recepción—, espero que tenga la amabilidad de contestar a una pregunta. ¿Sigue ocupando Tolly Mune el cargo de Maestre del Puerto en S’uthlam?
El secretario le miró de arriba abajo y lanzó un suspiro. —Moscas… —dijo con voz algo cansada—. Naturalmente, ¿quién iba a estar si no?
—Ciertamente, quién si no —replicó Haviland Tuf—. Es de la mayor importancia que le vea de inmediato.
—¿Ah, sí? Lo será para usted, pero también lo es para mil personas más. ¿Su nombre?
—Me llaman Weemowet. Vengo de Karaleo y soy propietario de Feroz Rugido del Veldt.
El secretario torció levemente el gesto e introdujo los datos en la consola. Luego se volvió a reclinar en su silla flotante, esperando, y unos instantes después meneó la cabeza.
—Lo siento, Weemowet —dijo—. Mamá está muy ocupada y el ordenador nunca ha oído hablar de usted, su nave o su planeta. Puedo conseguirle una cita para dentro de una semana más o menos, siempre que me diga el motivo de la misma.
—No me parece demasiado satisfactorio. Mi asunto es de naturaleza muy personal y preferiría ver a la Maestre de Puerto inmediatamente.
El secretario se encogió de hombros.
—Canta o lárgate, mosca. No se puede hacer otra cosa. Haviland Tuf reflexionó durante unos instantes y luego se llevó la mano hasta su peluca y dio un tirón. La peluca abandonó su cráneo con un leve ruido de succión y fue seguida prontamente por la barba.
—¡Observe bien! —dijo—. No soy realmente Weemowet. Soy Haviland Tuf disfrazado. —y arrojó peluca y barba sobre la consola.
—¿Haviland Tuf? —dijo el secretario. —Correcto.
El secretario se rió.
—Ya he visto ese dramón, mosca. Si usted es Tuf, yo soy Stephan Cobalt Northstar.
—Él lleva muerto más de un milenio. Sin embargo, soy Haviland Tuf.
—Pues no se le parece en nada —dijo el secretario. —Viajo de incógnito, disfrazado bajo la identidad de un noble de Karaleo.
—Oh, claro, lo había olvidado.
—Parece usted tener una memoria muy flaca. ¿Le dirá a la Maestre de Puerto Mune que Haviland Tuf ha vuelto a S’uthlam y desea hablar con ella inmediatamente?
—No —le replicó con cierta sequedad al secretario—, pero tenga por seguro que esta noche se lo contaré a todos mis amigos durante la orgía.
—Deseo entregarle la cantidad de dieciséis millones quinientas mil unidades base —dijo Tuf.
—¿Dieciséis millones quinientas mil unidades base? —dijo el secretario, impresionado—. Eso es un montón de dinero.
—Posee usted una aguda percepción de lo obvio —dijo Tuf con voz impasible—. He descubierto que la ingeniería eco lógica es una profesión altamente lucrativa.
—Me alegro por usted —dijo el secretario y se inclinó hacia adelante—. Bueno, Tuf, Weemowet o como quiera que se llame, todo esto me ha divertido mucho, pero tengo cosas que hacer. Si no recoge su peluca y desaparece de mi vista dentro de unos segundos, tendré que llamar a los de seguridad. —Estaba a punto de extenderse algo más sobre dicho tema pero, de pronto, su consola emitió un zumbido—. ¿Sí? —dijo por el comunicador que llevaba en la cabeza, frunciendo el ceño—. ¡Ah, sí, claro, Mamá. Bueno, es alto, muy alto, como unos dos metros y medio y tiene tanta barriga que resulta casi obsceno verle. Hmmmm… No, un montón de pelo… bueno, al menos tenía un montón hasta que se lo arrancó y lo tiró sobre mi consola. No. Dice que está disfrazado. Sí. Dice que tiene dieciséis millones que darle.
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