—Más asteroides para la Despensa —proclamó el consejero de agricultura—, sin necesidad de pasar décadas terraformándolos y sin tener que gastar miles de millones de calorías para ello.
Había también lianas parásitas capaces de infestar todos los pantanos ecuatoriales de S’uthlam hasta sumergirlos por completo desplazando de ellos a las aromáticas pero venenosas formas de vida nativas que ahora crecían allí en lujuriante profusión. Había una gramínea llamada habas de nieve que podía crecer en el hielo de la tundra, así como los tubérculos de túnel capaces de perforar incluso la tierra escondida bajo un glaciar con enormes conductos provistos del aire que sería retenido por las nueces marrones, de consistencia carnosa y leve sabor a mantequilla. Había ganado, cerdos, aves y peces mejorados genéticamente (entre ellos un pájaro que, segÚn proclamaba Tuf, era capaz de eliminar la enfermedad que más preocupaba en esos momentos a la agricultura de S’uthlam), así como setenta y nueve variedades de hongos y setas comestibles, totalmente desconocidas, que podían cultivarse en la oscuridad de las ciudades subterráneas y alimentarse con los desperdicios humanos producidos por éstas.
Cuando el consejero hubo terminado su informe, en la gran cámara reinó un profundo silencio.
—Ha ganado —dijo Tolly Mune, sonriendo. El resto de la mesa estaba contemplando a Josen Rael, como esperando su decisión, pero ella no tenía la menor intención de quedarse sentada en silencio y jugar a la alta política—. ¡Que me condenen! Tuf lo ha logrado.
—Eso aún no lo sabemos —dijo la encargada de los bancos de datos.
—Pasarán años antes de que tengamos estadísticas realmente significativas dijo el analista.
—Puede que haya alguna trampa —dijo el consejero de la guerra—. Debemos ser cautelosos.
—¡Oh! ¡AI infierno con todo eso! —exclamó Tolly Mune—. Tuf ha probado que…
—Maestre de Puerto —le interrumpió Josen Rael con voz seca.
Tolly Mune cerró la boca. jamás le había oído utilizar ese tono con anterioridad. El resto de la mesa le estaba mirando también con cierta sorpresa.
Josen Rael sacó un pañuelo y se limpió el sudor de la ente.
—Lo que ha probado con todo esto Haviland Tuf, sin lugar a duda alguna, es que el Arca es demasiado valiosa para nosotros y que no podemos ni soñar en perderla. Ahora discutiremos el mejor modo de apoderarnos de ella y de reducir al mínimo las pérdidas humanas y las repercusiones diplomáticas. —A continuación le hizo una seña a la consejera de seguridad interna.
La Maestre de Puerto Tolly Mune permaneció sentada en silencio oyendo su informe y luego aguantó en idéntico mutismo la hora de discusión que siguió al informe: en ella se habló de tácticas, de la posición diplomática más adecuada a tomar, de cómo se podía utilizar con mayor eficiencia la sembradora, de qué departamento debía encargarse de ella y de cuáles serían las declaraciones efectuadas a los noticiarios. La discusión parecía destinada a durar como mínimo la mitad de la noche, pero Josen Rael dijo con firmeza que no se levantaría la sesión hasta que todo hubiera quedado resuelto a la perfección. Se pidió comida, se enviaron a buscar diferentes informes, se hizo llamar y se despidió luego a subordinados y especialistas. Josen Rael dio órdenes de que no se les interrumpiera bajo ningún pretexto. Tolly Mune escuchó en silencio y, finalmente, se puso en pie con cierta dificultad.
—Lo siento —se disculpó—, es… es la condenada gravedad. No estoy acostumbrada a ella. ¿Dónde está el… el sanitario mas?
—Por supuesto, Maestre de Puerto —dijo Josen Rael—. Está fuera, en el cuarto pasillo, la cuarta puerta al final. —Gracias —respondió ella. Apenas Tolly Mune hubo salido tambaleándose de la estancia se reanudó la discusión. A través de la puerta cerrada parecía el zumbido de una colmena muy atareada. Haciéndole una apresurada seña al policía de guardia se alejó rápidamente y torció a la derecha.
