Tolly Mune se veía obligada a reconocer eso en favor de Tuf: lo estaba intentado con todo entusiasmo.
La jaula del rincón se estremeció levemente al estrellarse Desorden contra uno de sus lados. La gata emitió un leve maullido de dolor y Tolly sintió pena por ella. También Tuf le daba pena. Quizá, cuando hubiera fracasado, pudiera encargarse de que le entregaran esa nave que le había ofrecido en un principio.
Pasaron cuarenta y siete días. Durante ese tiempo, las cuadrillas trabajaron en series de tres turnos, de tal modo que la actividad alrededor del Arca era tan constante e incansable como frenética. La telaraña se extendió hacia la sembradora y acabó sumergiéndola. Los cables serpentearon a su alrededor como lianas en la selva y una red de tubos neumáticos entraba y salía de sus escotillas como si fuera un moribundo cuidadosamente atendido en el mejor de los centros médicos. De su casco brotaron las burbujas de plastiacero como si fueran enormes verrugas plateadas; tentáculos de acero y aleaciones especiales se entrecruzaron por ella como venas y los trineos de vacío zumbaban junto a su inmensa silueta como insectos con aguijones de fuego. Por todo el lugar, tanto dentro como fuera de la nave, se veía el incesante ir y venir de las cuadrillas de trabajadores. Pasaron cuarenta y siete días. El Arca fue reparada, modernizada, abastecida y mejorada. Pasaron cuarenta y siete días sin que Haviland Tuf saliera ni un solo minuto de su nave. Al principio estuvo viviendo en su sala de ordenadores, según informaron las cuadrillas, con las simulaciones funcionando día y noche y torrentes de datos rugiendo a su alrededor. Durante las últimas semanas se le había visto con cierta frecuencia en su pequeño vehículo de tres ruedas recorriendo el eje central de la nave, de treinta kilómetros de longitud, con una gorra verde en la cabeza y un pequeño gato de pelaje grisáceo en su regazo. Apenas si parecía fijarse en los s’uthlameses que trabajaban en la nave pero, de vez en cuando, se dedicaba a calibrar los instrumentos de una subestación cualquiera o comprobaba las interminables series de cubas, tanto grandes como pequeñas, que se alineaban junto a esos muros ciclópeos. Los cibertec se dieron cuenta de que había en curso ciertos programas de clonación y de que el cronobucle estaba funcionando y consumía enormes cantidades de energía. Cuarenta y siete días pasaron con Tuf viviendo en una soledad casi total, trabajando incesantemente con la única compañía de Caos. Durante esos cuarenta y siete días Tolly Mune no habló ni con Tuf ni con el Primer Consejero Josen Rael. Sus deberes como Maestre de Puerto, descuidados por completo durante la crisis del Arca, fueron más que suficientes para mantenerla ocupada. Tenía disputas que escuchar y resolver, ascensos que revisar, construcciones por supervisar, diplomáticos llenos de condecoraciones a los que agasajar antes de facturarlos vía ascensor, presupuestos que diseñar y muchas nóminas que sellar con su pulgar. y también tenía que entendérselas con una gata.
Al principio Tolly Mune temió lo peor. Desorden se negaba a comer, parecía incapaz de llegar a un arreglo con la falta de peso, ensuciaba la atmósfera de los aposentos de la Maestre de Puerto con sus deyecciones e insistía en emitir los sonidos más lamentables y penosos que la Maestre de Puerto había tenido jamás la desgracia de oír. Llegó a preocuparse tanto que hizo venir a su jefe de alimañas. Éste le aseguró que la jaula resultaba lo bastante grande y que las porciones de pasta proteínica eran más que adecuadas para la gata. Pero ella no estuvo de acuerdo y siguió poniéndose enferma, maullando y bufando hasta que Tolly Mune estuvo segura de que la locura, ya fuera humana o felina, estaba a la vuelta de la esquina.