Una vez fuera del campo visual del policía, echó a correr.
Cuando llegó al tejado pidió un taxi aéreo.
—Al ascensor —le ordenó secamente—, y echando chispas.—Luego le enseñó su tarjeta de prioridad.
Un tren estaba a punto de salir, pero iba completo. Tolly Mune exigió un asiento de clase estelar.
—Una emergencia en la telaraña —dijo—. Tengo que volver a casa a toda prisa. —El trayecto de subida se hizo a una velocidad récord, ya que después de todo, ella era Mamá Araña, y cuando llegó a la Casa de la Araña ya tenía esperándola un transporte listo para llevarla a sus habitaciones.
Apenas estuvo dentro de ellas, cerró la puerta y conectó el comunicador, tecleando el código adecuado para que en la transmisión apareciera el rostro de su ayudante. Luego intentó comunicarse con Josen Rael.
—Lo lamento —dijo el computador con su mayor simpatía cibernética—, pero en estos instantes se encuentra reunido y no se le puede molestar. ¿Desea dejar un mensaje?
—No dijo ella. Luego envió su propia imagen, dirigiendo esta vez la llamada al encargado de los trabajos en el Arca—. ¿Qué tal va todo, Frakker?
Parecía cansado pero logro dirigirle una sonrisa. —Lo estamos haciendo a la perfección, Mamá —dijo—. Creo que ya hemos terminado con un noventa por ciento del trabajo, más o menos. Dentro de seis o siete días todo estará listo y no quedará más que la limpieza por hacer.
—El trabajo ya ha terminado —dijo Tolly Mune. —¿Cómo? —replicó él con su expresión de sorpresa. —Tuf nos ha estado mintiendo —dijo ella, intentando parecer lo más sincera y enfadada posible—. Es un tramposo, un condenado aborto y no pienso dejar que las cuadrillas trabajen ni un segundo más para él.
—No comprendo —dijo el cibertec. —Lo siento, Frakker, pero el resto de los detalles son alto secreto. Ya sabes cómo funcionan este tipo de asuntos. Sal del Arca ahora mismo, salid todos, cibertecs, obreros, hombres de seguridad. Todos. Os doy una hora y luego iré allí en persona y si encuentro alguien a bordo de ese condenado pecio que no sea Tuf o su bicho de todos los demonios, pienso mandar sus culos a la Despensa más de prisa de lo que tú podrías pronunciar Viuda de Acero, ¿me has entendido?
—Esto… sí. —¡He dicho ya! —gritó Tolly Mune—. Muévete, Frakker. Apagó la pantalla, conectó el escudo de máxima seguridad e hizo una última llamada. Haviland Tuf, siguiendo sus irritantes costumbres, había dado instrucciones al Arca de que no recibiera ninguna comunicación mientras dormía y le hicieron falta quince preciosos minutos para encontrar la frase adecuada con la cual convencer a la estúpida maquinaria de que se trataba de una auténtica emergencia.
—Maestre de Puerto Mune —respondió Tuf al materializarse finalmente su imagen ante ella, ataviado con un albornoz ridículamente lanudo ceñido por una amplia tira de tela alrededor de su enorme vientre—. ¿A qué debo el singular placer de esta llamada?
—El trabajo está hecho en un noventa por ciento —dijo Tolly Mune—. Todo lo importante está arreglado y tendrá que apañárselas con lo que no hayamos tenido tiempo de arreglar. Estoy sacando a mi gente de ahí a toda prisa. Se habrán ido todos dentro de… unos cuarenta minutos. Cuando haya transcurrido ese plazo, Tuf, quiero verle fuera de mi Puerto.
—Ciertamente —dijo Haviland Tuf. —Puede navegar perfectamente por el espacio —dijo ella—, he visto los cálculos y los informes. Hará pedazos el muelle pero no hay tiempo para desmontarlo y me parece que de todos modos resulta un precio pequeño a cambio de lo que nos ha dado. Conecte el impulso espacial y salga del sistema. No se le ocurra mirar detrás de usted, a menos que quiera convertirse en una maldita estatua de sal.
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