Finalmente, se decidió a tomar algunas medidas urgentes. Primero descartó la pasta proteínica y empezó a darle de comer a la gata la carne que Tuf había enviado del Arca. La ferocidad con que fueron atacados los pedazos de carne por Desorden, nada más introducirlos entre los barrotes de la jaula, le resultó bastante tranquilizadora. Después de consumir uno de ellos en un tiempo récord, llegó a lamerle los dedos a Tolly Mune. La sensación le resultó muy extraña, pero no del todo desagradable. Además, la gata empezó a frotarse contra los costados de la caja, como si deseara ser tocada. Tolly así lo hizo, no muy decidida, y como recompensa obtuvo un sonido mucho más agradable que todos los emitidos anteriormente por Desorden. El tacto de su pelaje blanquinegro le pareció casi sensual.
Ocho días después la dejó salir de su jaula. Pensó que el recinto de la oficina, mucho más amplio, bastaría como prisión. Apenas Tolly Mune abrió la puerta, Desorden salió de ella dando un salto, pero cuando el salto la hizo cruzar la habitación como un cohete fuera de control, empezó a emitir salvajes bufidos de miedo e incomodidad. Tolly partió en su busca impulsándose de una patada y logró cogerla, pero la gata se debatió ferozmente en sus manos, trazando largos arañazos en su piel. Después de que el meditec hubiera curado sus heridas, Tolly Mune hizo una llamada a seguridad.
—Que requisen una habitación en el Panorama del Mundo —dijo—, una que tenga control gravitatorio. Quiero que pongan la rejilla a un cuarto de gravedad.
—¿Quién es el invitado? —le preguntaron. —Una prisionera del Puerto —respondió ella secamente—, armada y peligrosa.
Después del traslado, visitaba el hotel cada día al terminar su ¡ornada, al principio estrictamente para alimentar a su rehén y comprobar su bienestar. A los quince días, sin embargo, ya se estaba quedando el tiempo suficiente para aumentar su dieta en unas cuantas calorías y darle a la gata el contacto personal que tanto parecía anhelar. La personalidad del animal había cambiado de un modo espectacular. Cuando Tolly abría la puerta para su inspección diaria emitía ruidos de placer (aunque seguía intentando escapar a cada ocasión), se frotaba contra su pierna sin la menor provocación, nunca sacaba las uñas e incluso daba la impresión de estar engordando. Cada vez que Tolly Mune se permitía sentarse, Desorden saltaba instantáneamente a su regazo. La vigésima ¡ornada del nuevo cautiverio, Tolly se quedó a dormir allí y seis días después trasladó temporalmente su residencia al hotel.
Pasaron cuarenta y siete días y, para entonces, Desorden ya se había acostumbrado a dormir junto a ella, enroscada sobre la almohada, rozando con su pelaje blanquinegro la mejilla de Tolly Mune.
El día número cuarenta y ocho Haviland Tuf llamó. Si le sorprendió ver a su gata en el regazo de la Maestre de Puerto, no dio la menor muestra de ello.
—Maestre de Puerto Mune… —dijo. —¿Aún no se ha rendido? —le preguntó ella. —En lo más mínimo —replicó Tuf—. De hecho, estoy preparado para reclamar el precio de mi victoria.
La reunión era demasiado importante para ser celebrada mediante enlaces de vídeo por muy protegidos que estuvieran contra todo tipo de indiscreción. Josen Rael había llegado a la conclusión de que quizá Vandeen tuviera medios para traspasar los escudos. Al mismo tiempo, dado que Tolly Mune había llevado directamente todos los tratos con Tuf y quizá pudiera comprender sus reacciones mucho mejor que el Consejo, resultaba imperativo que estuviera presente y su aversión por la gravedad fue considerada carente de importancia. De ese modo, Tolly Mune cogió el ascensor para dirigirse a la superficie, por primera vez en más años de los que le gustaba recordar, y fue transportada en un taxi aéreo a la cámara más elevada de la torre del consejo.
La enorme estancia poseía cierta dignidad espartana. Se encontraba dominada por una colosal mesa de conferencias cuya brillante superficie era toda ella un inmenso monitor. Josen Rael estaba sentado en el sitio más importante, ocupando un sillón negro en el cual se distinguía el globo de S’uthlam en relieve tridimensional.
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